sábado, 3 de abril de 2021

Para servir a usted

 


En 1961 Guillermo Borja se despidió de sus amigos de La Fuente. Había empezado como garrotero en el Río Rosa, donde le alternaba el tequila y el coñac a Lucha Reyes, antes de cada show. También formó parte del ejército de meseros que atendía las ciento noventa mesas del Waikikí, un cabaret que además de ofrecer variedades y mariachi, tenía el atractivo de sus mujeres, muchas de ellas extranjeras. Cariñosas, cultas y elegantes, según José Moselo, propietario de aquel antro, quien sostuvo en entrevista con Cristina Pacheco que “toda mujer que entrara en el Waikikí debía estar vestida de soireé.” Ahí encontró Memo Borja a su primera esposa, con quien procreó tres hijos y una separación, cuya historia se perdió en el armario de los esqueletos familiares.


En La Fuente, uno de los exclusivos centros nocturnos que podían cerrar a las cuatro de la mañana en una época en que el regente de la ciudad mandaba cerrar temprano, Memo Borja ascendió a capitán de meseros. En la pista de aquel lugar vio desfilar a muchos artistas y cantantes famosos. Desde Josephine Baker, Marlene Dietrich, José Alfredo Jiménez, Armando Manzanero, hasta la veterana María Conesa, la Gatita Blanca, quien una noche le obsequió unos aretes de jade.

El capitán Borja había aprendido a comportarse con la distinción de clase que se exigía en los desveladeros donde departía la crema y nata de la socialité: enérgico con los meseros pero solícito con los clientes más encumbrados, que solían concurrir de smoking a divertirse. Eran los más difíciles de complacer. Y quizá el más exigente, pero a quien Borja supo ganarse, fue Ernesto P. Uruchurtu, conocido como El Regente de Hierro.

Uruchurtu, un sonorense de 54 años, iba por su segundo periodo como regente de una urbe de 4 millones 870 mil habitantes. De complexión robusta, era alto, moreno, de nariz aguileña y con un gesto permanentemente adusto que anticipaba lo seco de su trato. Ni siquiera tenía que dar órdenes, sus ayudantes se habían entrenado en interpretarle las miradas: “síguete de frente”, “vete hasta el fondo”, “estaciónate aquí”, “coloca unos conos para reservar la zona”. Y a fuerza de miradas, el señor Regente se adueñaba del estacionamiento de La Fuente.


A Borja se dirigía invariablemente alguno de los motociclistas de la escolta:

—Pregunta el Señor Regente si ya terminó el show de Ana Bertha.

Ana Bertha Lepe, la jalisciense de 25 años que a los 19 había ganado el concurso Señorita México y el cuarto lugar en el Miss Universo, era la atracción principal del centro nocturno en esa ardiente primavera del 60. Su danza hawaiana representaba algo exótico pero no tan indecente ni tan vulgar como los lascivos contoneos de las rumberas. Aunque no se distinguía como bailarina, sus caderas hacían ondear las tiritas del pau con la cadencia del viento sobre las palmeras, despertando reminiscencias tropicales en los viejos espectadores que soltaban el puro de la boca cuando la veían salir a la pista. Tal vez por eso Ahmed Sukarno, presidente de Indonesia, la había invitado a Acapulco con el pretexto de organizarle un festival internacional de cine.

El padre y representante artístico de la beldad, Guillermo Lepe Ruiz, ya se frotaba las manos pensando en el negocio. En cambio, faltaba la aprobación del prometido de Ana Bertha, el actor Agustín de Anda. Estos dos hombres tan distintos compartían la costumbre de andar armados. Guillermo Lepe, ex capitán del ejército, disfrutaba de pasearse en su cadillac convertible rojo, luciendo su infaltable stetson y dándose aires de millonario texano. Agustín, el hijo mayor de la dinastía de Anda, fundada por el productor y director Raúl de Anda, mejor conocido como “El charro negro”, había actuado en 12 películas en menos de ocho años, y tenía un futuro asegurado en la industria cinematográfica.

Quien no necesitaba ninguna aprobación para convivir con Ana Bertha era Uruchurtu, que la invitaba a su limusina para “platicar”. Y hasta el fondo del estacionamiento tenía que bajar el Capitán Borja, empolvando su reluciente calzado, para llevarles la cubeta con los hielos, las copas y la botella de champaña.

