La primera marca estaba en el cuello, del lado derecho, y parecía un escorpión a punto de atacar. A Rigoberto le disgustaban esas muestras de efusividad pero no pudo evitarlo. Detener a Laura en ese justo momento era como intentar establecer una tregua enmedio del combate. No le molestaba tanto el hecho en sí mismo, sino el efecto, más evidente ahora que acababa de entrar al baño y se estaba rasurando. Se preguntó si Sara, su esposa, se habría dado cuenta. Seguramente no porque él llegó a la casa cuando ella ya estaba durmiendo y, de haberlo visto, ya le hubiera reclamado. Pensó frotar el hematoma con el lomo de una cuchara hasta que desapareciera pero tenía que salir a la cocina y regresar con el cubierto. ¿Y si lo veía Sara? Recordó el manual de contrainsurgencia: "para sorprender al enemigo, es preciso esconder las capacidades e intenciones propias". Decidió abrocharse el último botón del cuello que siempre le quedaba apretado y tratar de cubrir la marca con la corbata. Aunque no consideraba a Sara como un verdadero enemigo, sabía que para mantener su matrimonio tan estable como hasta entonces, era necesario mantener en secreto la existencia del segundo frente. También le hubiera gustado ocultar su condición de casado pero en la oficina todos conocían a su esposa y hasta la insidiosa secretaria del director, le mandaba saludos a "su señora", delante de Laura.
En el espejo retrovisor del coche revisó la posición del nudo de la corbata. No había nada a la vista. Mientras manejaba iba pensando en todos los pendientes que había en la subdirección. ¡Cuántas cosas al mismo tiempo! Solamente alguien como él, era capaz de resolverlas, a pesar de que estaba rodeado de puros incompetentes. Campuzano, Argüelles y el nuevo, que juntos o separados no daban una. Y las secretarias que, bueno, como mujeres que eran, podía comprenderse que cada veintiocho días se reportaran enfermas, que pudieran salir más temprano para atender a sus hijos y que la mayor parte del tiempo lo usaran para pintarse las uñas o hablar con el novio.
Tan absorto estaba en sus cavilaciones que apenas vio una mancha atravesando la calle. "¡Santo Dios!" Alcanzó a frenar. Era una niña. Detrás de ella apareció una señora asustada llevando de la mano a un niño más pequeño. "¡Qué gente tan distraída, carajo!, no se puede traer suelta a una niña." Volvió a avanzar despacio, haciendo las respiraciones que le enseñaron para relajarse en sus clases de karate. Aflojó su corbata y pudo ver parte de la marca: la cola del escorpión. "Tampoco se puede dejar suelta a una mujer", pensó en voz alta. "Con ellas mano suave pero firme", se dijo mientras sonreía. Entonces le vino la certeza de que antes de los cuarenta es imposible conocerlas. Recordó que empezar a entenderlas, le había costado una desilusión temprana, varias aventuras sin consecuencia y un primer matrimonio fracasado. Pero gracias a esas desagradables experiencias pudo descifrar el lenguaje en clave de sus gestos, supo cómo empleaban sus fuerzas para obtener lo que deseaban y hasta qué punto eran capaces de sufrir con tal de vencer. Se convirtió en un experto en sus métodos y en cómo contrarrestarlos. Cuando ellas iban de ida, Rigoberto estaba de venida. Que a un niño lo dirigieran, que a un adolescente lo manipularan, que a un hombre lo engañaran, que a un viejo lo exprimieran, eran situaciones frecuentes. Pero que a él, Rigoberto Medina, guerrero y estratega de la vida, intentaran sorprenderlo, era imposible, porque él sabía que la relación con ellas, era la batalla diaria de una guerra que venía librándose desde que Dios creó a la mujer de una costilla del hombre.
Cuando llegó a su oficina, Laura, su secretaria, le informó que la Coordinadora Administrativa había avisado al Director sobre el retraso para reunir la colecta de la Cruz Roja y dijo irónicamente que la coordinadora se sentía Directora Adjunta desde que andaba con el Director. Rigoberto la reconvino con energía por difundir chismes y alzando la voz, afirmó:
─Si así se expresan del señor director, ¡qué no dirán de nosotros!
