
5. Las pruebas
Conducía un Jaguar X-J8 a más de 150 kilómetros por hora, con las ventanillas abiertas. El auto que había deseado toda la vida. Volante reducido, palanca al piso, asientos de piel y llantas anchas que rodaban con la suavidad de una alfombra mágica. La libertad total. El viento me acariciaba las mejillas. Serpenteaba por una autopista al borde de una costa de playas doradas y olas uniformes como pliegues de terciopelo. A pesar de que estaba donde quería y haciendo lo que me gustaba, sentía una urgencia repentina. Pisaba el acelerador. “¿Por qué vas tan rápido?”, me preguntó una voz que venía del asiento del copiloto. Observé de reojo. No alcanzaba a ver más que parte de su rostro. El timbre se me hacía desconocido.
—Tengo que llegar cuanto antes —contesté apurado.
—¿A dónde? —insistió la voz.
En Nueva York y en Madrid está causando furor una nueva costumbre vegana: una cena de 25 mujeres desnudas y desconocidas, que por 80 dólares tienen derecho a tres platillos y a la convivencia “al natural” para disfrutar de comida y ejercicios de respiración. Afirma la organizadora, la activista y modelo Charlie Ann Max, que este tipo de reuniones son una experiencia liberadora y transformadora que ayuda a “liberar tensiones y estrés, a conectar con las emociones y a acceder a un sentido más profundo de la conciencia de uno mismo".

Así, con un plural aumentado, se designa al grupo de amigos, la flota, la pandilla o la banda, con quienes uno comienza a aprender, a disfrutar y a conocer el mundo y sus placeres. Son los amigos a quienes en la madurez nos ligan el montón de recuerdos, buenos y malos, que van haciendo la médula de la existencia.
4. La verdadera vida

Mi paso por la universidad sirvió para confirmar mis inclinaciones literarias. Aunque entraba poco a las clases, frecuenté a los poetas. Me identificaba con su rebeldía ante el mundo y, como ellos, también quería expresarme por medio del arte al que consideraba el camino hacia la auténtica iluminación. En cambio las relaciones sociales me parecían pura hipocresía. Esto motivó mi alejamiento de las celebraciones colectivas. Navidad y Año Nuevo se me hacían particularmente patéticas. Después de hablar mal del prójimo y hostilizarlo durante 365 días, en diciembre reinaba una mentirosa armonía que servía de pretexto a un consumismo feroz. Pensaba que casi todas las familias eran como la mía aunque mejor dotadas para los convencionalismos y el fingimiento.
Supongo que fue la soledad la que me llevó a refugiarme en la escritura. Escribí cuentos y poemas que presenté en la escuela. A mi padre, a quien alguna vez sorprendí leyendo mis textos, no lo convencían mis aptitudes, pero mi maestro de redacción, un viejo periodista, llegó a comentar que mis relatos destilaban resentimiento pero también tenían fuerza. Eso me llevó al convencimiento de que yo era diferente a los demás por mi condición de artista y por eso me estaban permitidos toda clase de excesos, especialmente los relacionados con el alcohol. Así que para mantenerme despierto escribiendo hasta la madrugada requería del brío de varios vodkas y, luego para dormir, del veneno del bourbon que me dejaba tendido hasta el día siguiente. Por supuesto que estos hábitos los costeaba la cava de mi padre, quien como buen cantinero empezó a notar mi actitud extraviada por las noches y taciturna por las mañanas. A pesar de que yo había tenido la brillante idea de ir sustituyendo sus bebidas con agua o con refresco, y cambiar al anís y a la ginebra para no vaciar por completo los envases, don Chucho se dio cuenta y escondió bajo llave sus botellas después de emprenderla a golpes conmigo. Luego en largo sermón me explicó las razones por las que le parecía oneroso financiar los placeres de un dipsómano. Remató diciendo que cada centavo invertido en mi educación le parecía dinero tirado a la basura y que seguramente se le habría sacado más provecho de jugarlo a los dados. Así lo dijo con todo y que era enemigo jurado de los juegos de azar. Acto seguido: canceló el magro presupuesto que destinaba a mis estudios y me dio un plazo perentorio para conseguir trabajo.
Pablo Lorenzo Doria
Buscó la gorra de su equipo favorito de hockey sobre hielo en el armario, ahí encontró un cuaderno de notas que nunca había visto antes. Lo abrió, en las primeras hojas venía el nombre de Luisa Miller en letra manuscrita. El nombre estaba escrito de una forma suave y fina; le recordó su infancia, aquellos días que ya se habían ido.
Tom se quedó solo en la pequeña cabaña, fue a mediados de aquel lejano año cuando Scott decidió partir a la ciudad, y él prefirió quedarse en casa. No quería dejar su único hogar.
—¡No hay nada que hacer aquí! —decía Scott tratando de convencer a su hermano de dejar la casa.
—¡Me quiero quedar! ¡Vete tú!
—No seas necio, cabrón, vente a la ciudad.
—Me quedo cuidando la granja.
Cuando terminó de leer parte de los apuntes en el cuaderno, se levantó y fue a darle de comer a las gallinas y a Betsy, la preferida de casa. Pasaba largo rato con ella y cuando lo necesitaba la ordeñaba y le cantaba. Su memoria volvía a esos días en que los tres estaban juntos.

Prólogo
Sostenía Umberto Eco -filósofo, investigador del lenguaje y escritor- refiréndose al genio, que éste consistía en “10% inspiración y 90% transpiración”. Esta misma fórmula puede extenderse a la escritura. De acuerdo con el lugar común, el quehacer literario es una especie de aeropuerto donde aterrizan las musas para insuflar en el autor el dictado divino de la inspiración. Nada más alejado de la realidad. Aunque existen obras que míticamente se han escrito de un solo impulso como "Kubla Khan", poema que el inglés Samuel Taylor Coleridge redactó en un sueño y que quedó inconcluso cuando lo despertaron, y On the road, novela que el norteamericano Jack Kerouack escribió en un rollo de papel telegráfico initerrumpidamente durante tres días y dos noches, la mayoría de los textos literarios requieren mayor trabajo, sobre todo la labor de “corrigenda”, que significa volver al texto cuantas veces sea necesario hasta que a juicio de su autor encuentre su justa medida. El propio José Emilio Pacheco decía que solamente se deja de corregir hasta que se publica, y aun así, cuando alguien le llevaba sus libros a firmar, Pacheco buscaba acuciosamente las erratas en esa obra y las corregía de propia mano.
De aquí se puede colegir que la literatura no es simplemente resultado del golpe del estro, ni de la comunicación con el cosmos, ni del trance, ni la intoxicación etílica o sicotrópica. El autor, más que ser un elegido de los dioses es, desafortunadamente, un humilde obrero de la pluma. Si pudiera compararse su esfuerzo con el de algún atleta sería sin duda con el corredor de fondo. Es decir alguien que va a competir en maratones o carreras de resistencia. Hacer un libro en aguantar largas horas, no solamente de concentración en la escritura, sino en la revisión a fondo de lo que se ha escrito.