5. Las pruebas
Conducía un Jaguar X-J8 a más de 150 kilómetros por hora, con las ventanillas abiertas. El auto que había deseado toda la vida. Volante reducido, palanca al piso, asientos de piel y llantas anchas que rodaban con la suavidad de una alfombra mágica. La libertad total. El viento me acariciaba las mejillas. Serpenteaba por una autopista al borde de una costa de playas doradas y olas uniformes como pliegues de terciopelo. A pesar de que estaba donde quería y haciendo lo que me gustaba, sentía una urgencia repentina. Pisaba el acelerador. “¿Por qué vas tan rápido?”, me preguntó una voz que venía del asiento del copiloto. Observé de reojo. No alcanzaba a ver más que parte de su rostro. El timbre se me hacía desconocido.
—Tengo que llegar cuanto antes —contesté apurado.
—¿A dónde? —insistió la voz.
Por más que hacía memoria no podía recordar mi destino. Solamente estaba seguro que debía llegar cuanto antes.
—¿No equivocaste el rumbo? —dijo provocándome una vaga molestia. ¿Por qué demonios se entrometía en mis decisiones?
La segunda sesión me dejó más intrigado. A juzgar por la vestimenta y el modo de hablar, los participantes pertenecían a niveles socioeconómicos más bajos que los del grupo anterior. Había tres trabajadoras de maquiladora menores de treinta, una cuarentona dueña de un tendajón, el mesero amanerado de un café de chinos, dos maestras de primaria, un mecánico hojalatero y un guardia de seguridad de acento muy marcado que desde la primera ronda de preguntas me pareció extraño porque nunca contestaba lo que se le había preguntado y trataba de corregir a sus compañeros.
Por lo general cuando se duda sobre la veracidad del entrevistado, llega un mensaje de los observadores de apoyo para avisar que la persona de marras faltó de llenar algunos datos en su hoja de reclutamiento. Es la manera de sacarla discretamente. Pero también ocurre que en ocasiones se introduce un elemento preparado para contradecir a los participantes, con el fin de polarizar la sesión cuando se buscan opiniones más contundentes. ¿Cuál era el caso de este hombre? Ni Karen ni Abigail, los observadores del cuarto contiguo, me hicieron notar nada al respecto.
—Buenos días, me llamo Ángel Cadena y a nombre de la agencia Seven Circle les doy la bienvenida. Por favor, pónganse cómodos y si gustan sírvanse de los bocadillos y refrescos que están en la mesa.
La mayoría de los comentarios fueron muy similares a los de la primera sesión. Opinaron que no producía pesadez ni efectos de aletargamiento a la mañana siguiente de su ingestión. Coincidieron nuevamente en que fijaba los sueños con mayor claridad y nitidez. Pero cuando se comenzó a hablar del contenido la tónica cambió totalmente. Refirieron imágenes difusas en las que predominaron las incoherencias propias de las escenas oníricas. Visiones muy distintas a las que me habían mencionado la primera vez. Les pregunté si habían escuchado música y una de las chicas de la maquiladora mencionó que ella siempre encendía la radio antes de dormir para escuchar el programa de Los Sultanes de Matamoros. Por más que buscaba no hallaba ninguna relación con los comentarios del primer grupo.
—¿Vieron algún paisaje o escenas en que hayan estado en contacto con la naturaleza?
“No, nada, nada”, respondían casi al unísono. Se miraban unos a otros y alzaban los hombros.
—¿Y algo escrito?
—¿En un papel? —preguntó el mesero.
—No, necesariamente, pueden haber sido simplemente unas letras…
—Yo vi unas… —dijo el mesero como si estuviera a punto de soltar una verdad de peso.
—Oiga, yo soñé que me desbarrancaba en un caballo —interrumpió el guardia— y desperté tirao junto a la cama.
Se escucharon risas. Le sonreí al guardia y pregunté:
—¿Cree que eso podría tener algún significado inteligente?
En lo que repensaba su chiste yo traté de retomar el hilo.
—Me decía que vio unas letras… —le solté nuevamente al mesero.
—¿Unas letras? —me miró como si no hubiera entendido y luego se le iluminaron los ojos— ah, sí, sí, claro.
—¿Qué letras eran? —le pregunté ansioso.
—Una O y una X.
—¿Las vio en el cielo?
—No, las vi en la pastilla —me dijo con seguridad—, estaban tan chiquitas que tuve que agarrar una lupa para reconocerlas.
Esa respuesta hubiera frustrado a un moderador analista con menos experiencia que la mía. Sin embargo yo había aprendido en seis años de ejercicio profesional que detrás del comentario más inocente puede esconderse la pieza maestra que hace falta para entender la realidad.
Un MA tiene que ponderar el valor de los comentarios, pero sobre todo debe apoyarse en su observación. Un entrevistado puede externar una opinión y sentirse seguro de ella, pero el tono de su voz, sus ademanes, sus gestos, su mirada, también pueden decir lo contrario. Esta contradicción es el nudo gordiano que el investigador debe desatar.
Los participantes de esta segunda sesión comentaban sueños banales, los que cualquiera hubiera tenido en una noche ordinaria. No obstante, yo sabía que en ese titubeo en el tono de voz y en las miradas que intercambiaban realmente existía una duda que no alcanzaba a formularse en palabras. ¿Les daba vergüenza referir las imágenes placenteras o no habían sido capaces de percibir la diferencia en el sueño de Onirox?
