martes, 31 de diciembre de 2013

Bastardos 13

Mientras más me lo dicen, más me… acuerdo


Cuando dos o más amigos se reúnen a beber, si de veras son amigos y están bebiendo en serio, el mundo cambia, para bien o para mal.
            Puede ocurrir como ocurrió con unos griegos que se reunieron para celebrar a uno de ellos, Agatón, con un banquete y que después de la comida y al calor de las copas se pusieron a echar rollo. ¿Y de qué pueden hablar los hombres solos?... Pues estos señores, como no eran muy afectos a la compañía femenina ni al futbol, prefirieron hablar del amor; tal vez porque sufrían de una terrible resaca o porque tenían otras intenciones más allá de la ingestión etílica. Sin embargo no hablaron de los chismes del pueblo ni de sus conquistas, sino de los dioses del amor, en especial de Eros, y las ideas que cada una de las deidades representaba.
            Inspirados por el vino hablaron bien y bonito del sacrificio por amor, del amor del alma, de la búsqueda de la otra mitad que a los hombres les fue arrebatada por los dioses, en fin, se expusieron todas las bondades que se desprenden de este sentimiento. Y cuando ya a varios combebientes les empezaba el hipo, tomó la palabra un viejillo cincuentón que a ratos parecía como distraído, pero que en el fondo practicaba el ensimismamiento para pensar mejor. A pesar de que le  gustaba empinar el codo jamás se embriagaba. Este señor, Sócrates por más nombre, dijo entre otras barbaridades que Eros en realidad era un demonio y que el objetivo del amor era la inmortalidad, que quien quisiera aspirar a ella desde joven, debía amar a los cuerpos bellos, pero no a uno sino a todos los cuerpos bellos, y que además debía considerar la belleza del alma mucho más importante que la belleza física.
      
      Sócrates hubiera continuado asombrando a los presentes si Alcibíades, el típico galán treintañero que nunca falta en las fiestas, no lo hubiera interrumpido diciendo que el viejo navegaba con bandera de pen...sador. Y luego ya entrado en infidencias propias de un ebrio, Alcíbíades incluso afirmó que el filósofo no quería practicarle el amor platónico, es decir “echárselo al plato”. No se sabe si dijo eso por despecho o por veneración, pero el caso es que de este convivio salieron algunos de los más altos conceptos del amor que por más de tres mil años han permeado al arte y la cultura.
            Casi cinco siglos después, se reunieron 12 amigos judíos y su maestro para una cena. Al parecer, ya con la confianza de los tragos, al maestro se le salió decir que uno de los discípulos que lo acompañaba aquella noche lo iba a traicionar. El ambiente se puso medio pesado y, uno por uno, ya en pleno saque de onda se le fueron acercando a su mentor para preguntarle en corto “¿Soy yo maestro, soy yo?” Él solamente dijo que quien se metiera con su comida era el renegado. Como Judas, uno de los convidados, no lo oyó o se hizo el desentendido, metió a remojar en salsa un pedazo de pan en el plato del señor, pero nadie se dio cuenta. Así que mientras todos, ya a medios chiles, discutían quién iba a ser el traidor y la cosa se estaba poniendo sumamente fea, el maestro decidió repartir el pan y hacer un brindis para calmar los ánimos. Alzando su copa dijo bien fuerte: “¡Tomad y bebed porque ésta es mi sangre del nuevo pacto”. Y como a Judas se le derramó la copa porque ya estaba muy astral, don Chucho les advirtió que si la bebían no la derramaran. También les dijo que no iba a libar más del fruto de la vid hasta el día en que brindara en el reino de Dios, y todos ya contentos, contestaron “¡Salud, Maestro!”

            De esta otra reunión de amigos nació un culto que lleva más de dos mil años y que conmemora cada semana aquella cena. También de ahí la costumbre entre miles de seguidores que afirman que “cuando más de dos hombres beben, baja el reino de Dios a la Tierra y su Maestro los acompaña.”
            Ya más cerca de nosotros, por ahí del año 2010, se reunieron a beber cinco jóvenes amigos: Ricardo, Eduardo, Luis, Paco y Miguel. Como no quiero entrar en escenas escabrosas que asocien a cualesquiera de ellos con Alcibíades o Judas, me voy a limitar a referirles que a alguien, no sé a quién, se le ocurrió la brillante idea de publicar una revista literaria que se centrara exclusivamente en el tema etílico y sus derivados. Y así, comenzando por buscar apoyos económicos y colaboraciones editoriales, acabaron concitando la piedad de otros escritores más viejos que también bebían. Esta feliz unión que se ha refrendado con frecuencia en cantinas de paso y pulquerías de brinquito, tiene ya su registro en las páginas de los muy respetables 13 números de la revista Los bastardos de la uva, y quizá durará hasta que la cirrosis hepática los separe. Si lo más difícil de toda publicación independiente es mantenerse, Los bastardos… han demostrado con su necedad que, como dice José Emilio Pacheco, la literatura “es como un vicio”.

          
  Aunque la conseja popular afirma que el 13 es un número de mala suerte, también representa la vuelta de un ciclo y el inicio de otro. En el caso de Los bastardos de la uva es una nueva ocasión para celebrar el arte y la vida. Como dice el viejo Erasmo de Rotterdam: “Los dioses se regocijan en juntar a los semejantes”. Por eso, queridos amigos, ¡mientras estemos juntos, en el cielo habrá fiesta!

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