—Pregunta el Señor Regente si ya terminaron su show Los Violines de Villafontana —le decía el motociclista al Capitán Borja, quien entendía de inmediato que hasta el mismo lugar tenían que bajar los integrantes de la orquesta a darle serenata a la muchacha.

Mientras el licenciado Uruchurtu instruía largamente a la guapa Ana Bertha sobre los escollos de la carrera artística, afuera de la limusina nueve violinistas y un chelista de frac y corbata de moño, tiesos como muñequitos de pastel, aromaban el ambiente nocturno del estacionamiento con “Un hombre y una mujer” o “El amor es una cosa esplendorosa” y varias de las melodías más románticas de su repertorio.



Cuando Ana Bertha bajaba del coche, el Capitán Borja regresaba a recoger la cubeta, los vasos y la botella vacía. Entonces el motociclista volvía a decir.

—Pregunta el Señor Regente si le pueden traer la cuenta.

Y el Capitán Borja, previamente aconsejado por don Francisco Aguirre, dueño de La Fuente, contestaba con orgullo:

—Dígale al Señor Regente que no hay cuenta. Que es un invitado de la casa.

Y entonces bajaba el vidrio de atrás y se asomaba el rostro moreno de sonrisa magnánima de Uruchurtu, quien miraba directamente a los ojos de su interlocutor.

—Acérquese, muchacho, ¿usted sabe quién soy?

Borja asentía de pie, con la resignación de quien espera una tormenta sin traer paraguas.

—Yo pienso que en el De-Efe mando yo —decía el sonorense sin parpadear siquiera. ─Déjeme seguir pensando lo mismo y tráigame mi cuenta.

En un santiamén regresaba el Capitán con la cuenta para despedir al automóvil que se iba escoltado por los agentes de tránsito. De pronto se detenía la limusina y de nuevo bajaba el vidrio del que salía la mano morena y regordeta del funcionario obsequiándole un billete café con la cara de abuelo resuelto del Padre de la Patria, cien pesos que holgadamente podían hacer el gasto familiar de una semana en la casa.

La escena se repetía aunque con algunas variantes. Por ejemplo, se presentaba el mismo motociclista a la entrada del centro nocturno un jueves a punto de cerrar.

—Pregunta el Señor Regente si lo puede atender el Capitán Borja en un convivio especial.

Con un cruce de miradas, don Pancho Aguirre, su patrón, lo apuraba para servirle al Regente. A pesar de que se extendía su horario de trabajo, Borja iba contento tan solo con la ilusión de la propina mientras el chofer de un automóvil oficial lo conducía a Diagonal San Antonio, en donde La Malinche, afamada dueña de una casa de citas, recibía a funcionarios, empresarios o líderes sindicales para arreglar asuntos con el Regente.

Cuando Uruchurtu alargaba el brazo, el Capi Borja ya estaba listo para llenarle el vaso Old Fashioned. No dejaba que nadie más se acercara a servirlo. El Capitán sabía combinar perfectamente la formalidad del whisky con la liviandad del agua mineral, y hacer cascabelear los hielos con el removedor. Después de dejar el vaso en una mesita de centro, Borja daba de nuevo un paso atrás, para permanecer de pie, atento a las órdenes del jefe.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntaba de pronto el funcionario.

—Atendiéndolo, señor —respondía Borja mirando al frente.

—Está usted oyendo lo que estoy platicando.

—De ninguna manera, señor.

—Haga el favor de retirarse diez pasos.

Y desde los diez pasos reglamentarios Borja veía cómo el gran jefe se embarraba la boca y las manos de caviar, se tiraba las copas en el saco. Borja estaba listo para acercarse a limpiarlo con la servilleta, para servirle otro trago, para ayudarlo a levantarse cuando los pasos del Señor Regente marcaban el ritmo de la borrachera. El disgusto de atenderlo quedaba más que compensado con las propinas de 200, de 300 pesos que recibía. Alguna vez incluso tuvo que llevarlo abrazado hacia su auto.

—Me cae usted a toda madre, amigo… amigo… ¿Cómo dice que se llama?

