lunes, 15 de septiembre de 2025

De Madrugada en Ninguna Parte. Capítulo 6


6. La Patada y el Descontrol

Decía mi padrino Marvin que yo era un borracho de esos de corbata, no porque me distinguiera por mi elegancia sino porque siempre me quedaba con un nudo en el pescuezo que me hacía traer colgando un montón de resentimientos que no podía desahogar ni en tribuna. Cuando subía me era fácil regalar las experiencias agradables, en cambio las más amargas se me espesaban en la garganta y salían con tanto esfuerzo que acababan convirtiéndose en balbuceos que ni yo mismo comprendía. Por eso los coordinadores me sugerían “acuérdate qué pensabas y cómo te sentías”.

¿Me sentía solo, deprimido o ansioso como dicen que se sienten los compañeros? La verdad es que nunca me detuve a pensar en mis problemas ni acostumbraba autoconmiserarme porque estaba más ocupado en busca de mi mantenencia y mi bebencia. Por eso acepté la oferta de los Stevens, a quienes consideraba parte del muy contado grupo de amigos que me quedaban, para irme a vivir a su departamento de la Condesa. Nunca entendí el motivo de la invitación pero se me ocurrió que Nathaniel me había encontrado algún talento escondido, y Holly necesitaba un modelo con quien ejercitar sus facultades de pintora cincuentona.

Entonces pensaba que debía ser merecedor de la confianza y el afecto que esta noble familia de americanos sin hijos depositaba en mí, su “sobrino adoptivo”. Así que, como no hacía ni en casa de mis padres, me levantaba temprano a barrer, a lavar los platos, a separar los cocos y las varitas del primer gallo del día para Nat, el güero de sudor rancio y aliento de ajo, que entre bocanadas de humo verde me enseñó el valor económico de la palabra escrita. Con él aprendí la diferencia entre la poesía muerta de hambre y la publicidad productiva y provechosa. Nat decía que el fuego de la poesía podía calcinar los huesos mientras que las flamas de la publicidad ayudaban a engordar. Y después de tomarse su café y revisar sus copys, guardaba su provisión de chochos multicolores -de primera, segunda y tercera velocidad- en un portafolio de cuero para salir con solemne paso a cumplir con sus deberes.



Yo me quedaba a esperar que despertara Holly, la pelirroja curtida en los avatares del apetito, que se levantaba tarde y de mal humor a ramonear con desgano las ensaladas del desayuno. Lo único que la ayudaba a soportar el día eran los martinis con aceituna negra que yo le preparaba. Entre copa y copa me iba desgranando su pasado de cometas amarillas y cola roja en una granja de Knoxville, de los viajes del ácido en San Francisco, de los crepúsculos grises de Chicago, y me confesaba sus ganas de retirarse a cultivar hortalizas en un pueblo del Bajío mexicano. Al cuarto o quinto trago comenzaba a sonreírme como si me acabara de conocer, luego soltaba los brazos lánguidos para rozarme las nalgas como por descuido y se abría los botones de la blusa porque, según decía con voz pastosa, sentía que “los bochornos” le venían por oleadas e intentaba sofocarlos masticando hielos o abanicándose con las orillas de la falda para mostrarme los muslos de sus piernas varicosas. En otras ocasiones andaba de vena artística y cambiaba el vermut por el vino blanco espumoso para acompañar los temblorosos trazos del pincel que en el lienzo imitaban la cicatriz sarmentosa y rosada que me bajaba por el tobillo derecho. Decía que de tener una marca semejante, ya se habría tatuado un racimo de uvas moradas en el talón y empezaba a llenarme de esferas rojas y azules, cubiertas de hojas verdes que me subían hasta el muslo. Yo permanecía impávido en posturas de modelo griego pero mi miembro siempre me traicionaba. Esta situación le parecía graciosa a Holly, quien me ofrecía otro trago, para terminar masturbándome lenta y parsimoniosamente, con una sonrisa maternal mientras murmuraba que no tenía nada de qué avergonzarme, que a pesar del accidente todavía era joven y hermoso y tenía cada cosa en su lugar.

Yo nunca presumí de superdotado. Aunque mi instrumento erecto sobresalía de un vaso jaibolero, tampoco era algo extraordinario, no lucía una cabeza de hongo descomunal o tenía un grosor de lata de cerveza como presumen algunos. Mi falo era suave y afilado; de punta redondeada, roja y lustrosa; de tronco firme y nervios gruesos como raíces de árbol viejo, con una ligera curvatura hacia la derecha pero de tendencias democráticas porque, como hace la enfermedad del alcohol, no discriminaba ni sexos ni razas ni clases sociales. Como carecía de circuncisión, en tiempos de paz parecía un enano encapuchado. Oculto bajo la trusa era una especie de monje maligno que al mínimo estímulo se convertía en un demonio exhibicionista, un rasputín belicoso que cumplía tenazmente con su tarea. Si bien no podría llamársele bello, puede asegurarse en su descargo que era lo suficientemente funcional como para conmover caderas y arrancar gemidos. A mí me asombraba cómo esa protuberancia de mi cuerpo podía hacer sentir tan bien a las mujeres y a algunos hombres. Incluso llegué a pensar que en mi pene, ese pedazo de carne desesperada y palpitante, se cifraba toda la simpatía y el encanto de los que carecía mi personalidad.

