lunes, 30 de diciembre de 2019

Cada noche un amor*

Durante más de dos décadas, de los cuarenta a los sesenta, su casa fue punto de reunión de los personajes más encumbrados de México, que iban en busca de diversión y de placeres. No importaba que se mudara de la colonia del Valle a la Narvarte, o de la Nápoles a la Condesa, su ánima y su estilo hicieron época en la vida nocturna de la Ciudad de México. Graciela Olmos, La Bandida, era un nombre prohibido en los hogares decentes, pero que los hombres solteros o casados conocían por lo menos de oídas cuando se hablaba, en la discreta escapada o en el júbilo de la parranda, de los misterios del sexo.

A las puertas de Durango 247, una mansión de cantera con dos pisos, se estacionaban Cadillacs, Lincolns y Packards, de los que descendían luminosas personalidades de lentes oscuros. Al pie de la reja verde, se detenían a obtener el beneplácito de La Bandida, quien desde una mirilla permitía o negaba el acceso a ese templo donde se oficiaban los antiguos misterios de Venus. Ya en el interior, de acuerdo con su estatus o con la proximidad en el afecto de la dueña, los invitados eran conducidos a distintas salas, −persa, china, japonesa o rusa− de acuerdo con el decorado, que convergían en la barra cantinera del centro. Se cenaba opíparamente y se podían pedir desde licores importados −Fundador, Remí Martán− hasta el muy bronco tequila de aquella época, y para quienes gustaban de emociones más fuertes circulaban “medellínes” de coca o carrujos, que se podía consumir plácidamente al pie de un frondoso árbol del jardín.


Bajo las luces tenues y la música de un piano de cola, desfilaban las más hermosas muchachas con trajes de noche; rubias, pelirrojas o morenas de distintas estaturas y acentos, pero ya aclimatadas al gusto nacional, para sentarse a convivir con la selecta clientela, entre la que figuraban políticos como Fidel Velázquez, líder vitalicio de los trabajadores, o Ernesto P. Uruchurtu, Regente de la Ciudad de México, a quienes se podía encontrar arreglando asuntos de negocios; intelectuales y periodistas como Alfonso Reyes y José Alvarado que iban a jugar dominó; toreros como Luis Castro, El Soldado, que acostumbraba vestirse de luces en la casa para irse al ruedo y regresar después de la corrida a gastarse lo ganado; actores como Pedro Armendáriz o Fernando Soto Mantequilla relajándose después de la función o cantantes y músicos principiantes como Pepe Jara, Marco Antonio Muñiz o Álvaro Carrillo, en busca del sustento.

Cuenta Carlos Tello Díaz que “Los clientes pagaban a la casa 50 pesos por la recámara, más unos 30 pesos por la botella de ron. Y pagaban además 100 pesos por la ocupada, destinados a la pupila.” El tiempo aproximado era de media hora en habitaciones con espejos en techo y paredes. Si se requería de más tiempo había que negociarlo con la dama y pagarle la diferencia a Cristina, una señora de edad, encargada de la caja de los dineros, y de llevar la cuenta de las habitaciones ocupadas. El responsable de cobrarlas era El Potranco, un gigante de casi dos metros “con unas manos que parecían raquetas”.


En su casa era muy difícil quedarle a deber a La Bandida o querer darle “cachuchazo” (tener relaciones sin pagar) a alguna de las muchachas porque, por lo regular, estaba protegida por jefes de la policía que frecuentaban aquel centro social o también por pistoleros, como El Güero Batillas o El Negro Pulido, que la acompañaban a convivir y a cantar en su propia habitación, en el sótano de la casa, que olía a mariguana y alcohol, bajo un techo lleno de agujeros producidos por las armas que expresaban el júbilo de sus invitados.

La propia Bandida llamaba a los cancioneros:

“−A ver, papacito, acompáñame ésta (tarareaba un poco), en re, mijito, ándale, como tú sabes.