Laura agachó la cabeza, apretó los labios y arrugó la frente como hacía cuando estaba a punto de llorar. Rigoberto pensó que había sido demasiado severo y quiso explicarse:
─Es que mi vida, tienes que entender que...
─Pero no es para que te enojes ni para que te pongas ¡a gritarme como fiera!
Rigoberto comprendió que era necesario cambiar la táctica, trató de portarse conciliador bajando el volumen de su voz y haciéndole señas a Laura para que también lo bajara porque estaban en una oficina y "no es conveniente..." Pero Laura, en pleno furor telenovelesco, respondió:
─Además no es lo mismo. No sé por qué comparas su relación con la nuestra. Ella lo quiere por su dinero y yo, en cambio, ¡te quiero por amor, Rigo!
En una inesperada respuesta, el señor Subdirector le alzó tiernamente la barbilla con el índice para plantarle un apasionado beso en la boca. Luego la abrazó un segundo que bien valía la eternidad de la fotografía. Laura lanzó en un hondo suspiro el sollozo que le inflaba el pecho. Rigoberto la soltó y le dijo con suavidad pero con firmeza:
─Hay que ser más discretos... Mejor luego hablamos, ¿eh? ─y le dio dos palmaditas en el trasero para que saliera.
Sacó un pañuelo y se limpió el bilé que le quedó en los labios. Había logrado controlar con éxito otro conato femenino. Fiel a sus consignas, siempre evitaba la confrontación directa si no era necesaria. Con ellas era mejor otorgar ciertas concesiones para exigir en lo fundamental. Como su abuelo Pablo Medina, capitán segundo de los Dorados de Villa, decía: "Aflojarles un poco la rienda para después hincarles las espuelas". Sonriente, habló por el interfón para pedir que lo comunicaran con la proveedora, se frotó las manos y acomodó el nudo de su corbata.
El día transcurrió con levedad. Cuando se dio cuenta eran más de las tres. Sin explicarle nada a Laura, se fue con rumbo a su casa, donde lo esperaba Sara para ir a comer. Al menos una vez a la semana acostumbraba salir con ella. Como no tenían hijos, esas salidas les servían para estrechar relaciones y platicar sus proyectos. Al llegar a la casa, se sorprendió. La mesa estaba preparada con los cubiertos de la vajilla de plata, una humeante crema de espárragos y tres ensaladeras rebosantes de verduras. La ensalada de lechuga y berros estaba adornada con un corazón de rábanos cuidadosamente rebanados y coronados con una aceituna. En el centro de la mesa había un mousse de mango con la figura de un rechoncho Cupido lanzando su flecha al horizonte. Sara lo recibió con un beso y le dijo que ella lo había preparado todo para demostrarle lo que había aprendido en sus clases de repostería. Rigoberto comió en silencio mientras su esposa le platicaba cómo había preparado cada ensalada y adónde había conseguido el molde para el postre. Rigoberto miraba con desconfianza este banquete. Estaba seguro de que Sara quería pedirle algo. ¿Otro abrigo de piel? Cuando terminaron, ella misma sirvió dos copas de cognac. ¿Cambiar el modelo de su automóvil? Luego puso música suave y bajó la intensidad de las luces. ¿Un viaje al extranjero? Pero cuando ella insistió en aflojarle la corbata, él fingió una apremiante urgencia y fue al baño.