—Borja, señor, Guillermo Borja para servir a usted.

—¿Qué necesita, amigo Borja?

—Nada, señor, gracias —decía el capitán de meseros de La Fuente mientras lo ayudaba a subir al coche. Y el funcionario le metía en el bolsillo del saco un billete verde que traía el rostro desconfiado del Siervo de la Nación, y una tarjeta más grande de lo normal.

—Pase a verme cuando necesite algo —decía Uruchurtu ya despatarrado en el sillón trasero del auto.

Y cuando la limusina, escoltada por las motocicletas, arrancaba dejándolo en la banqueta, Borja se metía el billete al bolsillo del chaleco y se quedaba viendo la tarjeta con el escudo oficial y el nombre de “su amigo”. Atrás, con letras pequeñas y casi ilegibles, decía: “Para autoridades civiles y militares, sírvanse apoyar al portador de la presente”, y abajo la firma inconfundible del Regente.


En la tarde del 28 de mayo de 1960, Ana Bertha Lepe y su novio, Agustín de Anda, asistieron al velorio del actor Ramón Gay, quien había sido asesinado la noche anterior por el ingeniero petrolero José Luis Paganoni Castro de dos tiros, uno que se le incrustó en la palma de la mano derecha y otro que le perforó la arteria aorta.

Evangelina Elizondo, la famosa voz de La Cenicienta de Disney, bajaba del automóvil De Soto que manejaba el galán Ramón Gay. Venían de interpretar los papeles protagónicos de la obra Treinta segundos de amor, en el teatro Rotonda. El ingeniero Paganoni, del que hacía una semana se había separado Elizondo, la sorprendió con reclamos y golpes. Gay intervino para defenderla y el ingeniero sacó una escuadra alemana Walter, calibre .380 y le disparó. Al verlo en el suelo, Paganoni echó a correr profiriendo amenazas para su ex: “Tú, él y yo, ¡todos nos vamos al diablo!”

En la funeraria, Ana Bertha y su novio Agustín, fueron testigos de las amargas lágrimas que el primer actor Arturo de Córdova, protector y “promotor” de la carrera de Ramón Gay, vertió sobre el féretro. De ahí se fueron a La Fuente, en donde los esperaba el papá y representante de Ana Bertha. Mientras ella fue a prepararse para su show, Guillermo Lepe y su futuro yerno se quedaron platicando en una mesa.

Entonces ya había fecha para la boda: el 26 de junio próximo. De Anda ya había comprado y amueblado el departamento que iba a regalar a su esposa, corrían las amonestaciones de la iglesia y se estaban repartiendo las invitaciones para la fiesta.

En sus declaraciones a la policía, “Papá” Lepe dijo que el joven De Anda había expresado su molestia por el trabajo de Ana Bertha, que pensaba sacarla del ambiente artístico apenas se casaran, y si era posible antes. Don Guillermo Lepe se opuso y empezó la discusión.

El Capi Borja alcanzó a escuchar cómo se iban alzando las voces de ambos hombres.

—Si no la saca usted de trabajar entonces olvídese de la boda y de todo —dijo De Anda.

—Mi hija todavía tiene compromisos por cumplir —replicaba el señor Lepe—, así que mientras usted no sea su marido, yo soy quien toma esas decisiones.

—¿Cree que no sé que Uruchurtu viene a buscarla o que Sukarno se la quiere llevar a Acapulco?... No me juzgue tan pendejo.

—Pues será misa, pero Ana Bertha todavía tiene un hombre que vele por sus intereses —respondió desafiante el papá de la muchacha.

—Su único hombre aquí soy yo. Porque al fin y al cabo su hija ya fue mi mujer —remató De Anda.

—Esto lo arreglamos como hombres. ¡Vamos afuera! —sentenció el señor Lepe con los ojos inyectados de furia, pensando en hacerle tragar cada una de sus palabras a ese imbécil de 25 años.

El Capi Borja le dijo a Magaña, uno de los meseros:

—¡Deténganlos, se van a matar!

—Hay que hablarle a una patrulla —secundó Magaña y corrió al teléfono.