El único que hablaba con aplomo era el guardia. Pero no decía la verdad. Simplemente mentía sin asomo de nerviosismo. ¿Qué lo movía a interrumpir las respuestas de los participantes? ¿Quería que yo no me enterara de algo? ¿Estaba de acuerdo con Abigail y con Karen? ¿Me estaban ocultando información? No iba a ser tan fácil hacerme a un lado. Seguramente habían subestimado mi capacidad al invitarme, y ahora que me estaba percatando de los auténticos intereses del estudio habían decidido mantenerme al margen. Las respuestas de los invitados y la actitud de mis compañeros me generaban toda clase de suspicacias.
Antes de que pudiera terminar la guía de tópicos, llegó la tarjeta de Karen. “Terminó el tiempo”. Sin importar que me escucharan mis compañeros de estudio, pedí en voz alta que me devolvieran las pastillas que no hubieran tomado. Recogí cuatro que metí en la bolsa de la camisa. Karen entró apurada a la sala para despedirse a nombre de Seven Circle y le entregó sus vales a los participantes. Abigael me detuvo en la puerta.
—Oye, Cadena, te equivocaste con la guía de tópicos.
—Al contrario, abundé en el tema del contenido, como ustedes querían —contesté sonriente.
—Pero influiste en las respuestas. ¿Esa música y esas letras qué tenían que ver con el estudio?
—Las mencionaron en el primer grupo.
—¿Y para qué les pediste las pastillas si se las iban a recoger a la salida? —estiró la mano con gesto de casero indignado—, a ver, dámelas.
—¿Y tú para qué las quieres?
—¿Yo?... yo... ¡Yo lo único que quiero es evitarte el ridículo con el cliente!
—Ridículo el que estás haciendo con tus gritos a medio pasillo.
Un botones y una señora se volvieron a mirar nuestra discusión. Abiagael se contuvo.
—Haz lo que quieras, Cadena, pero te advierto que todo lo va a saber Joy —y bajando la voz mientras apuntaba el índice hacia el ojo derecho—; te voy a traer bien checadito, wuey.
Me calé las gafas oscuras y di media vuelta. Abigael se quedó bufando. No me inspiraba temor porque a fin de cuentas era un sujeto sumamente previsible. Como las bestias, atacaba cuando se sentía acorralado.
—Fíjate bien —resonó en alguna parte.
Ante mí apareció una luz intermitente que tenía destellos entre amarillos, rojos y blancos. Todo me parecía tan absurdo. Ni siquiera hice el intento de moverme. De pronto el escenario simplemente había cambiado. Estábamos en un cuarto de paredes negras donde un joven pelirrojo miraba, recostado en un sillón reclinable, una enorme pantalla de plasma. Lo más curioso es que de la cabeza de aquel muchacho salían varios cables delgados y flexibles que estaban conectados a pequeños discos de plata adheridos a su cabellera, dándole un aspecto de medusa. En el blanco de sus ojos flotaba inmóvil el círculo verde de su iris. Desde el fondo de su pupila se reflejaba nítidamente la ráfaga de imágenes de los comerciales. De las comisuras externas de los ojos y debajo de la barbilla, adheridos a la piel, también salían otros cables que se extendían hasta juntarse en un haz que iba a dar al CPU de una computadora. En el monitor se apreciaban unas líneas verdes que subían y bajaban muy lentamente. Lo más increíble era que en la pantalla, de pronto apareció exactamente la misma escena que yo había vivido antes: un muchacho vestido de verde en la noche luminosa de la ciudad. Me volví a mirar al tipo de la voz, era el mismo de la cicatriz, que ahora estaba de pie, con barba y túnica blanca, junto a mí. Con un gesto me indicó lo que había en una ventana situada a espaldas del joven televidente. En otro cuarto se encontraban Denis Keitel y Lucién Garzón, tal y como los había visto cuando me los presentaron.
—Todavía necesita afinarse, pero de acuerdo con los resultados la transmisión es buena —dijo Lucién mientras apuntaba unos números en un papel pegado a una tabla.
—Tampoco tiene que ser tan clara —corrigió Keitel.
—Al despertar, al mismo soñante le va a parecer como una escena onírica, un poco nebulosa, un poco ambigua— dijo Lucién acomodándose los lentes de arillos redondos.
—Pero tiene que recordar la marca —enfatizó Keitel—, de eso depende el negocio con los anunciantes.
—No hay problema, cuando vaya al supermercado va a reconocer las bondades de la marca como si se tratara de un déjà vu —afirmó Garzón muy seguro de sí mismo.
—Es una maravilla. Imagínese en elecciones. Los partidos van a peleárselo —dijo Keitel frotándose las manos.
De modo que era cierto: esa pareja de cabrones había encontrado la manera de proyectar comerciales en el sueño, pensé realmente indignado.
—De ahí a empezar a transmitir órdenes no hay más que un paso —me dijo el de la cicatriz.
Me hubiera gustado golpear a ese par de cínicos. Sin embargo por mi capacidad de movimiento y lo inadvertido de mi presencia sabía que no podían verme pero yo tampoco podía tocarlos.
—¿Quieres más pruebas? —escuché de mi acompañante. Negué con la cabeza y dije o pensé con una convicción que hasta entonces desconocía: ¡Hay que detenerlos!
—¿No equivocaste el rumbo? —dijo provocándome una vaga molestia. ¿Por qué demonios se entrometía en mis decisiones?
Quería mirarlo de frente pero a la velocidad que iba no podía despegar la vista de la carretera sin correr peligro. Fue un parpadeo apenas. Era un tipo de complexión robusta, con cabellera hasta los hombros y barba de pescador mediterráneo. Tenía frente amplia y ojos de expresión muy viva que traspasaban con su fuerza. Una cicatriz se asomaba por su mejilla izquierda. Esa marca le daba una apariencia de realidad al hombre que de otra manera me hubiera parecido como un espíritu incorpóreo.