Mientras veía la marca en el espejo, escuchó que su esposa le daba la tarde libre a la sirvienta. El volvió a hacer las respiraciones del karate, se quitó la ropa y se puso una bata. Luego entró a la alcoba apagando la luz. En la penumbra distinguió el cuerpo desnudo de Sara sobre la cama. Sin que mediara declaración de guerra empezó el combate. Rigoberto resistió con gallardía, sostenido por su alta moral. Después de varias escaramuzas entraron en lucha cuerpo a cuerpo. La buena condición física de Beto y su determinación al contrataque, lo mantuvieron firme en su posición. Era una batalla confusa por lo cerrado de la noche. Ambos bandos embestían con decisión. Aunque las fuerzas de ella parecían dominar por momentos, Beto no cedía. La intensidad de la batalla aumentó con los ayes y gemidos. Ella intensificó la fuerza de sus acometidas para vencerlo de una vez. El se quedó repentinamente inmóvil. Ella, desconcertada, le dijo con la franqueza que distingue al enemigo noble: "muévete, pendejo". Beto, enardecido y en acción suicida, respondió con el fuego graneado de los últimos proyectiles de su artillería, mientras ella, en postrer estertor, le mordía fieramente el cuello del lado izquierdo. No hubo ni vencedor ni vencido. Los dos terminaron sudorosos, exhaustos, aniquilados.
Cuando iba arrastrando los pies hacia el baño, una certeza iluminó la mente de Rigoberto: "Hay guerras que nadie gana pero que unos pierden más que otros". Cuando vio la segunda marca, en forma de cabeza de serpiente, reflejada en el espejo, supo quién había perdido más.
Al día siguiente, llegó al trabajo con chamarra, bufanda y cara de enfermo. Laura quiso preguntarle pero él prefirió atender a la proveedora, a quien le hablaba de tú y le invitaba cigarrillos. Nunca la miraba a los ojos porque lo distraía el amplio escote o las piernas largas que mostraba la minifalda. No podía decirse que era una belleza pero sabía lo que tenía. Sólo faltaba conocer si también sabía usarlo. Para eso había que desarrollar una buena estrategia. Pedirle una muestra de algo. No supo exactamente para qué le iban a servir los exhibidores que encargó, pero lo importante era iniciar el ataque. Claudia, la proveedora, no podía negarse a comer con él después del pedido. Iba a invitarla a ese restaurante que tanto deslumbró a Laura la primera vez que salieron. Cuando se fue la proveedora, mandó llamar a Campuzano. Este era un empleado bajito de anteojos redondos y entera solicitud. Alguien en quien se podía confiar una misión secreta. Campuzano entró saludándolo con un "buenos días, Rigoberto", que este sintió como una irreverencia. Entonces frunció el entrecejo y empezó a recriminarlo acremente por no haber entregado la colecta a tiempo. Campuzano asentía con leves movimientos, hundía los hombros y mostraba las palmas de las manos, se rascaba la cabeza y movía la lengua bajo sus mejillas. Rigoberto remarcó el regaño diciéndole:
─¿Crees que podemos quedarle mal a la esposa del señor director?
Campuzano movía la cabeza de un lado a otro, mientras su jefe amenazaba con pedirle la renuncia.
─Ya bájate un poco del guayabo ─le espetó a bocajarro para luego rematar─, desde que te casaste andas siempre tarugo.
Se hizo un silencio grave. Campuzano quiso alegar algo pero el Ingeniero Medina, Subdirector del área de Planeación, lo fulminó con la mirada. Memito Campuzano apenas pudo balbucir que tenía problemas con su mujer.
─¡Hombre, pero si apenas llevas tres meses de casado!
─Es que... es que mi mujer se fue a vivir con su mamá.
El Ingeniero Medina cambió su expresión. Como si pudiera escudriñar el alma de la gente con la mirada, vio en este pobre hombre la persona que el mismo Rigoberto fue o pudo ser alguna vez: una víctima más de la invectiva femenina. Entonces, Rigoberto Medina Mendieta, amigo de sus compañeros, consejero de sus empleados, líder de sus subalternos, le reveló a Memo Campuzano, la fórmula infalible para que, generación tras generación de los Medina, sus mujeres permanecieran fieles a su marido y señor:
─Hay que tenerlas bien comidas, bien vestidas y bien cogidas.
Miró a su subalterno directamente a los ojos y preguntó:
─Ahora, piensa, ¿en cuál fallaste tú?
