4. La verdadera vida
Mi paso por la universidad sirvió para confirmar mis inclinaciones literarias. Aunque entraba poco a las clases, frecuenté a los poetas. Me identificaba con su rebeldía ante el mundo y, como ellos, también quería expresarme por medio del arte al que consideraba el camino hacia la auténtica iluminación. En cambio las relaciones sociales me parecían pura hipocresía. Esto motivó mi alejamiento de las celebraciones colectivas. Navidad y Año Nuevo se me hacían particularmente patéticas. Después de hablar mal del prójimo y hostilizarlo durante 365 días, en diciembre reinaba una mentirosa armonía que servía de pretexto a un consumismo feroz. Pensaba que casi todas las familias eran como la mía aunque mejor dotadas para los convencionalismos y el fingimiento.
Supongo que fue la soledad la que me llevó a refugiarme en la escritura. Escribí cuentos y poemas que presenté en la escuela. A mi padre, a quien alguna vez sorprendí leyendo mis textos, no lo convencían mis aptitudes, pero mi maestro de redacción, un viejo periodista, llegó a comentar que mis relatos destilaban resentimiento pero también tenían fuerza. Eso me llevó al convencimiento de que yo era diferente a los demás por mi condición de artista y por eso me estaban permitidos toda clase de excesos, especialmente los relacionados con el alcohol. Así que para mantenerme despierto escribiendo hasta la madrugada requería del brío de varios vodkas y, luego para dormir, del veneno del bourbon que me dejaba tendido hasta el día siguiente. Por supuesto que estos hábitos los costeaba la cava de mi padre, quien como buen cantinero empezó a notar mi actitud extraviada por las noches y taciturna por las mañanas. A pesar de que yo había tenido la brillante idea de ir sustituyendo sus bebidas con agua o con refresco, y cambiar al anís y a la ginebra para no vaciar por completo los envases, don Chucho se dio cuenta y escondió bajo llave sus botellas después de emprenderla a golpes conmigo. Luego en largo sermón me explicó las razones por las que le parecía oneroso financiar los placeres de un dipsómano. Remató diciendo que cada centavo invertido en mi educación le parecía dinero tirado a la basura y que seguramente se le habría sacado más provecho de jugarlo a los dados. Así lo dijo con todo y que era enemigo jurado de los juegos de azar. Acto seguido: canceló el magro presupuesto que destinaba a mis estudios y me dio un plazo perentorio para conseguir trabajo.