—Aquí ya no te sirve el vehículo —dijo al momento en que la autopista empezó a angostarse mientras penetrábamos en una montaña verde. Íbamos dando tumbos por un sendero pedregoso y lleno de charcos. El Jaguar se cubría de salpicaduras de lodo. De pronto se atascó en un hoyanco. Me detuve resignado como si ya supiera lo que iba a ocurrir. ¿Por qué tuve que volverme a mirar al tipo? Salí del auto.
—Te hubiera sido más útil una mula —me dijo sonriente.
En vez de enojarme, el comentario me movió a risa. No sé por qué pero entendí inmediatamente que era una clara alusión a Joy. Me olvidé del auto para tirarme sobre la grama sedosa que crecía al lado del camino. Ya era de noche. Las estrellas brillaban intensamente. Ahí estaba la constelación de Orión y un círculo de estrellas que formaban letras titilantes. ¿Una palabra? ¿Un mensaje? Se me hizo una imagen natural, como si bastara con mirar al cielo para encontrarla todas las noches.
Z
E M
P A
D
Cuando fije la vista comenzaron a dar vueltas y a cambiar el orden. Viéndolas con más detenimiento, la Z en realidad era una X que formaba otra palabra:
—Aquí ya no te sirve el vehículo —dijo al momento en que la autopista empezó a angostarse mientras penetrábamos en una montaña verde. Íbamos dando tumbos por un sendero pedregoso y lleno de charcos. El Jaguar se cubría de salpicaduras de lodo. De pronto se atascó en un hoyanco. Me detuve resignado como si ya supiera lo que iba a ocurrir. ¿Por qué tuve que volverme a mirar al tipo? Salí del auto.
—Te hubiera sido más útil una mula —me dijo sonriente.
En vez de enojarme, el comentario me movió a risa. No sé por qué pero entendí inmediatamente que era una clara alusión a Joy. Me olvidé del auto para tirarme sobre la grama sedosa que crecía al lado del camino. Ya era de noche. Las estrellas brillaban intensamente. Ahí estaba la constelación de Orión y un círculo de estrellas que formaban letras titilantes. ¿Una palabra? ¿Un mensaje? Se me hizo una imagen natural, como si bastara con mirar al cielo para encontrarla todas las noches.
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Cuando fije la vista comenzaron a dar vueltas y a cambiar el orden. Viéndolas con más detenimiento, la Z en realidad era una X que formaba otra palabra:
D
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Yo estaba fascinado mirándolas girar. Aquel tipo se agachó para tomar una piedra. Agarró vuelo y la lanzó al espacio. Se escuchó como el tronar de una cáscara de nuez. El cielo se resquebrajó en una lluvia de cristales azules que cayeron tintineando. Entró la luz como si se hubiera roto una enorme cúpula que le impedía pasar.
Tenía los ojos abiertos. La luz blanqueaba las cortinas del cuarto. Había dormido toda la noche de un tirón por efecto de la pastilla. Me quedé sentado en la cama tratando de ordenar mis pensamientos. Recordé el comentario de la enfermera de la primera sesión. ¿Sería posible que hubiera soñado lo mismo? No había ningún pez loco. Era una rueda de letras que claramente acabó formando el acrónimo de Medical Pax: Medpax, el laboratorio que había encargado el estudio. Tal vez ella lo conocía por su trabajo en hospitales. ¿Pero por qué lo había visto precisamente en el sueño de Onirox? ¿Y por qué a mí se me había repetido esa visión? ¿La pastilla podía transmitir sueños iguales?
Por otra parte, a pesar del automóvil y del cielo estrellado, las imágenes no habían sido tan placenteras como me habían dicho. Ninguno había referido al tipo de la cicatriz que a mí me estropeó los mejores momentos. ¿Sería que cada consumidor incluye personajes de su propio inconsciente? ¿Pero este tipo quién era? Ni en mis sueños de cannabis más coloridos lo había visto.
Miré la habitación revuelta. Eran las 7:13 en el reloj. Tenía tiempo para bañarme, desayunar y preparar la siguiente sesión. Me levanté y pisé la libreta. ¿Fue su lectura la que perturbó mis sueños? Francamente contaba experiencias grotescas. Había oído hablar de este tipo de testimonios en sesiones de grupo de adictos a las que asistí para documentarme en una campaña contra el alcoholismo.
En estas organizaciones acostumbran hacer un balance escrito de su vida como parte de un programa de recuperación que incluye doce etapas. La redacción de esta especie de “biografía” corresponde al “cuarto paso” del programa, que es el nombre con el que se conoce al relato.
En el caso de los adictos, el balance de su existencia les puede ayudar a comprender su problema y a establecer una especie de compromiso escrito que se convierte en piedra de toque de su recuperación. Y para el lector es una advertencia sobre el riesgo que representa la ingestión de sustancias que alteran la conducta si se tiene un carácter débil.
Sin embargo, los dos capítulos de la libreta que había leído distaban mucho de ser un compromiso. Más allá del estilo alambicado de su autor, eran una enumeración de anécdotas que podían entrar claramente en la categoría de la picaresca. En su Cuarto Paso, Nicho (así se nombraba el autor) no se expresaba mayormente arrepentido ni manifestaba un sincero sentimiento de culpa; más bien ilustraba lo gozoso de la experiencia alcohólica, por lo cual era un acabado contraejemplo de lo que pretendía demostrar.