Arrancaba el
otro, medio dormido. Chela recuperaba la voz:

−Ay hijo de tu pambacera, eso no es re. Dejarás de ser pendejo y negro. ¡Re, buey, re re! Ráscatela, mejor, si no puedes con la guitarra.”

La Bandida era chaparrita y regordeta, de facciones toscas pero, dicen quienes la conocieron, con un cutis muy fino y un corazón de oro. Cuenta Marco Antonio Muñiz que una noche la señora le regaló una fina guitarra española y luego lo corrió de la casa. El cantante no entendía por qué le regalaban el instrumento.

−No merezco el regalo, pero ¿qué hice mal, qué error cometí, madre?
−Te la mereces porque a partir de hoy te vas a chingar a tu madre.

Cuando Muñiz ya salía muy compungido, la Doña le dijo:

−Si te quedas un día más, te pierdes aquí y yo veo que tú tienes muchas cosas por delante, un gran futuro.

Del carácter de esta mujer también da testimonio Pepe Jara que otra noche se encontró con un tipo grandote, ya pasado de copas, quien lo insultó porque no le gustó su interpretación del Corrido de Chihuahua, y después lo encañonó con una 45. De inmediato le avisaron a Doña Chela que llegó a increpar al hombre.

“−¿Qué traes, cabrón? Respeta a mis niños, pendejo. Dales dinero y sácate a chingar a tu madre.

El empistolado hizo un movimiento, de un bolsillo del saco extrajo otra pistola del mismo calibre y con ella apuntó a La Bandida, poniendo el cañón de su arma en la frente de la señora, quien sin mostrar ningún sobresalto dijo:


−Ya te he dicho que cuando estés en ese plan, mejor ni vengas. Mejor vete a chingar a tu madre.

Y el tipo, quien después supe era un abogado penalista muy famoso llamado Bernabé Jurado, guardó sus pistolas y se fue corrido y avergonzado por el valor de La Bandida.”

Graciela Olmos, además de soldadera, amante de generales villistas, contrabandista de whisky en Estados Unidos, amiga de Al Capone y propietaria de lupanares, también fue una reconocida compositora que llegó a presentarse en el Teatro Lírico, invitada por su amigo Agustín Lara, y compuso más de doscientas melodías, desde corridos como "Siete Leguas", hasta boleros como "La Enramada". Aunque hay quienes afirman que la doña intercambiaba sesiones de placer con sus muchachas a cambio de canciones de los músicos que acudían a su casa a aliviar sus urgencias económicas y sexuales.

Todos los visitantes salían deslumbrados por los encantos de las daifas. Habían sido cuidadosamente seleccionadas por Doña Graciela, quien tomaba en cuenta su belleza, temperamento y personalidad, pero también las habilidades que demostraran en el lecho. A las más exclusivas las llevaba entre semana al vapor y masaje del hotel Regis. Aunque las llamaba por sus apodos: “La China”, “La Yuca”, “La Gitana”, “La Torta”, les exigía un comportamiento intachable frente a los clientes. Sin embargo no faltaban los malentendidos entre ellas. Cuenta Ricardo Garibay del pleito entre dos muchachas por un güero Arnulfo:

“La Gris tenía el cabello gris y era jovencísima. La Mojarra tenía cara de mojarra, de una linda mojarra recién sacada del agua. Y que no, y que tú, que Arnulfo y que me las debes ya conozco tus chingaderas y que quién sabe qué. Y que qué ¿yo Arnulfo? Mira ¡por acá! Y qué de tú y Arnulfo y quién sabe cuántos.

Apareció la señora Oralia, segunda de La Bandida, una gorda forzuda, picada de la cara, que se encargaba de los borrachos; la mujer más mal hablada que he oído en mi vida, y dijo:

−Señoritas, intimidades al tocador. Los caballeros esperan.

