Ramón López Velarde
¿Qué sobrevive de tu memoria dispersa? ¡Quién recuerda, Ramón, la madrugada nubosa de aquel 19 de junio? ¿Qué ojos miraron el hueco de tu mano humedecida por el llanto de tu madre, doña Trini? Han pasado muchas noches desde aquella noche. La ventana por donde viste agonizar tu tarde postrimera, aún mira hacia la calle que hoy lleva el nombre del político que detestabas pero a quien debes tu fama de poeta nacional: Álvaro Obregón –antigua avenida Jalisco- 73, interior 9.
Tu última casa que, como las otras que habitaste, tampoco fue tuya. Como poeta tenías derecho a poseer las palabras y a través de ellas el universo entero. Pero nunca una casa ni una cuenta en el banco. Tú, inerme destinatario de tantos homenajes oficiales, esperabas desde tu lecho de muerte que la Universidad pagara tu sepelio. Y así lo dijiste, como un consuelo a la pobreza de tu familia que entonces perdía su único sostén. ¿No te imaginabas que en la mañana de aquel domingo 19, el mismísimo presidente ordenaría tu suntuoso entierro? Quizá lo intuías con la misma certeza que dos meses antes, durante un funeral, te hizo afirmar que pronto seguirías el mismo camino. ¿Acaso tuvo algo de profético que hablaras, la noche en que enfermaste, del aprendizaje de la muerte y del dolor de ver pasar las horas? No lo sabemos. Quizá fue solamente la misma fascinación morbosa que te llevaba a pasear por el panteón de la Piedad, de la mano de tu novia Margarita. Nunca lo sabremos, Ramón. Así como perdimos las noches de estrellas y heliotropos, también hemos perdido el timbre de tu voz y el perfil humano de tu rostro, oculto por el velo mítico de las efigies que te representan. Hablar de tus pasos por esta ciudad es hacer mil conjeturas. ¿O existió realmente la gitana que otra noche, en el salón Bach, te auguró la muerte por asfixia? Eso cuentan, Ramón, los que dicen que te conocieron. Pero también contaron que la mayor parte de tu sueldo en Gobernación lo gastabas en coristas y coñac. ¿Entonces cómo pudiste sostener a doña Trini y a tus hermanos desde que murió tu padre? Que lo contesten aquellos que te vieron, con sus propios ojos ahora agusanados, escribir la Suave Patria en el bar “La Rambla”. Te nos pierdes en tu mito, Ramón López Velarde. ¿Quién fuiste en verdad? ¿El influyente asesor del Secretario de Gobernación del gabinete de Carranza o el poeta modesto, como su segundo nombre, que nunca vio publicada su obra máxima? Que cada quien guarde la imagen que más le convenza de tu paso sobre la Tierra. Hoy recordamos la del 19 de junio de 1921: Tus hermanas te despiden sigilosas con un beso en la frente mientras escuchas sollozos entrecortados desde el cuarto contiguo. Te estremeces y cierras los ojos. Ahora doña Trini sostiene tu mano entre las suyas y en ella vuelca el mar de sus lágrimas. La miras y en un gesto inesperado recoges la mano hasta tus labios para beber su contenido. Tu familia te mira en silencio. Comienzan los espasmos. Tus ojos se abren desmesurados en el hálito final mientras tu mano, zenzontle malherido, se acurruca en tu pecho imperturbable.
¿Qué sobrevive de tu memoria dispersa? ¡Quién recuerda, Ramón, la madrugada nubosa de aquel 19 de junio? ¿Qué ojos miraron el hueco de tu mano humedecida por el llanto de tu madre, doña Trini? Han pasado muchas noches desde aquella noche. La ventana por donde viste agonizar tu tarde postrimera, aún mira hacia la calle que hoy lleva el nombre del político que detestabas pero a quien debes tu fama de poeta nacional: Álvaro Obregón –antigua avenida Jalisco- 73, interior 9.
Tu última casa que, como las otras que habitaste, tampoco fue tuya. Como poeta tenías derecho a poseer las palabras y a través de ellas el universo entero. Pero nunca una casa ni una cuenta en el banco. Tú, inerme destinatario de tantos homenajes oficiales, esperabas desde tu lecho de muerte que la Universidad pagara tu sepelio. Y así lo dijiste, como un consuelo a la pobreza de tu familia que entonces perdía su único sostén. ¿No te imaginabas que en la mañana de aquel domingo 19, el mismísimo presidente ordenaría tu suntuoso entierro? Quizá lo intuías con la misma certeza que dos meses antes, durante un funeral, te hizo afirmar que pronto seguirías el mismo camino. ¿Acaso tuvo algo de profético que hablaras, la noche en que enfermaste, del aprendizaje de la muerte y del dolor de ver pasar las horas? No lo sabemos. Quizá fue solamente la misma fascinación morbosa que te llevaba a pasear por el panteón de la Piedad, de la mano de tu novia Margarita. Nunca lo sabremos, Ramón. Así como perdimos las noches de estrellas y heliotropos, también hemos perdido el timbre de tu voz y el perfil humano de tu rostro, oculto por el velo mítico de las efigies que te representan. Hablar de tus pasos por esta ciudad es hacer mil conjeturas. ¿O existió realmente la gitana que otra noche, en el salón Bach, te auguró la muerte por asfixia? Eso cuentan, Ramón, los que dicen que te conocieron. Pero también contaron que la mayor parte de tu sueldo en Gobernación lo gastabas en coristas y coñac. ¿Entonces cómo pudiste sostener a doña Trini y a tus hermanos desde que murió tu padre? Que lo contesten aquellos que te vieron, con sus propios ojos ahora agusanados, escribir la Suave Patria en el bar “La Rambla”. Te nos pierdes en tu mito, Ramón López Velarde. ¿Quién fuiste en verdad? ¿El influyente asesor del Secretario de Gobernación del gabinete de Carranza o el poeta modesto, como su segundo nombre, que nunca vio publicada su obra máxima? Que cada quien guarde la imagen que más le convenza de tu paso sobre la Tierra. Hoy recordamos la del 19 de junio de 1921: Tus hermanas te despiden sigilosas con un beso en la frente mientras escuchas sollozos entrecortados desde el cuarto contiguo. Te estremeces y cierras los ojos. Ahora doña Trini sostiene tu mano entre las suyas y en ella vuelca el mar de sus lágrimas. La miras y en un gesto inesperado recoges la mano hasta tus labios para beber su contenido. Tu familia te mira en silencio. Comienzan los espasmos. Tus ojos se abren desmesurados en el hálito final mientras tu mano, zenzontle malherido, se acurruca en tu pecho imperturbable.
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