En el principio andaba el hombre ligero por la tierra, tal como el Señor lo trajo al mundo. Sus pasos breves y rápidos se confundían con los de las bestias. Su mirada se distraía con cualquier movimiento y sus pensamientos calculaban las posibilidades de conseguir lo que buscaba. Desde los matorrales vio una bestia que le pareció apropiada para satisfacer su apremio. Tenía el cuello largo y orejas puntiagudas, unos ojos enormes y grandes pestañas, de cuerpo café claro, asentada sobre cuatro patas esbeltas pero firmes, y unas ancas redondas y saludables que remataban en una cola nerviosa que abanicaba los insectos del aire. La encontró pastando una grama de un verde que despedía destellos de esmeralda. Ese jardín era de colores tan vivos, de texturas tan suaves, de sabores y aromas tan exquisitos, que parecía intención de su autor hacer que sus criaturas se mantuvieran en una constante celebración de los sentidos.