Por la observación de esos signos apretados como hormigas, deduje el carácter obsesivo de su autor. Por los saltos de un tema a otro y el desorden en la exposición, también pude inferir la dispersión de su pensamiento, seguramente nublado por los estragos de la adicción. No pude evitar imaginarme al tal Nicho como un individuo que además de escasas dotes literarias, como buen alcohólico, era un acabado mitómano que exhibía cínicamente y, hasta con un dejo de orgullo, la parte más sórdida de sus andanzas báquicas.
Había conocido individuos como ése en mis prácticas de campo. Inclusive podía relacionarlos con cierto grupo social que un reconocido antropólogo describió en su Anatomía de la pobreza. En el caso DB se trataba de un individuo de clase media urbana ilustrada, que pese a que en un registro de reclutamiento podría clasificarse fácilmente en nivel C+, en sus habitus demostraba vestigios de una idiosincrasia lumpenproletaria. Es decir, que a pesar de su barniz cultural, por sus orígenes familiares seguía siendo tan embustero, tan pendenciero y proclive a la transgresión social como los inconfundibles miembros de la clase baja a los que la vox populi denomina como “nacos”.
Lo único que me dejó realmente intrigado fue cómo esa libreta vino a dar a la caja fuerte de mi habitación. Aunque el autor pudo haber sido un huésped, creí más verosímil la idea de que una de las camareras la hubiese guardado ahí. No obstante, pensándolo con más detenimiento, por la clase de confidencias que incluía, el texto no era un material como para dejarse tirado en cualquier parte.
Antes de desayunar pregunté en la administración. Me informaron que el huésped anterior había sido un turista americano, pero también preguntaron el motivo de mi curiosidad. Les dije que había encontrado una prenda en la caja fuerte y, para disipar sus dudas, les entregué el calcetín que hacía el par del que guardaba mi secreto. Me ofrecieron disculpas por no haberlo advertido en la limpieza del cuarto. «El mundo está lleno de coincidencias extrañas», pensé para tranquilizarme, aunque en el fondo me iba invadiendo un gran desasosiego. Mi certidumbre se fracturaba igual que el drenaje de una casa a la que silenciosamente la invaden las aguas negras.

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Yo estaba fascinado mirándolas girar. Aquel tipo se agachó para tomar una piedra. Agarró vuelo y la lanzó al espacio. Se escuchó como el tronar de una cáscara de nuez. El cielo se resquebrajó en una lluvia de cristales azules que cayeron tintineando. Entró la luz como si se hubiera roto una enorme cúpula que le impedía pasar.
Tenía los ojos abiertos. La luz blanqueaba las cortinas del cuarto. Había dormido toda la noche de un tirón por efecto de la pastilla. Me quedé sentado en la cama tratando de ordenar mis pensamientos. Recordé el comentario de la enfermera de la primera sesión. ¿Sería posible que hubiera soñado lo mismo? No había ningún pez loco. Era una rueda de letras que claramente acabó formando el acrónimo de Medical Pax: Medpax, el laboratorio que había encargado el estudio. Tal vez ella lo conocía por su trabajo en hospitales. ¿Pero por qué lo había visto precisamente en el sueño de Onirox? ¿Y por qué a mí se me había repetido esa visión? ¿La pastilla podía transmitir sueños iguales?
Por otra parte, a pesar del automóvil y del cielo estrellado, las imágenes no habían sido tan placenteras como me habían dicho. Ninguno había referido al tipo de la cicatriz que a mí me estropeó los mejores momentos. ¿Sería que cada consumidor incluye personajes de su propio inconsciente? ¿Pero este tipo quién era? Ni en mis sueños de cannabis más coloridos lo había visto.
Miré la habitación revuelta. Eran las 7:13 en el reloj. Tenía tiempo para bañarme, desayunar y preparar la siguiente sesión. Me levanté y pisé la libreta. ¿Fue su lectura la que perturbó mis sueños? Francamente contaba experiencias grotescas. Había oído hablar de este tipo de testimonios en sesiones de grupo de adictos a las que asistí para documentarme en una campaña contra el alcoholismo.
En estas organizaciones acostumbran hacer un balance escrito de su vida como parte de un programa de recuperación que incluye doce etapas. La redacción de esta especie de “biografía” corresponde al “cuarto paso” del programa, que es el nombre con el que se conoce al relato.
En el caso de los adictos, el balance de su existencia les puede ayudar a comprender su problema y a establecer una especie de compromiso escrito que se convierte en piedra de toque de su recuperación. Y para el lector es una advertencia sobre el riesgo que representa la ingestión de sustancias que alteran la conducta si se tiene un carácter débil.
Sin embargo, los dos capítulos de la libreta que había leído distaban mucho de ser un compromiso. Más allá del estilo alambicado de su autor, eran una enumeración de anécdotas que podían entrar claramente en la categoría de la picaresca. En su Cuarto Paso, Nicho (así se nombraba el autor) no se expresaba mayormente arrepentido ni manifestaba un sincero sentimiento de culpa; más bien ilustraba lo gozoso de la experiencia alcohólica, por lo cual era un acabado contraejemplo de lo que pretendía demostrar.
Por la observación de esos signos apretados como hormigas, deduje el carácter obsesivo de su autor. Por los saltos de un tema a otro y el desorden en la exposición, también pude inferir la dispersión de su pensamiento, seguramente nublado por los estragos de la adicción. No pude evitar imaginarme al tal Nicho como un individuo que además de escasas dotes literarias, como buen alcohólico, era un acabado mitómano que exhibía cínicamente y, hasta con un dejo de orgullo, la parte más sórdida de sus andanzas báquicas.
