domingo, 14 de septiembre de 2025

Nostalgias del burlesque


El burlesque surgió como subgénero teatral en la Italia del siglo XVII. Un espectáculo que combinaba la comedia y el teatro de variedades y, como lo indica su raíz etimológica, se dedicaba a hacer burla y parodia de temas generalmente del teatro clásico.

Ya en el siglo XIX, el burlesque se emparentó con el teatro de variedades inglés al incluir números musicales; con el teatro de revista, el vodevil americano y el teatro-cabaret que contenían sketches cómicos y escenas eróticas con mujeres semidesnudas.

A México llegó directamente desde París con la compañía de Madame Rassimí el espectáculo Voila le Ba-ta-clan que se presentó en el Teatro Iris en 1925. En vista del gran éxito que obtuvieron entre el público masculino estas rubias beldades que dejaban al descubierto tobillos-pantorrillas y muslos, provocando varios infartos a nuestros tatarabuelos, el empresario mexicano José Campillo decidió mostrar el talento nacional en su revista Mexican Rataplán en el Teatro Lírico. Y así en competencia entre quiénes mostraban más y quienes se movían mejor en el escenario, el burlesque fue tomando carta de identidad como uno de los espectáculos de mayor arraigo en México.



Dos décadas después, en septiembre de 1946, los empresarios Iracheta y Mancini acondicionaron una antigua arena de box de la capital del país, para instalar el teatro que habría de ser considerado como la catedral del burlesque: El Tívoli. Ubicado en la primera calle de Libertad, junto a un corredor de prostitución, El Tívoli profesaba con el ejemplo. Además de cantantes como los Panchos o Toña la Negra, cómicos como Mantequilla o Resortes y orquestas como las de Luis Alcaraz y Pérez Prado, el Tívoli presentaba mujeres que “enseñaban hasta las anginas”. Dice el cronista Armando Jiménez que en una noche podían desfilar por el escenario más de 100 mujeres muy escasas de ropa o, ya andando los años cincuenta, hasta en desnudo total. Además, comenta Jiménez, “Era allí donde el público ampliaba y actualizaba su repertorio de albures (la más trascendental aportación de este teatro a la cultura)”. En ese recinto, el “respetable” público entrenaba su repertorio con los artistas, quienes tenían que usar a fondo su talento y su ingenio para enfrentar la impaciencia de un público que comenzaba a gritar “pelos, pelos, pelos”, en demanda de las participantes femeninas del elenco.

El cineasta Alberto Isaac, concurrente asiduo en su adolescencia, narra que en el Tívoli los artistas aprendían a calarse con un público bronco y popular. Por ejemplo, cuando el afamado tenor Nestor Mesta Chayres “El gitano de México”, que había actuado en Bellas Artes y en la Radio de Nueva York, interpretaba “Granada”, la famosa canción de Agustín Lara, al llegar a la parte climática que decía “... mi cantar/ hecho de fantasía/ que yo te vengooo... a daaar”. El público de galerías respondía a coro: “las nalgas”, sin que el Maestro Mesta Chaires pestañeara siquiera.


Cuenta el periodista David Siller que afuera del Tívoli aparecían unos tipos de sombrero o boina que traían una gabardina oscura, y de un lado de la gabardina mostraban fotos porno en blanco y negro y del otro libritos de cuerda con historias porno. “Antes de los 18 años yo no tenía cartilla y no me dejaban entrar pero yo me metía entre la bola para meterme a escondidas. Y cuando cumplí la mayoría de edad, ya no existía el Tívoli”.

En los años sesenta, la campaña de moralización del jefe del Departamento del Distrito Federal (actual Gobierno de la Ciudad de México), el regente Ernesto P. Uruchurtu, clausuró cabarets como el Wakiki, salones de baile como el Salón México y teatros de burlesque como el Follies Bergere. El Tívoli presentó su última función el domingo 10 de noviembre de 1963, y fue demolido 13 días después para ampliar Paseo de la Reforma.

Tuvieron que pasar diez años para que en plena época del cine de ficheras, el propio Alberto Isaac, filmara una película con Alfonso Arau, Pancho Córdova, Lin May y Carmen Salinas para rememorar las viejas glorias de aquel teatro que tanto le gustaba.


De cualquier manera, el burlesque se mantuvo en lugares como la Carpa Olímpica y el Teatro Garibaldi, con un espíritu más rebelde y un público más aventado.

