jueves, 7 de noviembre de 2024

Nostalgia cantinera


Las cantinas han sido satanizadas, estigmatizadas, señaladas como sitios decadentes y nido de viciosos y violentos. Pero mucho más allá de esos lugares comunes, de esas etiquetas con que las personas sin imaginación acostumbran clasificar el mundo, las cantinas han sido sitio de solaz y esparcimiento para muchas generaciones que se han reunido allí para descubrir la entusiasta confraternidad de los bebedores que el genial Diego Velázquez supo captar en “El triunfo de Baco”.

En estos templos etílicos en los que la ingestión de vinos y licores exacerba las expresiones más recónditas del alma, todos los días ocurren historias afortunadas e inverosímiles. Muchos escritores y músicos han hallado ahí la inspiración. Ramón López Velarde escribió parte de “La suave patria”, en La Rambla de Bucareli y Avenida Chapultepec; y Renato Leduc, el “Prometeo Sifilítico”, en La Puerta del Sol, de Palma y Cinco de Mayo.

El poeta y periodista Renato Leduc (Ciudad de México, 1897-1986), famoso autor del soneto “Tiempo”, le contó en una entrevista a José Ramón Garmabella, que a los 14 años entró a trabajar en la Mexican Ligth of Power Company. Era un muchacho tímido y callado que otros trabajadores de más edad agarraban de su “puerquito” con burlas y golpes, hasta que una tarde se hartó Leduc y se cobró a patadas todos los ultrajes. Por poco se le van en montón, pero un carpintero gordo y cacarizo, llamado Evaristo, salió a defenderlo con cuchillo en mano.

Sin embargo la tensión continuó por varias semanas hasta que el mismo don Evaristo le ayudó a resolverla. Le dijo que la siguiente quincena dispusiera de todo su sueldo y lo llevó a una cervecería:

“En la esquina de Juan Carbonero y el callejón de la Nana, donde se reunían todos los empleados de la compañía de luz, ya que, independientemente de que había pirujas, el tarro de cerveza costaba sólo tres centavos. Cuando entramos a la mencionada cervecería, don Evaristo hizo que me colocara junto a él en el centro del local, y desde ahí les gritó a los parroquianos:

―¡Este chamaco les va a invitar a todos una tanda…!

Aquellas palabras dichas por el carpintero lograron que la concurrencia en pleno me diera una ovación. Una vez que los meseros sirvieron todos los tarros, don Evaristo me dijo sonriendo:

-¿Ves con qué poco se conforman?... A esta cabrona gente hay que comprarla…”.

A Edmundo Valadés, periodista y reconocido padre del género cuentístico en México (Guaymas, 1915-Ciudad de México 1994), le ocurrió algo semejante. A los 21 años entró a trabajar a la revista Hoy, como “pistolero” (asistente) de Regino Hernández Llergo, ganando 25 pesos semanales; una fortuna para 1936.

—Con mi primer sueldo tuve que invitar la parranda a mis compañeros porque así se estilaba en ese medio. Nos fuimos a una cantina y después de algunas copas a un cabaret, al primero al que entré en mi vida. Allí, los viejos lobos rápido se consiguieron muchacha para bailar o para pasar la noche. Yo me quedé sentado bebiendo hasta que se me acercó una chica muy joven que como era nueva en el lugar aún le daba vergüenza abordar a los clientes. Le ofrecí un cigarro pero lo rechazó porque no sabía fumar. Entre las vueltas del danzón, nos fuimos enamorando como dos chamacos, ilusionados planeamos muchas cosas: yo la iba a sacar de trabajar, nos íbamos a vivir juntos. Después de varias semanas de idilio se interpuso mi padre. Me dio buenas razones para dejarla pero yo seguí obcecado, ni amenazas ni regaños consiguieron disuadirme. Mi papá fue a hablar con ella, no sé lo que le dijo, ni siquiera si le ofreció dinero, pero finalmente la convenció; yo la estuve buscando pero ella había dejado el lugar donde la conocí y se había cambiado de casa.

Para Eusebio Ruvalcaba, también periodista y narrador (Ciudad de México, 1951-2017), las cantinas representaron un sitio sagrado donde imperaban el respeto y la comprensión. A los 24 años, habló con su padre, el gran violinista Higinio Ruvalcaba, en su lecho de muerte. Mientras Eusebio se aguantaba las ganas de llorar, don Higinio preguntó por el saco que estaba en el perchero.

―En la bolsa interior... está mi cartera ―dijo con esfuerzo.

Eusebio la extrajo sin atreverse a abrirla.

―¿Cuánto dinero tiene?

―Treinta pesos ―respondió con la voz a punto de quebrarse.

―Son tuyos… es lo único que te voy a dejar… además del reloj que está en el buró...

Eusebio Ruvalcaba salió de aquel cuarto esa tarde de un frío enero, y con paso firme se dirigió por primera vez a una cantina, pidió un ron blanco campechano y lo bebió a la salud de su señor padre, que al día siguiente fallecería de un infarto.

A las cantinas se va en busca de amistades, de consuelo, de paz interior. Volvamos a ellas para recordar que aunque somos tan frágiles como nuestro cuerpo también nos anima una voluntad de acero y una sed que nos viene desde el viejo Noé, quien para celebrar que se secaron las aguas del diluvio, donde había perecido la primera humanidad de entonces, se puso una borrachera de órdago de la que aún se guarda memoria en la Santa Biblia.



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