Había conocido individuos como ése en mis prácticas de campo. Inclusive podía relacionarlos con cierto grupo social que un reconocido antropólogo describió en su Anatomía de la pobreza. En el caso DB se trataba de un individuo de clase media urbana ilustrada, que pese a que en un registro de reclutamiento podría clasificarse fácilmente en nivel C+, en sus habitus demostraba vestigios de una idiosincrasia lumpenproletaria. Es decir, que a pesar de su barniz cultural, por sus orígenes familiares seguía siendo tan embustero, tan pendenciero y proclive a la transgresión social como los inconfundibles miembros de la clase baja a los que la vox populi denomina como “nacos”.
Lo único que me dejó realmente intrigado fue cómo esa libreta vino a dar a la caja fuerte de mi habitación. Aunque el autor pudo haber sido un huésped, creí más verosímil la idea de que una de las camareras la hubiese guardado ahí. No obstante, pensándolo con más detenimiento, por la clase de confidencias que incluía, el texto no era un material como para dejarse tirado en cualquier parte.
Antes de desayunar pregunté en la administración. Me informaron que el huésped anterior había sido un turista americano, pero también preguntaron el motivo de mi curiosidad. Les dije que había encontrado una prenda en la caja fuerte y, para disipar sus dudas, les entregué el calcetín que hacía el par del que guardaba mi secreto. Me ofrecieron disculpas por no haberlo advertido en la limpieza del cuarto. «El mundo está lleno de coincidencias extrañas», pensé para tranquilizarme, aunque en el fondo me iba invadiendo un gran desasosiego. Mi certidumbre se fracturaba igual que el drenaje de una casa a la que silenciosamente la invaden las aguas negras.

La segunda sesión me dejó más intrigado. A juzgar por la vestimenta y el modo de hablar, los participantes pertenecían a niveles socioeconómicos más bajos que los del grupo anterior. Había tres trabajadoras de maquiladora menores de treinta, una cuarentona dueña de un tendajón, el mesero amanerado de un café de chinos, dos maestras de primaria, un mecánico hojalatero y un guardia de seguridad de acento muy marcado que desde la primera ronda de preguntas me pareció extraño porque nunca contestaba lo que se le había preguntado y trataba de corregir a sus compañeros.
Por lo general cuando se duda sobre la veracidad del entrevistado, llega un mensaje de los observadores de apoyo para avisar que la persona de marras faltó de llenar algunos datos en su hoja de reclutamiento. Es la manera de sacarla discretamente. Pero también ocurre que en ocasiones se introduce un elemento preparado para contradecir a los participantes, con el fin de polarizar la sesión cuando se buscan opiniones más contundentes. ¿Cuál era el caso de este hombre? Ni Karen ni Abigail, los observadores del cuarto contiguo, me hicieron notar nada al respecto.
—Buenos días, me llamo Ángel Cadena y a nombre de la agencia Seven Circle les doy la bienvenida. Por favor, pónganse cómodos y si gustan sírvanse de los bocadillos y refrescos que están en la mesa.
La mayoría de los comentarios fueron muy similares a los de la primera sesión. Opinaron que no producía pesadez ni efectos de aletargamiento a la mañana siguiente de su ingestión. Coincidieron nuevamente en que fijaba los sueños con mayor claridad y nitidez. Pero cuando se comenzó a hablar del contenido la tónica cambió totalmente. Refirieron imágenes difusas en las que predominaron las incoherencias propias de las escenas oníricas. Visiones muy distintas a las que me habían mencionado la primera vez. Les pregunté si habían escuchado música y una de las chicas de la maquiladora mencionó que ella siempre encendía la radio antes de dormir para escuchar el programa de Los Sultanes de Matamoros. Por más que buscaba no hallaba ninguna relación con los comentarios del primer grupo.
—¿Vieron algún paisaje o escenas en que hayan estado en contacto con la naturaleza?
“No, nada, nada”, respondían casi al unísono. Se miraban unos a otros y alzaban los hombros.
—¿Y algo escrito?
—¿En un papel? —preguntó el mesero.
—No, necesariamente, pueden haber sido simplemente unas letras…
—Yo vi unas… —dijo el mesero como si estuviera a punto de soltar una verdad de peso.
—Oiga, yo soñé que me desbarrancaba en un caballo —interrumpió el guardia— y desperté tirao junto a la cama.
Se escucharon risas. Le sonreí al guardia y pregunté:
—¿Cree que eso podría tener algún significado inteligente?
En lo que repensaba su chiste yo traté de retomar el hilo.
—Me decía que vio unas letras… —le solté nuevamente al mesero.
—¿Unas letras? —me miró como si no hubiera entendido y luego se le iluminaron los ojos— ah, sí, sí, claro.
—¿Qué letras eran? —le pregunté ansioso.
—Una O y una X.
—¿Las vio en el cielo?
—No, las vi en la pastilla —me dijo con seguridad—, estaban tan chiquitas que tuve que agarrar una lupa para reconocerlas.
Esa respuesta hubiera frustrado a un moderador analista con menos experiencia que la mía. Sin embargo yo había aprendido en seis años de ejercicio profesional que detrás del comentario más inocente puede esconderse la pieza maestra que hace falta para entender la realidad.
Un MA tiene que ponderar el valor de los comentarios, pero sobre todo debe apoyarse en su observación. Un entrevistado puede externar una opinión y sentirse seguro de ella, pero el tono de su voz, sus ademanes, sus gestos, su mirada, también pueden decir lo contrario. Esta contradicción es el nudo gordiano que el investigador debe desatar.