Mientras Holly me limpiaba con el agua y con el trapo que usaba para sus pinceles, acostumbraba hablar sobre sus experiencias. Decía que el sexo era como un atisbo del paraíso cuando se realizaba por amor, la más placentera de las actividades físicas cuando se hacía por diversión y un mal negocio cuando era por dinero porque invariablemente una de las partes o ambas quedaban insatisfechas por la calidad del acto o por la cantidad del pago. Decía que cuando había dinero de por medio se apestaban todas las relaciones porque se creaba la ilusión de que era posible cuantificar el deseo, lo que en sus palabras “equivalía a confundir una nube con un hipopótamo”. En este tipo de elucubraciones se nos iba la tarde y el juicio. Comíamos cualquier cosa y dormíamos la mona hasta que regresaba Nat a clausurar los trabajos de la jornada con el toque nocturno que nos ayudaba a conciliar un sueño intermitente y lleno de visiones, del que cada vez le costaba más trabajo salir a Holly.

Esta rutina solamente se alteraba cuando había fiesta. En casa de los Stevens se reunían personas de buen nivel social y de distintas edades; lo mismo publicistas estrafalarios, gerontojipis ecologistas y perfomanceros homosexuales, que sesentonas con posgrados compitiendo por ruckeros más interesados en la coca que en la cola. También aparecían algunos ya conocidos como el doctor Reséndiz, la licenciada Rubio y otros ilustres titulados que mientras permanecían en tierra fingían desconocerme pero ya astrales se volvían bastante encajosos en sus aproximaciones. Aunque abundaba el whisky, el tequila y el coñac tampoco faltaban chochos ni mota para solaz y esparcimiento de los concurrentes. Arrancaban con rock y ya más entrados escuchaban al maese Dylan y a Joan Baez, favoritos de los anfitriones, a quienes les gustaba cerrar los eventos en petit comité y desnudos sobre los cojines de la sala.

En un principio me sentía un poco cohibido pero ya con media estocada y a solicitud de Holly podía pasearme en pelotas pero con botines ortopédicos y corbata de moño liando el toque u ofreciendo bebidas espirituosas entre los convidados, que a falta de removedor solían utilizar mi pene para mezclar su cuba libre o su vodka con quina. Francamente me complacía que lo hicieran, quizá por la arraigada vocación de servicio que tengo, aunque después me quedaran los testículos encogidos por el frío de los hielos. Por supuesto que nunca permitía que lo sumergieran en copas derechas porque ardía a madres y después podía irritarle la vagina a alguna invitada o incluso a la propia Holly, quien consideraba de pésima educación cualquier actitud agresiva contra el sagrado templo del cuerpo.

Lo que no consideraba de mal gusto era que sus senectas convidadas me acorralaran en la cocina. Aprovechaban que iba por un vaso o un trapo para aparecerse por mi espalda y babearme el cuello o las orejas con sus lenguas de rumiante. Aunque torpes para agarrar sus vasos, exhibían sus habilidades de matronas tomándome con ligereza del glande o los testículos antes de que pudiera reaccionar y con facultades de taumaturgo me provocaran una erección casi instantánea que me hacía sentir como un ídolo pagano al que tan distinguidas señoras se hincaran a adorar. Para evitar disputas inútiles yo ponía orden y, como si dispensara dádivas, recibía alternadamente los labios de cada parca. Permitía que me usaran a placer, pero sin exagerar, porque su voracidad solía lastimarme. Me devoraban desde el prepucio hasta el pospucio a cambio, solamente, de relajarme y disfrutar. Me lamían y chupaban sin restricciones, casi con desesperación, como si quisieran extraerme el tuétano. Y luego cuando empezaba a ver estrellas, se arremolinaban como una turba de murciélagos para degustar con delectación o embarrarse las patas de gallo de la cara y las arrugas del cuello con mi néctar, al que atribuían propiedades aromáticas y revitalizantes.


Para recuperarme regresaba a la sala a beber. Ahí el doctor Reséndiz, que lo había observado todo, me recriminaba por donar células vivas sin exigir ninguna compensación pecuniaria y Holly me agarraba de paño de lágrimas para quejarse de que Nat, quien ya empezaba a disolver sus chochos en gin & tonic y a contar chistes simplones, se había convertido en lo contrario de aquel orgulloso poeta, que la convenció de venir a México, para verlo rendirse ante el éxito y el dinero que le dieron los slogans y los copys mientras ella languidecía en una jaula de cristal como un pájaro exótico.