Las dos aquellas corrieron literalmente, sin dejar de injuriarse, y se encerraron en un baño de la planta baja. Pleito sólo de oídas, porque se oían los azotones y los encontronazos, las maldiciones y los aullidos, y era peor que verlas. Los mariachis callaron y de mi mano sin fuerzas cayó mi copa sin darme cuenta. Allá dentro se construía un infierno. Empezaba a alborotarse la gallera y las mujeres se encrespeban. Voces roncas y chillidos acá afuera. Entonces, tranquila, La Bandida ordenó:

−Ya sácalas. Que llamen al doctor.

De un empellón Oralia desencajó la puerta. Se oyeron palabras inéditas y varios golpazos como para arrancar cabezas. Y salieron aquellas dos, derruidas, semidesnudas, con puñaladas de uñas por todas partes.”



Hay historias singulares entre las servidoras de este legendario sitio. Una de ellas es la de Raquel Díaz de León, una hermosa jovencita de 16 años, a quien su propio novio puso a trabajar después de haberla raptado.

Agustín Lara, uno de los visitantes más asiduos, se encontró en la sala, decorada con fotografías de los clientes famosos, su propio retrato con la huella de un beso. Cuando preguntó, Graciela Olmos le dijo que eran los labios de una muchacha nueva, recién llegada de Guadalajara.

El músico poeta de inmediato quiso conocerla. Raquel, de ojazos negros, labios carnosos y cuerpo espléndido, se vestía de manera muy singular: con orquídea en el pelo, guantes negros hasta el codo y pulsera de perlas. El maestro quedó muy impresionado.

Raquel escribió muchos años después: “Me empezó a desnudar poco a poco, ayudándose con furtivos besos tan suaves y delicados que solamente rozaban mis hombros, mi cuello, mis brazos, parecía que nunca terminaría de hacerlo. Agustín era un sacerdote del amor −así me lo dijo−, y estaba oficiando un rito, el de desnudar a la diosa.”


Fue tanta la pasión que ella despertó en Agustín que el músico acordó con La Bandida acondicionar una habitación con piano, para sus encuentros con la muchacha y durante casi un mes se dedicó a enamorarla con canciones que compuso ahí mismo.

  “Cada noche un amor,
distinto amanecer,
diferente visión.
Cada noche un amor,
pero dentro de mí,
solo tu amor quedó.

 

Oye te digo en secreto
que te amo de veras,
que sigo de cerca tus pasos
aunque tú no quieras,
que siento tu vida
por más que te alejes de mí
que nada ni nadie
hará que mi pecho
se olvide de ti.

 

La muchacha abandonó al “novio” que la explotaba y se fue a vivir más de un año en una de las casas del maestro Lara. Lo demás es historia: la intromisión de María Félix, el aborto de Raquel y el rompimiento definitivo.


Otra de las chicas más solicitadas era Estrella Newman, una rubia platinada y alta que en sus formas y carácter guardaba cierto parecido con Silvia Pinal. Estrella se ayudaba con lo obtenido en las noches para pagar sus estudios de Artes Plásticas en La Academia Nacional de San Carlos.

Se dice que una noche, Estrella cobró 20 mil pesos de aquellos de los años cincuenta, por cohabitar con un viejito bastante feo: flaco y con “barbas de chivo”, según su descripción, que resultó ser nada menos que Hailé Selasie, el emperador de Abisinia.


Varias de las muchachas que trabajaron con La Bandida, se casaron con políticos y empresarios ocultando su pasado en el olvido. Raquel Díaz de León acabó dedicándose al periodismo y escribió un libro sobre sus amores con Lara y con el compositor de tangos argentino Enrique Santos Discépolo. Estrella Newman, se dedicó a las artes plásticas y a la promoción cultural. Graciela Olmos González, la más famosa madrota de México, murió en 1962, víctima de las complicaciones de la cirrosis. En su epitafio se pudo haber escrito lo que ella misma dijo una vez: “Cuarenta años de apuraciones, sustos y borracheras acabaron conmigo”.

 *"Elogio de las cantinas". Play Boy México 197. Marzo de 2019.

No hay comentarios:

Publicar un comentario