Los participantes de esta segunda sesión comentaban sueños banales, los que cualquiera hubiera tenido en una noche ordinaria. No obstante, yo sabía que en ese titubeo en el tono de voz y en las miradas que intercambiaban realmente existía una duda que no alcanzaba a formularse en palabras. ¿Les daba vergüenza referir las imágenes placenteras o no habían sido capaces de percibir la diferencia en el sueño de Onirox?
El único que hablaba con aplomo era el guardia. Pero no decía la verdad. Simplemente mentía sin asomo de nerviosismo. ¿Qué lo movía a interrumpir las respuestas de los participantes? ¿Quería que yo no me enterara de algo? ¿Estaba de acuerdo con Abigail y con Karen? ¿Me estaban ocultando información? No iba a ser tan fácil hacerme a un lado. Seguramente habían subestimado mi capacidad al invitarme, y ahora que me estaba percatando de los auténticos intereses del estudio habían decidido mantenerme al margen. Las respuestas de los invitados y la actitud de mis compañeros me generaban toda clase de suspicacias.
Antes de que pudiera terminar la guía de tópicos, llegó la tarjeta de Karen. “Terminó el tiempo”. Sin importar que me escucharan mis compañeros de estudio, pedí en voz alta que me devolvieran las pastillas que no hubieran tomado. Recogí cuatro que metí en la bolsa de la camisa. Karen entró apurada a la sala para despedirse a nombre de Seven Circle y le entregó sus vales a los participantes. Abigael me detuvo en la puerta.
—Oye, Cadena, te equivocaste con la guía de tópicos.
—Al contrario, abundé en el tema del contenido, como ustedes querían —contesté sonriente.
—Pero influiste en las respuestas. ¿Esa música y esas letras qué tenían que ver con el estudio?
—Las mencionaron en el primer grupo.
—¿Y para qué les pediste las pastillas si se las iban a recoger a la salida? —estiró la mano con gesto de casero indignado—, a ver, dámelas.
—¿Y tú para qué las quieres?
—¿Yo?... yo... ¡Yo lo único que quiero es evitarte el ridículo con el cliente!
—Ridículo el que estás haciendo con tus gritos a medio pasillo.
Un botones y una señora se volvieron a mirar nuestra discusión. Abiagael se contuvo.
—Haz lo que quieras, Cadena, pero te advierto que todo lo va a saber Joy —y bajando la voz mientras apuntaba el índice hacia el ojo derecho—; te voy a traer bien checadito, wuey.
Me calé las gafas oscuras y di media vuelta. Abigael se quedó bufando. No me inspiraba temor porque a fin de cuentas era un sujeto sumamente previsible. Como las bestias, atacaba cuando se sentía acorralado.
Pasaban de las 20:00 horas. Yo había estado haciendo un experimento. Había macerando las pastillas en un papel hasta convertirlas en polvo fino. Las había probado con la yema del dedo. Tenían un sabor medio dulzón, nada especial. ¿De qué estarían hechas? Vacié el polvo en un vaso con agua que se fue tiñendo de un café claro. En ese momento tocaron a la puerta de mi habitación. Dejé el vaso sobre la mesita del living y fui a abrir. Karen Arteaga, con blusa de seda blanca, falda y zapatillas rojas, confirmaba con su sonrisa por qué siempre la escogían para entrevistar altos ejecutivos. Resultaba poco menos que imposible negarle nada. Venía a invitarme a cenar.
—Podemos ir al barrio chino y después visitar la disco Paradaise—me dijo con entusiasmo de adolescente mientras se metía a mi cuarto con total naturalidad.
Recordé instantáneamente el caso de un joven MA que en un estudio de servicios para una cadena de hoteles en Cancún desapareció con el ejército de ocupación de los springbreakers, acompañado de la tarjeta oro con crédito abierto, de la agencia.
Por mucho tiempo se rumoró que Arteaga, la MA que participaba en el mismo estudio, había sido su cómplice. La propia Joy se encargó de exonerarla en una junta en que comentó que Karen había dado valiosos informes que condujeron a la captura de ese mal elemento.
A la jefa le gustaba referir esta historia con el fin de aleccionar a los nuevos. En esa ocasión el prófugo había enfrentado la demanda inmediata de la agencia, que sirvió para deslindar responsabilidades y demostrar que cualquier MA que cometiera un error tenía que defenderse solo, sobre todo si no era íntimo de las cabezas de la empresa.
Más que la sospecha de la participación de Karen en aquel asunto, la certeza de su amistad con Joy me hizo dudar de su entusiasmo.
—Discúlpame pero no me gusta salir a oscuras y menos en ciudades que no conozco —le dije exagerando el llamado a la prudencia—, acuérdate que mañana tenemos sesión con Abigael.
—Entonces podemos pedir servicio al cuarto y comer aquí —contestó Karen desde el sillón del living, cruzando sus largas y suaves piernas, puertas del único paraíso que realmente me habría gustado visitar. Tuve que esforzarme para responder.
—Tampoco me gusta la comida del hotel.
—¿Y qué te parece si, como el caballero que eres, me invitas una copa de lo mismo que estás tomando? —dijo sin darse por vencida, mientras señalaba el vaso donde estaban disueltas las pastillas.
Abrí el servibar. Puse hielos en otro vaso y vertí un tanto de una muestra de Jack Daniels cuidando que quedara del mismo tono que mi bebida, a la que añadí lo que quedaba en la botellita.
—¡Por el sueño de Onirox! —dije alzando la bebida para dar un breve sorbo.