Algunas veces Nat, de reojo, nos sorprendía conversando y como si escuchara, nos lanzaba una mirada misteriosa, un destello falaz entre la bruma etílica de sus ojos semicerrados, que nunca supe a ciencia cierta si era de enojo, de envidia o, por qué no, de deseo, pensaba yo, o quizás fue mucho tiempo después cuando lo pensé. La verdad es que de las intenciones ajenas yo nunca he podido estar completamente seguro, si ni siquiera con las mías acierto, qué puedo esperar de los demás.

Al final de la fiesta, el departamento quedaba como un campo después de la batalla. Con sus heridos, agonizantes y muertos tirados por la sala y el comedor, y los cartuchos vacíos regados por la mesa. Luego de acompañar a la puerta a los remanentes del jolgorio, recoger vasos sucios y ayudar a subir a su cuarto a Nat, tenía que convencer a Holly para ir al suyo. Mientras la cargaba en mis brazos, ella empezaba a preguntarme con angustia si todavía la veía hermosa, si creía que aún podía encender el deseo, y yo tenía que hacer un último esfuerzo para consolarla de los desengaños que habían deshojado su corazón. La depositaba suavemente en la cama, le quitaba la escasa ropa que le quedaba y bajaba despacito a besarle los pies y las rodillas, a lamerle los muslos con la mansedumbre de un perro que se lame las heridas y a buscar detrás de sus espumosos belfos el capullo que la transfiguraba en la luminosa adolescente de Kentucky, la que perdió la virginidad en el asiento trasero de un Studbaker azul, la que calcinaba poetas con la antorcha de su pelo y el relámpago de sus ojos grises, la que se derretía al sentirme erguido, la que entre espasmos y suspiros lloraba por el placer que la reconciliaba con el mundo. Así era Holly.

Una noche, saliendo del cuarto de su esposa, me encontré a Nat de frente y recargado en el umbral de su puerta fumando un toque. Me miró, esta vez no tuve duda, como se mira una chinche antes de aplastarla y me ofreció un vaso rebosante de tequila. Luego preguntó a bocajarro:

—¿Te gusta cogerte a mi mujer?

De un trago me empiné una de las copas más amargas que me he bebido en la vida. Yo suponía que había una especie de acuerdo entre los tres, que a pesar del modo tan peculiar, éramos como una familia. Pero la mirada ladina de Nat sostenía lo contrario. De pronto sentí como si me empujaran de golpe a un abismo. El efecto de la patada y el descontrol. Se me encogió el estómago. Iba en caída libre 20, 50, 500 metros. Allá lejos, en una nebulosa, Nat me dedicaba una sonrisa oblicua, como si estuviera feliz por compartirme sus pensamientos coloridos, por haberme convidado el chocho neutral que me arrojó por el túnel en el que iba deslizándome vertiginosamente mientras las paredes se angostaban cada vez más para hacerme perder velocidad y detenerme a flotar en la nada, en el punto muerto, el útero ajustado y tibio en donde se iban encendiendo varios puntos de luz como juegos pirotécnicos para formar las letras de mi nombre... D I O N I S I O entre rumores de himnos y estruendo de tambores D I O N I S I O entre flautas y címbalos... Entonces sentí un fuerte dolor, como un desgarramiento en la entrepierna, que me devolvió instantáneamente a la realidad. Estaba tendido en una cama, con los pantalones en las pantorrillas y los pies en el aire. Nat, estaba mordiéndome el falo. Tomé aire e instintivamente estiré el brazo para alcanzar una botella que había en el buró y se la estrellé en la cabeza al caníbal.

Lo demás lo recuerdo como entre brumas. Los gritos de Holly. Las luces de las patrullas. El reguero de sangre y los golpes. El médico legista afirmando que la mía era “una herida superficial que no tarda más de 15 días en sanar”. El primer cerrojazo de los cientos que escuché en esos meses que se me hicieron como siglos. La imposibilidad de poder conciliar un sueño tranquilo por la incomodidad del cemento vil, el dolor de la herida, el miedo a los compañeros de celda y las amenazas del mismo Zapata, a quien alguna vez consideré mi amigo.

—Ora sí te pasaste de verga. Nat te mantenía, te cogías a su vieja y aun así lo madreaste y lo robaste. Eres un mala madre, Nicho.

Ni siquiera me sentía con ganas de contestar. Pasaron semanas sin que pudiera entender bien a bien qué había pasado. En el fondo me dolía Holly. Su opinión era lo único que me importaba. Sentía que debía aclarar con ella lo sucedido y disculparme de ser necesario. Las acusaciones no las entendía y menos el trato brutal del primer mes: gritos, trompones y cachetadas constantes. Las calurosas bienvenidas. La del funcionario malencarado, que a mí y otros detenidos nos arrebató el último rastro de humanidad por “desobedecer las leyes”. La de los condenados, que al grito jubiloso de “ya parió la leona” nos despojaron de la cadenita, el reloj, la camiseta o los zapatos que les cuadraban. Luego la lista tres veces al día y la fajina de “a patito”, en cuclillas por todo el pasillo de la crujía, con calor, lluvia o granizo.


