Vivía con mi abuelo en Tututepec, Oaxaca, que en mixteco significa Cerro del pájaro. Como en los pueblos no hay otra cosa que hacer, pues me la pasaba oyendo canciones en la radio. Un tío mío tenía un amplificador de sonido, un aparato Radson, que era una caja grande con mucha potencia, las bocinas de corneta estaban sobre un palo de bambú, altísimas, así la música se escuchaba en todo el pueblo y hasta en el de enfrente.
Dicen que es frágil la flor, que se quiebra con el viento, que a sus más hondas raíces las devoran las lombrices, y con el paso del tiempo pierde todo movimiento y en silencio se marchita; pero su imagen nos grita en la memoria invisible de su aroma inmarcesible que nos habla con amor desde otra vida mejor.
La historia de Azcapotzalco se nos pierde en el mito, en las últimas huellas de los dioses teotihuacanos que desaparecen en la noche de los tiempos, en Quetzalcóatl convertido en la hormiga roja que baja al inframundo para extraer los granos de maíz que van a salvar a la humanidad, en el peregrinaje del intrépido Matlacóatl y el esplendor de la dinastía tepaneca, en la legendaria fama de sus plateros que labraron las joyas del gran Moctezuma pero también las cadenas y las vajillas de oro con que los conquistadores españoles despertaron la codicia de la lejana Europa.