Karen se llevó el suyo a los labios, apenas para humedecerlos. Me lanzó una mirada de desconfianza y dijo que se la había preparado muy “suavecita”. Yo tomé otra muestra del servibar y cuando estaba a punto de abrirla ella dijo “no es necesario”, porque ya había agarrado mi vaso de la mesita de centro y le estaba dando un buen sorbo.
—¿Qué tal si yo me tomo la tuya que está más cargada y tú te quedas con la mía? —me dijo señalándome su vaso.
—Pues si desconfías de la que te hice... —le contesté tomando lo que me ofrecía.
—No es desconfianza, son ganas de conocer tus secretos más oscuros —me dijo acercándoseme casi hasta el punto de que sus pechos me rozaran. Retrocedí unos centímetros interponiendo mi vaso entre ambos. Su comentario me había puesto en alerta. No cabía duda de que era una espía de la jefa. ¿Estaría buscando evidencias de mi arma contra el stress o había venido por las pastillas que sobraron?
—Yo siempre imaginé que eras más audaz, Ángel —dijo retadora y brindó conmigo un trago largo y reconfortante.
—Es que no me gustan los clichés, Karen. ¿O tú también eres de las que piensan que un hombre siempre debe responder sin importar la circunstancia? —le dije para ganar tiempo porque francamente me parecía demasiado fingida su actitud.
—Cada quien tiene derecho a su orientación sexual —afirmó repentinamente seria, como si el trago le hubiera caído mal.
—No todo en la vida es sexo —le respondí con ironía.
—¿Me estás sugiriendo otras emociones más fuertes? —preguntó antes de bostezar. Las pastillas le estaban haciendo efecto.
—Tal vez si no fueras tan amiga de Joy ni estuvieras tan cansada, te invitaría algo más fuerte, pero creo que en este momento lo único que realmente te apetece es dormir. ¿No es cierto? —ella asintió con mirada vidriosa—. ¿Crees que puedas llegar hasta la cama?
—Las sesiones estuvieron pesadas —me dijo con los ojos semicerrados ya instalada en el sillón.
Le subí las piernas y le quité las zapatillas. La contemplé un momento. Se veía tan inofensiva como una Barbie desnuda. Su propia desconfianza la había sacado de la jugada. Ni siquiera se había terminado el contenido del vaso. Sobraba más de la mitad. Para continuar mi experimento me lo tomé de un trago. Luego me senté junto a ella dejando reposar los pies de Karen entre mis muslos.
—Podemos ir al barrio chino y después visitar la disco Paradaise—me dijo con entusiasmo de adolescente mientras se metía a mi cuarto con total naturalidad.
Recordé instantáneamente el caso de un joven MA que en un estudio de servicios para una cadena de hoteles en Cancún desapareció con el ejército de ocupación de los springbreakers, acompañado de la tarjeta oro con crédito abierto, de la agencia.
Por mucho tiempo se rumoró que Arteaga, la MA que participaba en el mismo estudio, había sido su cómplice. La propia Joy se encargó de exonerarla en una junta en que comentó que Karen había dado valiosos informes que condujeron a la captura de ese mal elemento.
A la jefa le gustaba referir esta historia con el fin de aleccionar a los nuevos. En esa ocasión el prófugo había enfrentado la demanda inmediata de la agencia, que sirvió para deslindar responsabilidades y demostrar que cualquier MA que cometiera un error tenía que defenderse solo, sobre todo si no era íntimo de las cabezas de la empresa.
Más que la sospecha de la participación de Karen en aquel asunto, la certeza de su amistad con Joy me hizo dudar de su entusiasmo.
—Discúlpame pero no me gusta salir a oscuras y menos en ciudades que no conozco —le dije exagerando el llamado a la prudencia—, acuérdate que mañana tenemos sesión con Abigael.
—Entonces podemos pedir servicio al cuarto y comer aquí —contestó Karen desde el sillón del living, cruzando sus largas y suaves piernas, puertas del único paraíso que realmente me habría gustado visitar. Tuve que esforzarme para responder.
—Tampoco me gusta la comida del hotel.
—¿Y qué te parece si, como el caballero que eres, me invitas una copa de lo mismo que estás tomando? —dijo sin darse por vencida, mientras señalaba el vaso donde estaban disueltas las pastillas.
Abrí el servibar. Puse hielos en otro vaso y vertí un tanto de una muestra de Jack Daniels cuidando que quedara del mismo tono que mi bebida, a la que añadí lo que quedaba en la botellita.
—¡Por el sueño de Onirox! —dije alzando la bebida para dar un breve sorbo.
Karen se llevó el suyo a los labios, apenas para humedecerlos. Me lanzó una mirada de desconfianza y dijo que se la había preparado muy “suavecita”. Yo tomé otra muestra del servibar y cuando estaba a punto de abrirla ella dijo “no es necesario”, porque ya había agarrado mi vaso de la mesita de centro y le estaba dando un buen sorbo.
—¿Qué tal si yo me tomo la tuya que está más cargada y tú te quedas con la mía? —me dijo señalándome su vaso.
—Pues si desconfías de la que te hice... —le contesté tomando lo que me ofrecía.
—No es desconfianza, son ganas de conocer tus secretos más oscuros —me dijo acercándoseme casi hasta el punto de que sus pechos me rozaran. Retrocedí unos centímetros interponiendo mi vaso entre ambos. Su comentario me había puesto en alerta. No cabía duda de que era una espía de la jefa. ¿Estaría buscando evidencias de mi arma contra el stress o había venido por las pastillas que sobraron?