Los primeros diez días, los del carcelazo, fueron de horror. Me sentía perdido e inerme en una selva infestada de animales salvajes con quienes había que compartir desde los ronquidos hasta los regüeldos. Yo creía que sabía entrarle recio a los madrazos pero en la cárcel siempre hay uno más macizo, más hábil o más loco. Ahí el más peligroso no es el que ataca de frente sino el cobarde, el que puede sorprender por la espalda con la punta, el fierro, el puñal del tamaño de su miedo.

En mi celda mandaba José Luis, el Aynanita, un viejo de 35 años, muchos si se tiene en cuenta que cayó a los 18, por despacharse a su padrastro, y todavía le faltaban cuatro. Cacarizo, chimuelo y de un físico impresionante que desmerecía el tono aflautado de la voz con que me leyó la cartilla. Me dijo que por ser el tierno me tocaba de achichincle y estaba para servirles a los compañeros sin hacer iris; que a cambio iban a defenderme de los más manchados y hasta me podían convidar de los caramelos que se rolaban.

—Si se la lleva por la suave, mi Tierno, pueque salga enterito. Acuérdese que aquí el más pelón se hace trenzas, el más chimuelo masca rieles, el más tullido es alambrista y el más pendejo arma computadoras.

Fui a caer entre la crema y nata de la Buenos Aires, la Obrera y Tepito representada por Felipe, el Uyuyuy, matarife de la Central de Abastos que guardó 30 días en el congelador la cabeza de su Sancho; Raúl Ortiz (a) el Relingos, retintero experto, quien tuvo a bien enfriar a tres cómplices que le pusieron el dedo y se llevó 12 años por cada finado; los Hermanos Coraje, Picochulo y el Trompas, de cuyos apelativos no me acuerdo pero de cuya pericia en la llave china sin duda puedo dar testimonio; el Duby, un ruco mitómano y perdido en el espacio por culpa de su afición a la piedra de coca. Y por último, el ser más extraordinario que conocí en aquellos meses de infierno: Alejandro Peña, alias la Makorina.

A la Makorina literalmente le debo la vida. La primera impresión que tuve de su persona era la de un margaritón medio mulato que hacía el aseo, preparaba la comida, conectaba la droga, leía el tarot y daba servicio, hasta de cachucha, a los necesitados que carecían de visita conyugal. No fue éste mi caso. Precisamente para evitar cualquier contacto y murmuración, en un principio platicaba poco con ella... sí, digo con ella porque después le descubrí tantos atributos que solamente se explicaban por proceder de una feminidad tan alta y tan digna que ya la hubieran querido para un domingo varias de las mujeres que conocí posteriormente.

Como ya mencioné, me agarraron de tierno. Aguanté vara casi un mes haciéndola de monstruo. Que lávame la camisa, que prepárate un boina verde, que cántame una canción, que vete a dormir de a motoneta en el escusado, que escríbeme una carta, que tierno pa acá, que tierno pallá... Makorina me apoyó en los quehaceres a pesar de que ella podía cambiar de crujía y de que por su condición de consentido de los padrinos era muy respetado en la celda.

Una tarde a la hora del rancho, formado varios lugares detrás de Makorina, para que no me relacionaran con él, un chacalón de los más lacras, a quien apodaban el Sonrisas me dio un brochazo por el merezco. Como lo vi chaparro y quería sacarme la espina y el coraje de tantas humillaciones, le floreé el hocico de un codazo. De inmediato se hizo la bola. En cana, a menos que alguien sea tu valedor, nadie salta pero todos disfrutan del espectáculo. “Tú le das, Tierno”, me animaban. Se me dejó venir y lo doblé de un patín en el estómago. “Achicálalo”, me advirtieron pero yo me quedé paralizado, como esperando que se recuperara. Así de picudo me sentía. Se levantó y me mandó un cruzado que esquivé con finura para conectarle el uno-dos, tan mal asentados que ni siquiera lo tiré. Se detuvo de la pared, boqueando estupefacto, limpiándose la sangre y los mocos con el dorso de la mano. Yo muy orondo di media vuelta y caminé dos pasos cuando oí un “aguas” antes de recibir el primer piquete en el antebrazo que alcé para cubrirme. El segundo me abrió la frente y la mejilla. Se me enrojeció la vista y me eché a rodar. Ya no sentí el tercero pero pude escuchar, antes de perder el sentido, que alguien saltaba. Dicen, los que lo vieron, que Makorina también sacó la punta. “Ora vas con uno que tiene con qué”, le gritó al Sonrisas, quien o no quiso averiguar de qué lado mascaba la iguana o prefirió sesgarle al cocinero de uno de los macizos. El caso es que ahí paró la masacre. Esa fue la vez que más cerca la he sentido.