En los ochentas del siglo pasado, el burlesque se convirtió en un espectáculo nocturno y bizarro que encontró refugio en carpas y teatros de piojito, donde el artista que se presentaba tenía que estar bien preparado en las habilidades de su disciplina (el canto, la prestidigitación, la comedia), pero además con la paciencia y el ingenio para confrontarse verbalmente con un público bravo y alburero que lo interpelaba para ponerlo en ridículo. Ahí el “respetable público” se componía básicamente de adolescentes y rucos que iban a dar rienda suelta a su calistecnia verbal en la ardiente espera del encuere y de los pelos.

El clásico Carlos Monsiváis lo describe brevemente: “un jacalón a la antigua, una pasarela ostentosa, las butacas raídas, la separación de luneta y galería lograda con una división de madera, una orquesta que fue dejada al garete en el primer diluvio universal, los tres tipos encargados de que la profanación no se vuelva coito, telones malamente pintados con sus escenas de juzgado y consultorio y hogar pobre, cómicos desahuciados por la televisión y veinte vedettes o coristas o strip-teasers o anatemas lúbricos.”

En esos foros se llegaron a presentar Mario García “Harapos”, Joaquín García “Borolas”, Adalberto Martínez “Resortes”, Memo de Alvarado “Condorito”, Rafael Inclán y toda una pléyade de cómicos: jóvenes que buscaban una oportunidad, o de comediantes de carpa que habían pasado por el cine y la televisión para llegar al final de la escala a ganarse unos pesos representando el mismo sketch de hacía treinta años.


De su facilidad para ganarse al público con sus gracejadas, recuerdo a Mario García “Harapos” callando el barullo insolente con la pregunta: “¿quién es el hijo del Garramelpo y la Garramelpa?” Y ante el silencio ignorante, ilustrándolos con la respuesta: “El Garramelpito”.

Se cuenta que el Harapos, en uno de sus más celebres sketches se disfrazaba de hábito negro y se metía a un nicho instalado en la escenografía, imitando la mirada de un santo con aureolita de papel dorado en la cabeza. Entonces llegaba una encueratriz de minifalda y escote que bajaba al ombligo, que se hincaba a rezarle y poco a poco iba metiendo la cabeza por debajo del hábito para buscar “algo” enmedio de las piernas del cómico, quien haciendo bizcos pedía que cerraran el telón ante las carcajadas del público.

También recuerdo a Memo de Alvarado “Condorito”, así llamado por su semejanza con la tira cómica, un flaco y narizón que salía a hacer su número ante el impaciente público que ya esperaba el striptease. No faltaba el insistente alburero espontáneo que quería ridiculizarlo, pero a quien Condorito callaba de manera contundente: “Ya déjame hacer mi número, ¿a poco yo voy a moverle el catre a tu jefa cuando está trabajando?”

En ese lugar se consagraban los artistas más rifados, los predilectos del barrio; en los entreactos de las stripers aparecían ventrílocuos o magos que verdaderamente tenían que llevar números de asombro para mantener la atención del “respetable”.

Recuerdo a un mago que primero hacía trucos con naipes que sólo ameritaban los bostezos de la audiencia; para ir subiendo las expectativas del público cortaba una hoja de periódico con filosas navajas Gillete que luego se introducía en la boca para después engullir un hilo que al final iba sacando con las navajas amarradas mientras bailaba el mambo número 8. Como eso no conseguía prender al respetable que ya exigía a gritos ver a las “encueratrices”, entonces el mago, con los periódicos que le habían sobrado, modelaba un falo descomunal que blandía en la entrepierna con ritmo sicalíptico, invitando a fumarse cigarrillos con “Sabor a mí” y la gente se desbarataba en carcajadas y aplausos mientras el mago salía del escenario bailando y blandiendo su miembro de periódico ante el respetable.


Otras veces salía cantando baladas una beldad de blonda cabellera y vestido muy entallado de lentejuelas verdes, una melodía de percusiones sensuales la interrumpía provocando que se quitara el vestido lentamente para quedar en tanga y top mientras las luces se iban apagando y subía la temperatura. La mujer caminaba en el proscenio y por la pasarela sólo con la luz de un reflector que seguía su andar cadencioso, iba introduciendo una paleta tutsi por debajo del top y de la tanga, hasta con vellos pegados, para ofrecérsela a los más ávidos de las primeras filas, quienes la saboreaban con delectación, en lo que ella se desprendía del top y la luz se apagaba por completo. En las bocinas se escuchaba una voz: “Esta fue la actuación de… Carlos” y las luces se encendían para ver a un hombre de pechos planos levantando una peluca. Carcajadas, aplausos y pataleos de los que ya sabían, mientras la luz buscadora ubicaba a los golosos de las primeras filas en el momento en que una voz emergía de las bocinas repitiendo jubilosamente: “¡A ver esos mamadores!”

