martes, 31 de diciembre de 2019

Rascándole los huevos a la novela



Deja de rascarle los huevos al diablo.
Bruno Bellmer.
Vitrali Ediciones.
México 2019.

Desde sus orígenes la novela se propone recrear el mundo, pero en el intento también acaba por darle sentido. Es la famosa cita de Macbeth, aquella de que “La vida es un cuento contado por un idiota, puro sonido y furia”, que le sirve a William Faulkner para armar el rompecabezas de los orígenes de la familia Compson y proyectar en ella los prejuicios, las limitaciones, las esperanzas y los anhelos del mítico pueblo de Yoknapatawa´pha. 



La novela, por su condición proteica permite adaptarse a todas las formas antiguas y modernas para armar sus historias, esa red de mentiras que sirven para atrapar las verdades del corazón. Como dice Giorgio Manganelli “La novela es un bufón. […] es el tonto del pueblo. […] es una cortesana que se resiste a convertirse en una mujer virtuosa. […]”. La novela abarca muchas situaciones, pero en su composición se pueden destacar el juego de tiempos, la babel de lenguajes, la urdimbre de personajes o el árbol lleno de historias que se propone cada obra. 

Hay novelas que valen por la transposición de tiempos como Pedro Páramo de Juan Rulfo, otras por el color del lenguaje como El gran sertón veredas de Joao Guimaraes Rosa, algunas por la sucesión de personajes como Cien años de soledad de García Márquez, e incluso aquellas en que las historias se ramifican como en el Manuscrito encontrado en una botella de Jan Potoki. En cada una de ellas adquieren relevancia uno o varios de esos aspectos.

Desde la España del siglo XVII, la novela se ha caracterizado como una narración extensa en que la trayectoria de los protagonistas sirve de eje para contar varios episodios, como en el tan mentado Quijote de Cervantes, y constituye una suerte de espejo en que el lector puede adueñarse «de las experiencias que de otro modo permanecerían incomunicables y ajenas». Como afirma José Emilio Pacheco, este género es sinónimo de novedad, una narración que permite “a la gente observar la vida en su fluir, entender la realidad de la que forma parte.”

A pesar del tiempo y el espacio, y de la carga experimental de las vanguardias, la novela sigue contando las verdades comunes del individuo profundo o incluso las verdades profundas del individuo común. Este es el caso de Deja de rascarle los huevos al diablo (Vitrali ediciones, 2019), la más reciente publicación de Bruno Bellmer. En ella, el autor, que ya ha hurgado en los testículos de otros géneros, como el cuento, en Funky Gun (2017) y Psicosis en Ciudad Ruido (2018), se da a la tarea de continuar trazando el mapa sentimental y criminal de Ciudad Ruido, pero ahora a través del periplo de Quirino Bravo (a) El Gallo. 


En un recorrido a la velocidad de un lenguaje incisivobscenodesmadroso, se relatan las peripecias del mismo primogénito del chamuco que, sin saberlo ni desearlo, se encuentra en el dilema de heredar un narcorreino o salvar a la princesa cautiva del videojuego. Los enfrentamientos entre cárteles se suceden al ritmo de un soundtrack variopinto que lo mismo suena la cumbia, la banda, que el rock pesado y la balada romántica, todo ello aderezado con los efectos sintestésicos del crack, la mota y la tacha. Las anécdotas, la vestimenta, el lenguaje del barrio bajo elevado a la mera altura de la literatura.

Un viaje de sexo, drogas y alcohol que recuerda, en sus mejores momentos, al ya clásico Se está haciendo tarde, de José Agustín, que a la vuelta del tiempo se ha convertido en novela de culto de toda una generación. 


La lectura de Deja de rascarle los huevos al diablo, tal vez sirva para que una generación de banda brava encuentre el reflejo alegórico y fantástico de sus sueños más cabrones entre las páginas de una novela que se pasa, de tan divertida y violenta, como una noche de juerga con el mismísimo diablo.

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