Mi estancia en la enfermería no fue tan mala como pudiera imaginarse. Por lo menos ahí nadie me molestaba y ocurrió una cosa muy curiosa. Otra vez, como en mi infancia, empecé a tener sueños muy vívidos que me hacían olvidar el dolor y me traían alivio momentáneo. En sueños era libre y volaba por encima de los muros. Qué duro era mi despertar entre ayes y gemidos de sidosos en las últimas, y tecatos con malilla. Solamente la compañía de la Makorina, que como ángel custodio velaba por mí, me lo hacía más llevadero. Así le empecé a tomar afecto al moreno, que entre mis delirios veía con las facciones de la Dolorosa. Nunca supe por qué me agarró tanto cariño. Será porque a pesar de estar tan corrido, dentro de mí aún conservaba algo de inocencia. Esas tres semanas Makorina me cuidó con la devoción de una madre, con la paciencia de una abuela y esperó a que sanara casi con la ilusión de una novia. Estuvo conmigo para conseguirme calmantes y también el día en que, por primera vez, me vi las cicatrices de la cara en el espejo. En vez de sentir lástima o mirarme como a un monstruo, me dijo muy convencido:

—Mírate Dionisio: ésta es la mejor cara que puedes tener aquí. Ahora sí inspiras respeto. Ya dejaste de ser un tierno.


Los costurones que me atravesaban de la comisura de la boca al pómulo izquierdo, me daban una apariencia siniestra, como el dibujo de una doble dentadura sobre mi rostro. De ahí me vino el apodo del Tiburón, que conservé con mucho orgullo el resto de mi estancia en esa universidad en donde aprendí lo que no hubieran podido enseñarme 20 años de escuela.

Ahí aprendí, por ejemplo, que quien se encuentra abandonado a su suerte no se encuentra solo, se tiene a sí mismo y esa compañía puede ganarlo o perderlo. Yo me sentía abandonado e injustamente preso. Pude morir o pude haberme dedicado a la droga o al alcohol que también abunda en la cárcel. Sin embargo como una excepción a mi larga carrera dipsomaniaca, quizá por mero instinto de supervivencia, juré no beber durante el tiempo que permaneciera guardado, promesa que como tantas otras tampoco cumplí pero que sirvió para frenarme un poco.

Si bien recuerdo, creo que nunca consideré mi condena como una consecuencia directa de mi alcoholismo. Yo me ponía a pensar que todo era culpa de mi mala estrella pero jamás se lo atribuía a la bebida. Cualquier otro menos obtuso ya hubiera relacionado sus problemas con la ingestión etílica pero a mí todavía me habrían de pasar muchas cosas antes de convencerme.

Todavía era bastante joven y supongo que por eso soporté la desesperanza que es la que realmente mata. Lo más duro eran los días de visita. Nadie venía a verme pero pensaba, por otra parte, que esa situación también tenía sus ventajas. Por lo menos no entraba en la espiral de angustia de los compañeros, hasta de los más curtidos, que un día se desmoronaban al enterarse de que su mujer los había dejado, su madrecita estaba agonizando o ya habían baleado al benjamín de sus vástagos.

También aprendí que el silencio pesa como plomo pero vale como oro. Eso lo supe un mediodía en que me estaba bañando. Me gustaba el agua fría para templar los nervios. Era uno de los escasos placeres que me permitía. Siempre esperaba a que se desocuparan las regaderas para entrar. Así podía permanecer más tiempo bajo el chorro del agua. Dos regaderas atrás de la mía se enjabonaba el Pilatos, uno de los presos más calados. Los contornos de su cuerpo -una escultura de músculos, cicatrices y tatuajes- resplandecían con la luz de una claraboya que pegaba a sus espaldas. Había sido paracaidista y ya debía muchas. Tenía la obsesión de lavarse las manos a cada rato y de bañarse dos o tres veces diarias. Se enjabonaba, despreocupado, la cabeza, cuando aparecieron sigilosos tres presos desnudos pero armados con fierros y toallas mojadas. Uno de ellos, compañero de celda, me hizo la seña de que me callara. Me volví de espaldas, cerré los ojos, me enjaboné la cara con parsimonia. Oí golpes y gemidos ahogados por el sonido del agua. Me entró un frío de la chingada. Temblando cerré la llave, me sequé el cuerpo y brinqué los hilitos de sangre que revueltos con agua iban a perderse en la coladera. Temblando me puse el uniforme y salí a encerrarme en mi celda. El compañero que vi en los baños, ahora tan fresco, me invitó el único carrujo que me fumé en reclusión.

—Acuérdese que aquí no hay chivas, mi Tiburcio.

Con esta consigna aguanté los interrogatorios del Mayor, los pocitos de los custodios y las amenazas del Director con implicarme en el homicidio. Estaban seguros de que yo había sido el último en ver al occiso y debía conocer a los patrocinadores de su viaje. Nunca solté prenda. Me aferré a la regla de oro de la prisión: no veo, no oigo, no hablo. Conmigo toparon con pared. La averiguación seguramente hubiera concluido en suicidio, de no ser porque el Duby cargó con la culpa a cambio de algunos pesos que le sirvieron para darse un atascón de droga que lo llevó por vía expedita a reunirse con el Pilatos.

