Espere una clara noche de plenilunio, de preferencia domingo para amanecer lunes. Procúrese los utensilios necesarios: un peine de marfil, un martillo de plomo, unas tijeras de oro y un paño de terciopelo verde. Aguarde en atenta vigilia hasta maitines, hora en que la vanidosa Luna busca un espejo. Si usted no tiene un pozo anciano, una charola de plata o un espejo de azogue en dónde retenerla, no se preocupe. Unos ojos oscuros le pueden servir como señuelo.
En esas pupilas, Selene se sentirá como en su casa. Mírela morosamente y sin parpadear. La Luna es muy curiosa, háblele de la violenta luz del día, de la voracidad del metro, de la cólera de los relojes checadores, del jubiloso silbato de la fábrica o de tantas cosas que ella no conoce. Seguramente la sorprenderá. El sol le ha platicado pero ella no le cree por presumido. Convénzala de que el día es un infierno hipócrita y que la verdadera condición humana sólo se revela de noche. Cuando la mire más aquiescente, cambie el tono. Dígale que la quiere y que hace mucho que no duerme con tal de estar con ella. Abrúmela con piropos y otras lindezas. Recuerde que la Luna, como toda dama solitaria, es afecta a las cursilerías. Si ya le arden los ojos, parpadee varias veces, suelte una tímida lágrima. Nada conmoverá más a Selene.
No se desespere. Ya la tiene usted en la bolsa. Tenga a mano sus utensilios necesarios. Como quien no quiere la cosa acaricie sus lánguidos rayos. Si ella lo consiente sin reclamos, saque el peine. Con la mano izquierda frote sus rayos y con la derecha páseles el peine. Para distraerla cuéntele algún chisme sobre sus hijas las estrellas. Frote con más energía y peine hasta que una lluvia de chispas plateadas le impida la visibilidad. Entonces, con prestidigitación de mago, cúbrale la cara con el paño. Apriete, apriete, apriete. Cuando escuche un ligero PLOP... afloje. Selene se habrá desvanecido entre sus manos. En el paño verde encontrará unos hilos lácios y dúctiles como de alpaca. Empiece a trenzarlos lentamente. Cuando haya logrado una trenza de regular grosor, corte las puntas con las tijeras. Las puntas sirven de abono en tierras yermas y si se arrojan al mar provocan tempestades. La trenza se corta en varios trozos y cada uno de estos se aplana y redondea con el martillo hasta darles la forma de una moneda a la cual se puede dar múltiples usos. Si se pone a hervir en agua serenada, evita el mal aliento y cura el insomnio. Si se macera junto con hojas de cardamomo y luego se unta detrás de las orejas, es un magnífico repelente contra los bobos. En caso de crisis económica pueden empeñarse estas moneditas en el Montepío, haciéndolas pasar como una reliquia de familia. Esto último no es buen negocio porque ahí no ofrecen ni lo que vale la desvelada.
En esas pupilas, Selene se sentirá como en su casa. Mírela morosamente y sin parpadear. La Luna es muy curiosa, háblele de la violenta luz del día, de la voracidad del metro, de la cólera de los relojes checadores, del jubiloso silbato de la fábrica o de tantas cosas que ella no conoce. Seguramente la sorprenderá. El sol le ha platicado pero ella no le cree por presumido. Convénzala de que el día es un infierno hipócrita y que la verdadera condición humana sólo se revela de noche. Cuando la mire más aquiescente, cambie el tono. Dígale que la quiere y que hace mucho que no duerme con tal de estar con ella. Abrúmela con piropos y otras lindezas. Recuerde que la Luna, como toda dama solitaria, es afecta a las cursilerías. Si ya le arden los ojos, parpadee varias veces, suelte una tímida lágrima. Nada conmoverá más a Selene.
No se desespere. Ya la tiene usted en la bolsa. Tenga a mano sus utensilios necesarios. Como quien no quiere la cosa acaricie sus lánguidos rayos. Si ella lo consiente sin reclamos, saque el peine. Con la mano izquierda frote sus rayos y con la derecha páseles el peine. Para distraerla cuéntele algún chisme sobre sus hijas las estrellas. Frote con más energía y peine hasta que una lluvia de chispas plateadas le impida la visibilidad. Entonces, con prestidigitación de mago, cúbrale la cara con el paño. Apriete, apriete, apriete. Cuando escuche un ligero PLOP... afloje. Selene se habrá desvanecido entre sus manos. En el paño verde encontrará unos hilos lácios y dúctiles como de alpaca. Empiece a trenzarlos lentamente. Cuando haya logrado una trenza de regular grosor, corte las puntas con las tijeras. Las puntas sirven de abono en tierras yermas y si se arrojan al mar provocan tempestades. La trenza se corta en varios trozos y cada uno de estos se aplana y redondea con el martillo hasta darles la forma de una moneda a la cual se puede dar múltiples usos. Si se pone a hervir en agua serenada, evita el mal aliento y cura el insomnio. Si se macera junto con hojas de cardamomo y luego se unta detrás de las orejas, es un magnífico repelente contra los bobos. En caso de crisis económica pueden empeñarse estas moneditas en el Montepío, haciéndolas pasar como una reliquia de familia. Esto último no es buen negocio porque ahí no ofrecen ni lo que vale la desvelada.
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