Se miró en el espejo: el cabello crespo y revuelto, las cejas y la barba con la incipiente invasión de las canas. Le habría gustado encontrar el parecido con esa foto de Silvestre, pero nunca se sintió tan grande como el magnífico compositor, quien también se sentía empequeñecido frente a la barra. Pensó que si con alguien le hubiera gustado compartir el trago sería con aquel gigante que había bebido muchas veces con don Higinio, primer violín de la sinfónica y padre amoroso que en su lecho de muerte le dejó una singular herencia. En ese instante evocó aquella tarde a los 24 años. El cuarto estaba en penumbras. Su padre respiraba áspera y fatigosamente.