El rostro de Campuzano cambió de color y con tono vacilante empezó a decir algo que se le atoraba en la garganta, algo que sólo se confía al mejor de los amigos, algo que... Medina lo interrumpió:
─Te dije que lo pensaras, no que me lo dijeras. Piénsalo, piénsalo ─y concluyó con una máxima que le había escuchado a su padre alguna vez─, pero ten presente que con ellas, un paso hacia atrás es un paso hacia el abismo.
Campuzano asintió desilusionado. Rigoberto cambió de tema como si nada y le dijo que no lo había mandado llamar para darle consejos. Campuzano se rascó la cabeza y empezó a mover la lengua bajo los carrillos. Medina le pidió que hiciera una reservación en un exclusivo restaurante y que comprara un ramo de rosas rojas para el día siguiente, pero sin que se enterara la señorita Laura. Después sacudió los dedos con displicencia, para indicarle a su subordinado que podía irse.
Cuando quedó solo en la oficina, Medina sonrió satisfecho mientras anotaba en su agenda personal el brillante silogismo que acababa de ocurrírsele: "Sí detrás de todo gran hombre hay una pobre mujer, detrás de todo pobre diablo hay una gran arpía" y se imaginó a la mujer de Campuzano con cuerpo de zopilote. En la tarde salió a comer con Laura. Como siempre, Rigoberto eligió el restaurante y el menú. Después eligió los postres y decidió no pedir café porque tenía prisa. Luego pasó a comprar sus revistas de armas. En su oficina tenía una colección completa de Soldado de Fortuna junto a sus manuales de contrainsurgencia. Y en un sitio especial, forrados en piel, sus libros de estrategia de Von Clausewitz y Sun Tzu. Mientras manejaba pensó que de no haber estudiado ingeniería hubiera escogido la vida castrense. Tenía la fuerza, la disciplina y la voluntad de lucha del mejor soldado. Pero le gustaba pensar que su frente estaba en la oficina y que un hombre podía ser un héroe si sabía enfrentar con éxito las situaciones de peligro que se presentaban en la vida.
Cuando llegaron al edificio, Laura insistió en invitarlo a pasar a su departamento. Aunque él no estaba de humor, aceptó porque de alguna manera tenía que desquitar la renta que pagaba mes con mes. Laura le ofreció una copa y lo sentó en un sillón mientras iba a ponerse "más cómoda". Cuando regresó, Rigoberto ya había encendido la tele para ver Combate. Laura se atravesó frente al aparato modelando provocativamente un negligé negro que dejaba entrever una toallita sanitaria. Rigoberto se imaginó una yegua pura sangre en un desfile militar. Aunque sabía que no se acostumbraba llevar yeguas ni a campañas ni a desfiles, la comparación le pareció inevitable. Las ancas de Laurita no sugerían otra cosa. Ella le preguntó si no sentía calor y le quitó la bufanda. Rigo no se acordó hasta que Lauris se quedó mirando extrañada, la nueva marca del cuello.
─¿Y eso? ─preguntó, Laura.
─Lo que me hiciste la vez pasada... ─y antes de que volviera a preguntar, agregó─ te pones como loca y ni cuenta te das.
