Esta noche es como la cubierta de un barco hundido en un mar de memorias. Vengo a mi barrio buscando alguien con quien soplarme unas caguamas o de perdida para recordar al Socio, al Alemán, al Tepo, al Guajira, al Lero-lero y al Tomy.
Tomy, el rey de los sueños de cemento, principe de los inhaladores de thiner y caballero andante de San Andrés Tetepilco. Hijo de doña Juanita y de un señor que tenía tres casas: la casa grande, la casa chica y la casi casa de Tomy. Recuerdo que a la muerte de su señor padre, su mamá, una devota vendedora de pepitas, se resignó a cargar la cruz de sus dos hijos: Tomás y Miguelito.
Mickey era regordete, chaparro, amarillento, necio paralítico y, para colmo de su desgracia, fanático furioso del pinche América. En cambio Tomy era robusto, alto, verdoso, dueño y señor de sus cuatro extremidades y, para su fortuna, reflexivo aficionado al fino fútbol del club América. Ni viendo a su equipo ganar un campeonato los hermanos pudieron ser amigos. Desde su posición cada uno se burlaba del otro. No digo lo anterior porque le haya tenido más aprecio a uno que al otro sino porque Mickey no tuvo más remedio que arrastrarse por la vida; en cambio Tomy tuvo mayores oportunidades que se dio el lujo de desperdiciar.
Las malas lenguas dicen que una mujer lo abandonó con la estufa, refrigerador y sala recién comprados, que Tomás fue empeñando puntualmente para pagarse los ríos del alcohol en que navegó hacia las ínsulas de la mota y del cemento. Hacia los lugares de ensueño hasta donde su anciana madre iba a rogarle que volviera a la casa mientras él entonaba su mantra favorito: TOM, TOM, TOM.
Tomás siempre fue un desprendido de las cosas materiales. Cuando necesitaba para comprar cemento, empeñaba la bocina del televisor blanco y negro, herencia de su padre, para demostrar la mejor manera de ver televisión: en silencio. De su generosidad dieron testimonio los amigos que disfrutaron su indemnización. Los cinco o seis mil pesos que recibió por haberse cercenado el dedo gordo en el taller de troquelados donde trabajaba. De ese dinero salieron pomos y tamboras que amenizaron el cuete de los teporochos y litros de FZ10 para los chemos. A mí, a quien siempre consideró un viajero, me regaló su dedo en un frasco de formol, para que el pulgar nunca se me cansara pidiendo aventones.
Mickey murió hace seis años de una hepatitis más amarilla que la camiseta del América. Tomy se va a morir muy pronto porque cada día está más viejo y más calvo y los cábulas que ignoran su glorioso pasado, lo tratan con la gandallez propia de la juventud.
sábado, 20 de junio de 2009
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Hola Jorge:
ResponderEliminarJesús me dió la dirección de tu blog, por aquí andaré visitándolo, ya le dí una vista y me ha gustado mucho.
Te dejo mando un gran saludo desde estas lejanas tierras.