Ya a la hora del plato fuerte, pasaba Velma Collins, una pelirroja de cuerpo monumental, quien se iba despojando del bikini de lentejuelas al ritmo de una música sensual y solamente se quedaba en zapatillas de aguja y sosteniendo un bastón de porrista, rematado con bolas de metal en ambas puntas, con el que golpeaba las cabezas de los osados que intentaban subir a la pasarela a meterle mano. Fue tan guapa y tan admirada que acabó filmando una de las primeras películas de la industria porno nacional: Las profesoras del amor (1993), en la que por cierto también compartió crédito con el ahora reconocido actor Alfonso Herrera.


No faltaban tampoco las gordas celulíticas que se desnudaban sin mucho protocolo para tumbarse de espaldas en la pista y ofrecer el felpudo a las lenguas ávidas de los espectadores de primera fila que hacían cola para turnarse en la labor cunnilingüistica, mientras la gente les gritaba “Te va a salir el bigote”, si se trataba de adolescentes, o “pareces oso hormiguero”, si eran señores que pintaba canas.

Entre los números más apreciados por los asiduos al burlesque estaba “Sagra Montero y su cepo del amor”. La morena Sagra, de cuerpo delgado y sinuoso, se desplazaba en bikini por la pasarela para invitar a subir a los caballeros, cuatro o cinco máximo, que quisieran acompañarla en su show. Arriba los formaba en fila y al compás de una música de resonancias orientales los iba despojando de la ropa para dejarlos en calzón, truza o bóxers mientras el público aplaudía con entusiasmo. Luego procedía a sopesar las armas de los invitados y ya que estaban en posición de firmes, sacaba una cinta métrica para medirlos anunciando en voz alta el resultado: 10 cm... 13 cm... 17 cm... y cómo la mayoría de los calados no conseguían una buena erección el público empezaba a corear: “putos, putos, putos”. Así que la jueza Sagra los mandaba de vuelta a su asiento con una gran sonrisa. Al final si quedaba uno, ella misma voceaba “¡Tenemos ganador!” mostrando con júbilo el miembro del orgulloso elegido. Para entonces los tramoyistas ya habían sacado un cepo al centro de la pista. Como se recordará, el cepo era un aparato de tortura conformado por dos tablas gruesas de madera cortadas por la mitad, que tenían visagras y en el centro unos agujeros para introducir manos y cabeza. Así que Sagra hacía que el ganador se inclinara, totalmente desnudo, para colocarlo en el aparato y luego enmedio de un música cachonda se iba despojando de la ropa. Después ayudándose de un banquito le pasaba pechos y nalgas a la altura de la cara sin que el individuo pudiera tocarla. Justo cuando le restregaba el sexo abierto en el rostro, atrás del cepo aparecía un hombre con mallas de lentejuela y maquillado que empezaba a manosear al hombre, primero con cautela y después restregándose de frente, con exagerados movimientos pélvicos, en su trasero. El prisionero sin poder voltear ni moverse, desconcertado totalmente, perdía la erección. Sagra se asomaba y movía la cabeza negativamente alzando los hombros y saliendo de escena entre aplausos mientras varios hombres de mallas salían a bailar una coreografía enfrente del tipo que forcejeaba infructuosamente por soltarse. El público aplaudía frenético y algunos se ponían de pie para festejar el número mientras caía el telón. Por los altavoces se anunciaban las tres funciones de miércoles a domingo.

A la salida, en un café de chinos de San Juan de Letrán, el público podía ver a las estrellas del burlesque cenando tranquilamente sin que nadie las molestara. El respetable, de pantalones de mezclilla y camiseta, de saco y corbata, de barba canosa, regresaba satisfecho a su casa a hacer contentos la tarea o a besar tiernamente a sus hijos y a su esposa.

La llegada del table dance y el sexo en vivo, desplazó la sana diversión del burlesque, que de los sueños húmedos de los pubertos se refugió en las fantasías nostálgicas de los abuelos.




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