Yo me gané fama de macizo. Apreciaron mi silencio en la celda y lo reconocieron en la crujía. Se me abrieron pequeños espacios y a pesar de todas las cosas en contra pude seguir adelante. La constante sensación de acoso y la certeza de que sólo dependía de mis propias fuerzas me volvieron más vivo que el hambre. En días de visita iba a llamar a los presos por una propina, tocaba las maracas y hacía la tercera voz en el trío de los Hermanos Coraje, y ayudaba a recoger las mesas de los restorancillos. Entre semana trabajaba en un taller de artesanías de hueso y siempre que se podía acompañaba a Makorina a su trabajo en calidad de Pinche oficial.

Makorina cocinaba para un padrino de la crujía B, de los ladrones de cuello blanco. Ahí compartían su confinamiento banqueros que venían de vacaciones, defraudadores de aseguradoras y funcionarios a los que les había tocado pagar el chivo. Había una diferencia abismal entre esta área y la nuestra. Las celdas eran más espaciosas y en ellas nunca se recluía a más de cuatro presos. Había unas con colchones, televisión, cocineta, todo tipo de comida e incluso cavas ocultas en roperos. Podían recibir visita conyugal y lo más increíble, los presos dejaban sus pertenencias a la vista sin que nadie intentara siquiera robárselas. Los custodios hacían más de camareros o meseros que de vigilantes.

Decía la Makorina que un día en estas celdas costaba más caro que el mejor hotel. Yo pensaba que muchas personas de afuera sin duda preferirían vivir tan holgadamente tras las rejas que andar libres. Al fin que los propios custodios los eximían de pasar lista a cambio de una módica suma. En esta área los ladrones de cuello blanco eran amos y señores. Por eso me intrigaba que Makorina regresara todas las noches a nuestra crujía.

—Es que en nuestra celda soy la mamá, Tiburoncito, y aquí no dejo de ser una simple gata.

Con Makorina tenía permiso de pasar de una crujía a otra. Iba a limpiar en dos celdas de poderosos y mandaba por comida o cocinaba en la de don Juvenal. Mientras hervía la sopa u horneaba el guisado, me enumeraba los ingredientes y las mezclas exactas para preparar cocteles tumbaseñoritas. Me enseñó a hacer medias de seda, alexander, margaritas y una variación de la piña colada a la que agregaba dos licores exóticos y tequila, que llamaba por su alias. La “Makorina” producía una embriaguez suave que empezaba por las extremidades adormeciendo la punta de los dedos y subiendo por piernas y brazos que se volvían pesados y torpes, para encender en el pecho una euforia anestesiada que al llegar a la cabeza lograba la absoluta relativización del mundo. Decía su creadora que todo cambiaba de sitio y uno ya no era lo que solía ser. Con una “Makorina” doble, en principio se perdía la noción del sexo, luego la ubicación y finalmente la identidad.


Este brebaje era el más indicado para estimular las relaciones púbicas y públicas de don Juvenal. El patrón, lo incluía en los convivios de jovencitas impúberes a los que invitaba al propio Director del Reclusorio. Tampoco podía faltar esta bebida cuando de un “desquinte” o “descorche” se trataba. Los primeros muy costosos por tratarse de estreno de chicas menores de 15 años, dulces como un buen vino, expresamente traídas por una madama de las Lomas y, los segundos, cuando una viudita o divorciada rubia como la champaña, venía a la visita conyugal. En cambio a su esposa, una señora jamona que había sido Miss Putla, Oaxaca, en el 76, cuando mucho le ofrecía una cuba libre para atenderla rápido porque, decía don Juvenal, “nada más viene a quejarse de los hijos y a pedirme dinero”.

De los padrinos también aprendí a cargar la concha de caguamos que los hacía inmunes a las calumnias o las ofensas más enconadas. Entrenados en la impasible espera ni sudaban ni se acongojaban. Decía el viejo Juvenal que había que ser nerviosos para mandar pero tranquilos para recibir, incluso chingadazos. Llegar a viejo, afirmaba, depende en gran medida de la actitud. Estos señores de impecable vestir —aun cuando se tratara del uniforme reglamentario— y de precisión en la palabra, aprovechaban su tiempo para estudiar francés o filosofía. Había quienes incluso practicaban alguna disciplina deportiva pero nunca futbol o box, propios del populacho, sino el tenis que jugaban en las Olimpiadas Inter-reclusorios o las mancuernillas suecas que les engrosaban las muñecas.

—La vida es como una rueda de rosticería— nos decía don Juvenal mientras devoraba un muslo dorado y crujiente— y nosotros como este pollo.

Gordos y misteriosos como orangutanes de zoológico, los padrinos esperaban tranquilamente otra vuelta de la rueda. Acostumbrados a acercarse a la flama sin quemarse, salían a tomar el sol al patio con sus tableros de ajedrez y mientras hacían el jaque a lo Capablanca, hablaban de sus amigos en el gabinete y de aquellos otros que se habían pasado a la oposición. Quizás en un futuro les tocaría ser contrincantes en la arena política o en los negocios, pero mientras tanto descontaban cada día pasado en prisión de los honorarios de sus abogados.