Ella torció la boca con incredulidad. Él se quitó la chamarra. Ella apagó la tele. Él se atrincheró en el sillón y empezó sus respiraciones mientras se desabrochaba la camisa. No le gustaban las acciones bélicas en período de paz pero no podía rechazar el combate sin quedar en ridículo. Cuando Rigo se bajaba pantalones y calzoncillos, se escuchó el relincho estruendoso de la caballería. Rigo tenía emplazada su artillería apuntando justo en el centro de las fuerzas contrarias. En el aire podía sentirse la tensión que se rompió de pronto por un gruñido de las tripas de Rigo. El enemigo aprovechó la distracción para romper hostilidades con una violenta y vigorosa carga que el fuego de Rigoberto apenas pudo contener. Ella se le fue encima acometiendo con increíble energía. Los dos rodaron por dentro y por fuera de la alfombra. Ella perdió las bragas y la toallita en lo más tupido del combate. Era una lucha encarnizada y sangrienta en un terreno irregular. Él quiso rehacerse tomando un respiro pero ella lo jaló de los cabellos y lo mordió en el pecho. "Aughh". Su gritó sólo consiguió excitar al adversario. Muy pronto, el frenético empuje de la caballada arrolló con sus líneas de defensa. Sus fuerzas empezaron a flaquear. Ella lo rodeó con las piernas. El intentó salir dos veces de su posición, apoyando sus manos en el suelo para sacudirse al enemigo o avanzar. Pero fue imposible. Ella lo tenía atenazado con sus potentes flancos. Esta vez no hubo escapatoria. Cuando Rigoberto sintió en sus espaldas el mosaico frío de la entrada, no resistió más y se vació envuelto en un tapete que decía "Bienvenido".
Al otro día Laura se reportó enferma. Rigoberto prefirió no llamarla. No quería hacer ningún compromiso para esa tarde de viernes. Ya le había dicho a Sara que no lo esperara a cenar porque iba a tener junta con el Director. Esta vez llevaba una camisa de cuello Mao para disimular las marcas. La que tenía, en forma de tarántula, en el centro del pecho, había opacado a las dos del cuello que poco a poco iban desdibujándose. Llegó antes de las tres a donde había quedado de verse con Claudia. Rigoberto hubiera pasado a recogerla pero ella decidió encontrarlo directamente a la hora de la comida en el restaurante. Quiso elegir el menú pero ella le dijo que sólo acostumbraba comer ensaladas. Tampoco aceptó los aperitivos para estimular el apetito ni los digestivos de la sobremesa. Claudia era un baluarte inexpugnable. Esto hacía mayor el reto pero le daba más atractivo. A Rigoberto tampoco le gustaban las mujeres fáciles. Además, cobrar esta presa tenía un mérito mayor porque según le estaba contando, era psicóloga y estaba realmente enamorada de su pareja. Rigoberto también empezó a hablar maravillas de Sara. Dijo que la amaba y que a través de todos estos años de casado su cariño había madurado. Pero de pronto cambió el tono y mirándola a los ojos, le dijo melodramático: "Sin embargo... extraño la pasión de los primeros tiempos". Esto bastó para que ella lanzara una larga disquisición sobre los cambios en la relación matrimonial y las ventajas que trae el fin de la pasión. Rigoberto la atajó bruscamente diciéndole que lo que realmente extrañaba era la intensidad de las relaciones sexuales. Claudia se quedó callada. Los ojos de Rigo relampaguearon de extraña manera.
─Claro que te platico esto porque eres una persona de amplio criterio y supongo que como buena psicóloga, debes saber que la mayoría de los problemas del matrimonio vienen del problema sexual, ¿no? ─dijo esto último con un tono más que sugerente.
─Bueno, bueno, no todos ─respondió ella con una sonrisa y le reviró─, hay conflictos que tienen que ver más con parejas mal avenidas, con esposas frustradas o con maridos infieles...
─En todo caso es lo mismo. El problema es el sexo... La guerra de los sexos.
Ella se rió abiertamente y le dijo con ironía:
─Ándale, entonces tú eres de los que creen que la vida en pareja es un campo de batalla, ¿verdad?
─¿Y qué más, sino una lucha de poder entre hombres y mujeres?
─Pues entonces ten cuidado, porque hay otras guerras más despiadadas.
Rigoberto no supo qué contestar y Claudia aprovechó para pedir la cuenta. Rogoberto no la dejó pagar y le pidió que continuaran la conversación en un lugar más apropiado. Claudia se disculpó diciendo que tenía una cita. Rogo le pidió que se quedara a explicarle cómo montar los exhibidores. Claudia le dijo que al día siguiente se los llevaba a su oficina y le enseñaba, remarcó con la más seductora de sus sonrisas, otras cosas más bonitas del catálogo. Cuando arrancó el auto de ella, a Rigo le quedaron varios pensamientos contradictorios revoloteando en la cabeza.