Nadie quiso o supo cómo intervenir. De Anda y Lepe bajaron las escaleras y como buenos jalisciences se dirigieron calmadamente hacia al estacionamiento. Agustín de Anda se volvió de pronto, no se sabe si para sacar una pistola o para golpear al señor Lepe, el caso es que éste lo madrugó de dos disparos. Uno que le entró a la altura del abdomen y salió a un lado de la columna vertebral, y el otro, mortal, que le atravesó el cráneo. Murió en la Central Quirúrgica a las 3:35 de la madrugada del domingo 29 de mayo del 60. 


Ana Bertha declaró en favor de su papá, quien únicamente purgó la mitad de los 10 años que obtuvo por condena mientras ella enfrentaba el boicot de buena parte de los productores de cine que casi acabaron con su carrera. Uruchurtu arreció su campaña de moralización cateando expendios de revistas pornográficas, clausurando casinos y haciendo razzias de greñudos en cafés existencialistas de la colonia Roma, hasta culminar, en noviembre de 1963 con el cierre definitivo del teatro de burlesque Tívoli, último refugio de los calenturientos de bajos recursos de la capital; todo estos operativos se llevaron a cabo para evitar, según palabras del Capitán Ramírez Faz, a cargo de los mismos, que “la juventud se descarríe”.

Guillermo Borja, quien fue testigo del acoso del Regente y del crimen del joven De Anda, decidió que ya era tiempo de convertirse en su propio patrón. Y con los ahorros de su esposa y el dinero de las propinas que tenía en el banco, se arriesgó a montar su propio negocio. Ya tenía apartado el local, el patrocinio de los proveedores de cerveza para refrigeradores, mesas y sillas, e incluso se había apalabrado con amigos y otros miembros de su familia para abrir su primera cantina. Sólo faltaba un detalle.

Cuando entró al Palacio del Ayuntamiento, a Borja lo asaltaron las dudas. ¿Y si no lo querían recibir? ¿Y si el señor Regente no se acordaba de él? O algo peor: ¿y si se acordaba en qué circunstancias lo conocía y prefería no atenderlo? Así que le entregó la tarjeta a la secretaria de la recepción esperando una respuesta negativa. La secretaria leyó la tarjeta y entró al privado. Borja estaba a punto de irse cuando la secretaria salió para decirle “puede pasar”.

Ahí, detrás de un enorme escritorio estaba Ernesto P. Uruchurto firmando unos papeles que entregó a un hombre de traje y corbata impecables. Borja se sintió avergonzado, venía con el saco del trabajo pero con una camisa sport y sin corbata. Cuando el hombre salió, Uruchurtu le dijo secamente.

—¿A qué debo su visita?

—Usted me dijo que pasara a verlo cuando necesitara algo… —respondió indeciso.

—Sí, sí, ya sé. ¿Qué quiere? —le dijo clavándole la mirada.

—Voy a poner un negocio. Un restorán bar. Necesito un permiso para vender bebidas.

—Imposible —atajó Uruchurtu—, ya no se expiden esas licencias desde que limpiamos la ciudad.

—Bueno, gracias de todos modos —contestó Borja desilusionado y se dio media vuelta.

—Espere –dijo Uruchurtu—, ¿por qué no pide otra cosa? Tenemos permisos para abrir restaurantes, pero no con bebida.

Borja se detuvo tratando de explicarse.

—Restoranes hay muchos. Lo importante es que la gente pueda comer y tomar su trago. Divertirse. Como en La Fuente.

El Regente apretó los dientes.

—Sí, entiendo, no necesita recordármelo… Buena comida y buena bebida.

—Y buen show —remató Borja.

—Bueno... —se quedó pensativo el Regente— en su caso vamos a hacer una excepción…. —concluyó Uruchurtu, y luego escribió unas frases en una tarjeta. Apretó el interfón y apareció el mismo señor de traje que estaba antes. Condujo a Borja a otra oficina para que le expidieran su permiso. En el pasillo, Borja se dio cuenta que ni siquiera había saludado de mano a “su amigo”.

 

Así inició Guillermo Borja una carrera de treinta años como empresario de bares y cantinas que empezó en el Picalagua, siguió en La India de Xochimilco, refrendó en el Recreo, El Ejecutivo Bar y la Hoja de Lata.

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