Yo trataba de ser optimista. Aunque no tenía ni para cuándo salir me gustaba pensar que para cualquiera era evidente mi inocencia: no había producto del robo, la agresión había ocurrido en defensa propia y yo también había salido lesionado con una mordida que no podía haberse cometido en un pleito común. Estaba seguro que la sentencia, varios meses pospuesta, iba a inclinarse a mi favor. De modo que los días pasados los restaba de una supuesta condena mínima por lesiones que “sin duda” iban a imputarme.

Como en la celda contábamos con un calendario, se había convertido en uno de mis rituales empezar el día tachando el anterior mientras decía “un día más”. Entonces el Relingos, que era un pesimista inveterado, me corregía con gesto de empleado de funeraria:

—Un día menos.

—Es cierto— lo secundaba para voltearle la tortilla— un día menos... ¡de condena!

—No —volvía a corregirme desde el punto de vista del que no espera nada—, un día menos de vida.

Y así después de siete meses, en que se alargaba o se achicaba la sensación del tiempo de acuerdo con mi estado de ánimo, pude ver cuánto había variado mi percepción cuando me avisaron que tenía visita. No sé por qué me imaginé que era Holly quIen venía a decirme que por fin había entendido que yo solamente me estaba defendiendo del gandalla de su marido, y salí corriendo a buscarla. Grande fue mi decepción cuando vi al doctor parado en el área de visitantes.

Nos fuimos a sentar en unas bancas de piedra. Ahí, evidentemente impresionado por mi rostro patibulario, Reséndiz se disculpó por no haberme venido a ver en más de medio año. Yo realmente no había entendido cuánto tiempo había pasado hasta que este señor venido de una galaxia muy lejana me lo recordó. Para mí eran apenas unas semanas que se habían convertido en meses pero no en la mitad de un año. Me dijo que el licenciado Zapata le había confirmado mi paradero y que venía a traerme cierta ayuda. Me dio 200 pesos que recibí sin ningún gesto. Añadió que también era portador de una mala noticia. ¿Qué podría decirme ese extraño?

Me explicó que mi madre me había estado buscando insistentemente en casa de los Stevens, quienes nunca respondieron los recados. Que afortunadamente una noche él tomó la llamada. Mi madre le dijo que don Chucho había muerto. Me quedé callado. El doctor me ofreció un cigarro. Mientras hacía aritos de humo yo mismo me sorprendí de no sentir nada. Adentro no había dolor ni nostalgia. Simplemente una especie de desazón, que no podía comprender. Enrique siguió hablando sobre las causas del deceso y la situación de Araceli. Dijo que se había vendido el Olimpo y eso, no sé por qué, me causó gracia. Me imaginé a los dioses y semidioses en la orfandad, desarrapados y viviendo de la asistencia pública. Al final remató diciendo que mi madre quería verme.

—No le habrás dicho dónde estoy.

—Le aseguré que estabas fuera por motivos de trabajo pero que iba a comunicarme contigo.

Antes de acompañarlo a la salida le pedí como un favor muy especial que mantuviera en secreto mi situación. Le aseguré que me faltaban pocos días para salir y no quería dar más preocupaciones a Araceli. La verdad es que siempre había tenido la peregrina idea de regresar a la casa a ofrecerle lo que necesitara para no tener que depender de mi padre. Y en aquel entonces me sentía como un lastre que no estaba en condiciones siquiera de costearse un abogado. Si bien no podía darle, tampoco quería quitarle nada de lo que dejó don Jesús. Así que pensé, como si estuviera oyendo la voz del finado, “si tú solo te metiste en problemas, tú solo tienes que salir”.

Esta visita me afectó mucho. Me pasé varias noches en blanco tratando de descubrir qué era lo que más me molestaba. No tenía remordimientos por mi violenta salida del hogar. Creo que tarde o temprano hubiéramos tenido un altercado tanto o más fuerte que el que tuvimos. Y más si se tiene en cuenta que yo había heredado el temperamento de los Balderas. Lo que me dolía era que aunque nunca pudimos conseguir una buena relación padre-hijo, me hubiera gustado que por lo menos hubiéramos llegado a respetarnos, pero ya no hubo oportunidad para intentarlo. Haber faltado a su entierro no me importaba. La ausencia de don Jesús la sentí muchos años antes de que muriera. Ni siquiera tenía el consuelo de llorarlo pues para entonces ya se me había secado la fuente de las lágrimas.

Don Chucho siempre representó un enigma para mí. Nunca entendí su distancia ni la dureza de su carácter, era como un individuo de otra época. Aunque teníamos un gran parecido físico -quienes lo conocieron joven afirmaban que yo era su vivo retrato- éramos muy distintos. Yo hablo con la voz de mi madre y heredé sus gestos y ademanes finos. Me falta la fortaleza de carácter que distinguía a mi padre permanentemente fiel a sus propias reglas por muy arbitrarias o difíciles de cumplir que fueran. Con él siempre sabía uno a qué atenerse. Por eso lo adoraban sus meseros. Era un farallón entre el vendaval de la cantina.