Como no encontró a ninguno de sus amigos, enfundó su celular en la cintura en el mejor estilo de pistolero del viejo oeste. Luego pidió otro whiskey en el bar donde había ido a refugiarse. Observó a su alrededor. Había varias mesas ocupadas con mujeres solas que platicaban en voz alta y reían a carcajadas. Le parecieron vulgares. Recordó aquel refrán que decía: "En tiempos de guerra cualquier hoyo es trinchera", pero no estaba con ánimos de iniciar ningún ligue pasajero. Además sabía por experiencia que las trincheras también pueden convertirse en tumbas. Cuando dejó la propina, la mesera hizo un gesto semejante a un guiño que él juzgó forzado.
Llegó a la casa pasadas las once. Las luces estaban apagadas. Fue hasta la barra de la sala a servirse un trago. Se sentó en el sillón más mullido y sintió que estaba mejor así, a oscuras, sin ser detectado por el enemigo. Entonces comprendió que estaba en territorio ajeno, que ninguna de las cosas de la casa le pertenecían a pesar de haber sido compradas con su dinero, que no existía ningún lugar que pudiese llamar completamente suyo. Ni en el estudio, ni en la alcoba se sentía en completa intimidad, en total libertad de cambiar el decorado, andar desnudo o hacer retemblar el centro de la tierra con el sonoro rugir de sus flatos. Siempre estaba Sara acompañada de un estado mayor de sirvientas prestas a atenderlo, servirlo y ordenar todos y cada uno de los objetos que hacían la armonía del hogar. En esa casa no se movía ni la punta de un cenicero sin la voluntad de su esposa.
En el último trago pensó con desenfado que las mujeres acababan adueñándose de todos los espacios. Lo mismo en su trabajo, donde la férrea voluntad de su secretaria había transformado la oficina en una especie de invernadero de plantas enanas que invadían su escritorio. En ese momento descubrió que sólo estaba a sus anchas en el baño y fue ahí donde buscó el único trono que le pertenecía para descargar con alivio todas sus ansiedades en un chorro dorado. Mirándose el flácido miembro, encontró el consuelo ante tanto despojo pensando que aquel pedazo de carne aparentemente inofensivo era su arma secreta y mientras lo sacudía, exclamó: "¡como un misil nuclear!"
Cuando entró a su cuarto, su mujer dormía profundamente. Rigoberto se puso la piyama sin preocuparse por ser visto. La respiración de su esposa era pesada. Rigoberto se acurrucó a su lado. Ella aspiraba y expiraba con la fuerza de algo que ascendiera desde el fondo del agua y volviera a sumergirse. Luego metió un brazo bajo su cabeza y con el otro rodeó su cintura. No como una sirena sino como un objeto pesado, voluminoso, metálico. Sintió el fuerte fuelleo de su caja torácica. Imaginó un submarino. Sin darse cuenta, él también fue sumergiéndose en un sopor ligero. En una noche tranquila con el mar en calma. Desde el puente de mando, como complacido capitán, sentía el suave navegar de su acorazado. Se arrullaba con el ligero ronroneo de sus motores. En el umbral de la anestesia, lo sobresaltó un brusco movimiento. Sara se había vuelto de improviso. Para intimidarlo, no llevaba nada debajo del camisón. Beto reaccionó con lentitud tratando de virar a todo lo que daban sus máquinas. Fue demasiado tarde. Antes de que pudiera repeler el ataque, ella ya lo tenía sujeto por la proa. Del submarino desembarcó una turba de piratas tomando por asalto su navío. De pronto se hizo un forcejeo feroz en la cubierta. Aunque por momentos Beto respondía a la ofensiva, el empuje del enemigo era devastador. En la parte de las calderas estalló un incendio. La nave empezó a hacer agua hasta desbalancearse. Rigo, desesperado, siguió los tres principios de la fuerza naval: mantenerse a flote, mantenerse a flote y mantenerse a flote. Cuando estaba a punto de zozobrar, una terrible mordida en el hombro le anunció que el enemigo estaba deponiendo las armas. Dio gracias al señor y siguió a la contraofensiva casi por compromiso mientras el contrario se abandonaba en placentera derrota.
