Conocido como La Catedral del Danzón por los oficiantes del baile, llamado El Marro por la raza brava que dejaba la quincena y el sudor en sus tres pistas, el Salón México se mantiene durante cuatro décadas como sueño y emblema de la noche chilanga. Inaugurado el 20 de abril de 1920, en el número 16 de la calle Pensador Mexicano, es parte del perímetro de la zona de tolerancia y desmadre de la capital. Abre los sábados, domingos, lunes y jueves, de las cinco de la tarde a las cinco de la mañana del día siguiente. Tiene una sala de espejos deformantes y tres pistas donde desfila la sociedad mexicana, junta pero no revuelta. En el salón Tianguis, nombrado del “sebo”, las personas de menos recursos: cargadores, boleros, albañiles, rateros y prostitutas; incluso hay un letrero que prohíbe tirar colillas a la pista porque “las damas se queman los pies”. En el salón Maya o de “la manteca”, se reúnen artesanos, comerciantes, estudiantes y empleados de clase media. Y en el salón Azteca o de “la mantequilla”: profesionistas, burgueses proclives a la bohemia y personajes del arte y la cultura, e incluso turistas con afanes de conocer el México cabrón.
Cuenta en sus memorias el médico y poeta Elías Nandino, de sus visitas a este antro: “Yo bailaba poco porque generalmente iba cansado de todos mis quehaceres médicos, y siempre me paraba en la barra a tomar un whisky y observar especialmente a los muchachos. Una vez descubrí uno realmente bello, del tipo de Rodolfo Valentino, bailando maravillosamente un tango. Me causó admiración la belleza de la pareja. Cuando descansaba, se iba hacia la barra, hasta que le clavé los ojos y con ellos le expresé mis deseos. Entonces él se me acercó: ‘¿Me invita una copa?’”
Este sacrosanto recinto de variados ritmos, no solamente de danzón, era una casona antigua de estilo art-decó, que después de su remodelación en 1936 pasó a ser estilo colonial californiano. Ahí dieron cátedra sobre la duela los más famosos bailadores de danzón, como el legendario Ventura Miranda, Carlos Daniel Beriel “El Calcetín” o Jesús Ramírez, “El Muerto”, quienes con la misma destreza que mostraban en su arte, sin duda habrían podido fornicar sobre un ladrillo.
Prosigue Elías Nandino con sus recuerdos: “La simpatía mutua empezó a crecer, nos hablábamos con mayor confianza y me comentó una cosa muy significativa: ‘Parece mentira, pero ya estoy un poco enfadado de putas.’ Seguimos caminando: empezó a contarme sus intimidades y me tomó del brazo. Ya era muy tarde, casi empezaba a nacer la luz, y él, súbitamente, dijo: ‘Allí hay un hotel.’”
Lo menciona en sus crónicas el escritor Salvador Novo: “[…] un Salón México, que se especializaba en danzones y empleaba dos o más orquestas. Se llevaban los domingos, los sábados por la tarde, los jueves. En estos enormes salones de baile transpiraban su salud los muchachos obreros […] Aquella nueva, redimida, numerosa juventud proletaria de la ciudad creciente se trenzaba en el jazz con el mismo espíritu fogoso y puro con que jugaría football ”. Lo exalta el poeta José Gorostiza como una “especie de santuario de la sensualidad sorda del pueblo, adonde acude todos los sábados a reventarse un danzón, sí, un danzón que se revienta como un tiro, como un clavel.’” Y remata el cronista Carlos Monsiváis definiendo las coreografías que se ejecutan en este dancing: “Por sus contoneos lascivos y rítmicos, una mezcla excitante de danza del vientre oriental y de habanera anticuada, el danzón es la música por excelencia de los prostíbulos, acoplamiento vertical, vuelo erótico fijado al piso”.
Rememora aquella noche el poeta Nandino: “Descubrimos una cama ancha. Un muro del cuarto era de madera y había un lavamanos con aguamanil y abajo un balde para tirar el agua sucia. Quitamos la colcha, acercamos las sillas y en una él colocó su saco. Se fue desnudando sin ningún pudor, con esa seguridad que da tener un cuerpo bello. De pronto, al quitarse el pantalón, dejó un puñal grande en el buró. Entonces me nació un miedo creciente. Sobre una mesita que había enfrente de la cama dejé mi reloj, y un anillo de platino con una aguamarina, mi llavero y todo mi dinero, como una precaución para que él, si tenía malas mañas, tomara lo que quisiera sin hacerme ningún daño. Yo también me quité la ropa, pero me dejé la trusa, y él me dijo: ‘Quítate eso.’”
A la leyenda de la Catedral del Danzón se abonan dos obras. En 1932, el compositor norteamericano Aarón Copland viene a nuestro país y visita varias veces este popular antro. Inspirado en el espíritu del lugar escribe una obra sinfónica en un movimiento, titulada con el mismo nombre: Salón México, que termina en 1936, en la que incluye fragmentos de sones populares. En 1948, el director de cine Emilio Indio Fernández filma un sórdido melodrama en el mismo lugar, que también titula Salón México. En esta película se cuenta la historia de una ingenua cabaretera (Marga López), explotada por un pachuco proxeneta (Rodolfo Acosta), tal vez muy parecido al acompañante del doctor Nandino.
“Cuando quedamos frente a frente, casi con las bocas juntas, él puso su brazo detrás de mi cuello y me dio un beso voraz. Entonces me nació nuevamente la confianza y empecé a acariciarlo. Lentamente, mi excitación logró recobrarse y, poco a poco, lo fui poniendo de lado, y él todo lo admitía. Carecíamos de lubricante y tuve que usar mi propia saliva y, con todo cuidado, penetrarlo. De repente me exigió: ‘Con más fuerza, que no soy una señorita’.”
Al despedirse en la mañana, Elías Nandino le pregunta a su amigo ocasional si necesita dinero, y éste le responde: “No. Lo que necesito es que me busques el próximo viernes allá.”
Esta leyenda concluye a fines de 1960 cuando el regente de la ciudad, Ernesto P. Uruchurtu tuvo a bien clausurarlo junto con otros lugares de genuino esparcimiento popular y de esa manera terminar con la época dorada del dancing en México.
*”Elogio de las cantinas”. Play Boy México 201. Julio de 2019.
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