Ganímedes, uno de sus meseros más leales, me refirió esta anécdota que define muy bien su carácter. Una vez entró a El Nuevo Olimpo un jovencito de no más de 17 años. Pidió una copa que por supuesto mi padre se negó a servirle por ser menor de edad. El muchacho insistió proponiéndole que iba a pagarla al doble. No fue necesario contarme el coraje de don Jesús porque claramente me lo figuro colorado y con los ojos sacando chispas. Inflexible como era, no hubiera aceptado ni por un millón de pesos. El joven le suplicó que por favor le diera una copa porque acababa de ver a su novia besándose con otro. El dueño del El Nuevo Olimpo le contestó puntualmente:

—En primer lugar no te sirvo por ser menor de edad. Y aunque este detalle podría pasarlo por alto, considero inadmisible servirle a un pendejo.

Precisamente por eso yo no pude sucederlo como cantinero ni como propietario del Olimpo. De haber estado detrás de la barra no sólo habría servido ese trago sino que seguramente hubiera terminado invitando al muchacho a beberse conmigo una botella entera.

Esta anécdota que lo refleja en toda su majestad demuestra que amén de ahuyentar a su clientela, don Jesús, en su juicio, era una persona que hacía gala de la mayor reciedumbre con propios y extraños. No me cabe la menor duda de que si se hubiera enterado de mi estancia en prisión, habría juzgado como merecida mi condena, me hubiera considerado un desequilibrado mental por haber entrado a un Grupo de Adictos en Recuperación y este balance escrito de mi existencia le hubiera parecido un devaneo propio de un espíritu afeminado.

No sé por qué al Mayor de la crujía le encontraba cierto parecido con mi padre. No tenían la misma complexión ni estatura. Es más, había una gran diferencia de edades entre ambos pero quizás algún gesto, el tono de la voz o la forma de mandar los emparentaba. Por eso le tenía respeto al Mayor y se me hizo natural que fuera él quien me diera la noticia de mi pronta excarcelación. Era como si don Chucho en persona me levantara el castigo.

Parece que no se encontraron pruebas suficientes de todo lo que me acusaban, así que solamente me quedaba el delito de lesiones que me conmutaron por ser primodelincuente. Así me devolvieron mi libertad. Lo que no pudieron restituirme fueron los 254 días con sus noches que pasé a la sombra pero al fin del balance creo que salí ganando porque estaba vivo, había conseguido una experiencia que me iba a ayudar a sobrevivir e inclusive había salido con algún dinero producto de mi trabajo.

En mi celda mis compañeros me despidieron con una fiesta infantil: pastillas conocidas como chocolates, payasos, caramelos y reinas que bajaron con aguardiente del más barato. Yo me abstuve temeroso de cometer otro delito que me mantuviera por más tiempo. Esa fue la única vez que vi deschongarse a Makorina. Bailó, cantó, me contó de su infancia allá en Campeche y lloró. Cuando los compañeros se concentraron en su viaje, me confesó que había soñado que también salía libre. Recordaba la fecha exacta, 10 de mayo, porque iba a felicitar a su mamá. Ella le decía que tenerlo cerca era el mejor regalo. Entonces estábamos en marzo, y yo para animarlo le dije una tontería, que no se agüitara porque “quién quita y en dos meses ocurre un milagro”. Me contestó con gesto de tragedia que su madrecita tenía ocho años de muerta. La abracé y se soltó llorando en mi hombro. Luego que se calmó, me dijo que no era momento de estar tristes y sacó un sobre. Era una recomendación para un tal licenciado Barragán que venía firmada por don Juvenal.

—Búscalo, te puede ayudar porque es amigo del patrón.

Cuando me dieron mis papeles de salida me sentí en la gloria. Ese día llegaba la primavera. Mientras me devolvían mis escasas pertenencias pensaba en rehacer mi vida, en que después de todo lo que había sufrido ya no había nada que temer, que me iba a comer el mundo. Sin embargo ya en la puerta no supe ni para dónde jalar. Me quedé como media hora afuera del penal ordenando mis ideas.

Aunque prometí regresar a visitar a los compañeros, para la semana siguiente desperté crudo y con la sensación de que mi paso por prisión había sido como una pesadilla que convenía olvidar lo más pronto posible. Así que procuré borrarlos de mi memoria. Sin embargo como tres meses después no pude evitar encontrarme en el Metro, de frente, a un compañero. Le dio gustó verme y me abrazó con efusión. Me comentó que había salido en la mitad del tiempo porque cada día de trabajo es un día menos de condena y aun así, bajita la mano, se había aventado como 12 años que le sirvieron para convertirse en hombre nuevo. También me comentó que la Makorina había muerto precisamente el día de las madres en una riña colectiva por tener la mala costumbre de defender a los tiernos. Mientras el compañero desaparecía sin despedirse detrás de la puerta de un vagón, yo me quedé petrificado, sin echar todavía en falta mi cartera, recordando el sueño que me contó la Makorina.
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