Después de la batalla, mientras pasaba revista a su magro armamento pensó que tenía un acorazado, "de bolsillo", pero un acorazado al fin. Entonces lo invadió un sueño nervioso que lo hizo despertar tres veces durante la noche.
En la mañana le dijo a su mujer que iba a una reunión con sus subalternos pero regresaría después de la comida. Esta vez realmente no le importó si ella creía o no el pretexto ni tampoco si se había percatado del traje, gazné y loción que llevaba, inusual para una mañana sabatina. En la noche, ya le había demostrado quién llevaba los pantalones. De eso no podían quejarse ni Sara ni Laura. Las tenía bien comidas, bien vestidas y... en el tercer aspecto, que le había costado cuatro "heridas de guerra", las tenía mejor que en los dos anteriores. Sin embargo, cierta inquietud lo molestaba, cierto pensamiento que no alcanzaba a formarse en su mente. No quería estar en su casa, tampoco en su oficina. Anduvo en su automóvil por varias calles que no conocía y no supo cómo pero llegó hasta el departamento de Laura. Ella lo recibió con alegría y le sirvió una cuba mientras se bañaba.
Rigo encendió la tele. Había una película sobre unos invasores extraterrestres que llegaban a la tierra sin ser detectados. Mientras los países entraban en disputas irreconciliables, los invasores empezaban a suplantar a los hombres que ocupaban los puestos de mando. Luego se decretaba una paz tan injustificada como la guerra y sin que nadie lo advirtiera, los extraterrestres se adueñaban del planeta. Rigo se llenó de cierto desasosiego que no supo a qué atribuir. Cambió el canal y escuchó las noticias: un hombre estaba en prisión por haber asesinado al amante de su esposa. Ella se había divorciado del criminal y se había vuelto a casar con un millonario. Al enterarse, el exmarido preso había escapado para asesinar al nuevo esposo. Después de matarlo, el propio exmarido asesino se había entregado y la mujer se había convertido en una viuda millonaria. En ese momento, salió Laura del baño envuelta en una toalla y se detuvo frente al aparato. Rigo adivinó sus intenciones bélicas y antes de que pudiera incorporarse para ir al baño, Laura tiró la toalla. Sin darle tiempo de reaccionar, le bajó los pantalones, sacó su estandarte y se lo metió en la boca. Rigo no pudo concentrarse en sus respiraciones ni pudo definir táctica ni estrategia. Después, una violenta manipulación y una mordida en el muslo, lo remataron. La artillería gastó todos sus proyectiles, la infantería se rindió sin presentar combate y el acorazado se fue a pique. Laura trató de reanimarlo pero fue inútil, Rigoberto no reaccionó. Mientras Laura se vestía, Rigo permaneció en el sillón, como atornillado y con los pantalones bajados como si lo acabaran de degradar en ceremonia pública. Luego, Laura se puso a preparar la comida como si nada hubiera pasado.
En ese momento, Rigoberto Medina Mendieta, general de cinco estrellas, se metió al baño a degustar el amargo sabor de la derrota. Frente al espejo, mientras revisaba sus cinco heridas de guerra, descubrió que las marcas no eran escorpiones, ni arañas, ni serpientes sino banderitas amarillas, rojas y moradas que indicaban las posiciones de los ejércitos de Sara y de Laura, y los sitios de enfrentamiento. Ahí se dio cuenta cabal, definitiva, de que él nunca había peleado batalla alguna y de que los estragos visibles en el mapa maltratado de su cuerpo, no eran sino las primeras escaramuzas de una guerra prolongada que recién había comenzado.
*Cuento del libro Campo de Batalla (Eterno Femenino Ediciones. México, 2012).
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