—Yo siempre imaginé que eras más audaz, Ángel —dijo retadora y brindó conmigo un trago largo y reconfortante.
—Es que no me gustan los clichés, Karen. ¿O tú también eres de las que piensan que un hombre siempre debe responder sin importar la circunstancia? —le dije para ganar tiempo porque francamente me parecía demasiado fingida su actitud.
—Cada quien tiene derecho a su orientación sexual —afirmó repentinamente seria, como si el trago le hubiera caído mal.
—No todo en la vida es sexo —le respondí con ironía.
—¿Me estás sugiriendo otras emociones más fuertes? —preguntó antes de bostezar. Las pastillas le estaban haciendo efecto.
—Tal vez si no fueras tan amiga de Joy ni estuvieras tan cansada, te invitaría algo más fuerte, pero creo que en este momento lo único que realmente te apetece es dormir. ¿No es cierto? —ella asintió con mirada vidriosa—. ¿Crees que puedas llegar hasta la cama?
—Las sesiones estuvieron pesadas —me dijo con los ojos semicerrados ya instalada en el sillón.
Le subí las piernas y le quité las zapatillas. La contemplé un momento. Se veía tan inofensiva como una Barbie desnuda. Su propia desconfianza la había sacado de la jugada. Ni siquiera se había terminado el contenido del vaso. Sobraba más de la mitad. Para continuar mi experimento me lo tomé de un trago. Luego me senté junto a ella dejando reposar los pies de Karen entre mis muslos.
Cerré los ojos y... de inmediato sentí que me elevaba, como si una fuerza magnética me arrancara de la Tierra. En un instante me sentí flotando en la noche de Mexicali. La ciudad era una mancha informe de luces que se extendía por el valle. Y más allá, el resplandor de la luna bañaba los contornos del desierto. De repente cobré conciencia de la situación y me toqué el cuerpo. Sentí mis costillas y mi pecho, el latido acompasado de mi corazón. No era un fantasma. Me miré, y lo más curioso es que me encontré cubierto por una camisa y un pantalón verde ajustados. Un poco como, no podía creerlo, el Peter Pan que había visto en la película de mi infancia. Miré en derredor en busca de los otros personajes de aquella caricatura. Si era un sueño francamente me parecía ridículo. Me estiré y con este solo movimiento avancé en el aire, de un tirón, cientos de metros. Me di cuenta que tan sólo con levantar un brazo o iniciar el impulso de moverme, podía transportarme en el espacio. En ese momento escuché la voz. No pude verlo pero sabía que era el mismo tipo de la vez pasada.
—Fíjate bien —resonó en alguna parte.
Ante mí apareció una luz intermitente que tenía destellos entre amarillos, rojos y blancos. Todo me parecía tan absurdo. Ni siquiera hice el intento de moverme. De pronto el escenario simplemente había cambiado. Estábamos en un cuarto de paredes negras donde un joven pelirrojo miraba, recostado en un sillón reclinable, una enorme pantalla de plasma. Lo más curioso es que de la cabeza de aquel muchacho salían varios cables delgados y flexibles que estaban conectados a pequeños discos de plata adheridos a su cabellera, dándole un aspecto de medusa. En el blanco de sus ojos flotaba inmóvil el círculo verde de su iris. Desde el fondo de su pupila se reflejaba nítidamente la ráfaga de imágenes de los comerciales. De las comisuras externas de los ojos y debajo de la barbilla, adheridos a la piel, también salían otros cables que se extendían hasta juntarse en un haz que iba a dar al CPU de una computadora. En el monitor se apreciaban unas líneas verdes que subían y bajaban muy lentamente. Lo más increíble era que en la pantalla, de pronto apareció exactamente la misma escena que yo había vivido antes: un muchacho vestido de verde en la noche luminosa de la ciudad. Me volví a mirar al tipo de la voz, era el mismo de la cicatriz, que ahora estaba de pie, con barba y túnica blanca, junto a mí. Con un gesto me indicó lo que había en una ventana situada a espaldas del joven televidente. En otro cuarto se encontraban Denis Keitel y Lucién Garzón, tal y como los había visto cuando me los presentaron.
—Todavía necesita afinarse, pero de acuerdo con los resultados la transmisión es buena —dijo Lucién mientras apuntaba unos números en un papel pegado a una tabla.
—Tampoco tiene que ser tan clara —corrigió Keitel.
—Al despertar, al mismo soñante le va a parecer como una escena onírica, un poco nebulosa, un poco ambigua— dijo Lucién acomodándose los lentes de arillos redondos.
—Pero tiene que recordar la marca —enfatizó Keitel—, de eso depende el negocio con los anunciantes.
—No hay problema, cuando vaya al supermercado va a reconocer las bondades de la marca como si se tratara de un déjà vu —afirmó Garzón muy seguro de sí mismo.
—Es una maravilla. Imagínese en elecciones. Los partidos van a peleárselo —dijo Keitel frotándose las manos.
De modo que era cierto: esa pareja de cabrones había encontrado la manera de proyectar comerciales en el sueño, pensé realmente indignado.
—De ahí a empezar a transmitir órdenes no hay más que un paso —me dijo el de la cicatriz.
Me hubiera gustado golpear a ese par de cínicos. Sin embargo por mi capacidad de movimiento y lo inadvertido de mi presencia sabía que no podían verme pero yo tampoco podía tocarlos.
—¿Quieres más pruebas? —escuché de mi acompañante. Negué con la cabeza y dije o pensé con una convicción que hasta entonces desconocía: ¡Hay que detenerlos!
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