martes, 31 de diciembre de 2013

El brindis del adiós

De adioses y otros licores.
R. Israel Miranda.

Star/Pro, 2013.

Luis Cardoza y Aragón afirmó que “La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre”. Lo que a primera lectura podría parecer dislate, hipérbole o contradicción, en realidad encierra una verdad del tamaño de una catedral. La poesía, sin lugar a dudas, representa uno de los más altos productos del intelecto humano.
         Tan solo por poner un ejemplo, basta con mencionar que en la elaboración de una simple metáfora (una de las dimensiones del poema) entran en feliz conjunción los hemisferios cerebrales. El izquierdo que aporta la comprensión y expresión del lenguaje, así como la memoria musical; y el derecho que incluye la comunicación emocional y la memoria visuoespacial. Así que en el frenesí de este intercambio sináptico se pueden engendrar versos como éste: “y el silencio es un filo de navaja”. Al proceso que les da forma le llamamos imaginación; y a su producto, creación. En ella se cristaliza una nueva realidad, tan abstracta y compleja como una ecuación de tercer grado.


La máquina de sentir
Hace medio siglo, los pioneros de la inteligencia artificial pronosticaron que en un futuro próximo, la computadora iba a rebasar los límites de la inteligencia humana. Para demostrarlo se fijaron dos metas: lograr que un programa de computadora le ganara al campeón mundial de ajedrez y que otro escribiera sonetos con la misma calidad que los de Shakespeare.

Se alcanzó la primera meta en 1997, cuando la supercomputadora de IBM Deep Blue derrotó al entonces campeón Garry Kasparov. La segunda lleva varios intentos malogrados. En 1959 el ingeniero Théo Lutz y el lingüista Max Bense, construyeron la Stochastische Texte, una calculadora que podía redactar versos de métrica aceptable pero absolutamente anodinos. Para 1976, Ángel Carmona publicó Poemas V2, un poemario realizado con el entonces novedoso sistema 32 de IBM. El resultado fue una serie de sentencias en verso que tienen la gracia, la belleza y la agilidad de un bulldozer. Ya lo dijo Octavio Paz: “Hay máquinas de rimar pero no de poetizar”.
La segunda meta, sin duda es la más difícil porque va más allá del conocimiento y la aplicación de las técnicas literarias o del uso de los recursos retóricos. No se trata de hilvanar palabras que cumplan satisfactoriamente con la métrica y la rima de un soneto alejandrino, sino de transmitir la emoción que nos produce ese género. Para lograrlo sería necesario que la computadora pudiera confeccionar poemas capaces de conmover, de producir emociones en sus lectores como lo hace el cerebro humano. ¿O se podría diseñar un programa que sintiera como sentimos? ¿Será posible armar una computadora que quiera vivir lo que sueña, u otra que se suicide por amor, o una más que se disturbe en la lujuria y otra que sea adicta a las anfetaminas?

La belleza del desgarramiento
Además de su carácter emotivo, el lenguaje de la poesía es puro ritmo. O dicho de otra manera, es precisamente la emoción la que dispara ese ritmo. En su fluir de frases se asemeja a la expresión de otros estados alterados como el delirio, la somniloquia o la glosolalia. Sin embargo, la poesía se distingue por disponer de los recursos de la inteligencia y la razón al servicio del arte y las emociones.
         Durante muchos siglos este lenguaje expresó sensaciones y sentimientos sublimes y simétricos, que con el paso de los cataclismos se volvieron perversos en los rituales oscuros de los modernistas, y desbocados en el vértigo de las vanguardias. La búsqueda cambió de rumbos y de ritmos. Como dice Gabriel Trujillo Muñoz: si en un principio se buscaba la verdad en la belleza, después se buscó la belleza en la verdad. El problema es que la verdad suele ser monstruosa y reconocerlo da urticaria.
En plena intoxicación, a la estética le brotaron sentimientos tan execrables como el odio (“Poema al odio” de Eduardo Lizalde), o actos tan deleznables como la micción (“Oda a las ganas” de Ricardo Castillo), que en ritmos sincopados hicieron cantar al grito y la blasfemia. Entonces fue posible presentar fluidos o excrecencias corporales -la sangre, el semen y la mierda- con todas sus letras, o usarlos como metáforas de actualidad. ¿De qué otro modo se poetiza la soledad, el desarraigo o el desgarramiento de estos últimos días en el planeta?

El libro de los adioses
A los intentos de la tecnología por apoderarse del arte, sólo puede sobrevivir una poesía salvaje y luminosa, que de tan descarnada resulte irreductible incluso para los más avanzados programas de computadora. Una poesía de palabras filosas, tan ligeras como una gillette o tan contundentes como un hacha, pero que sepa desollar con dulzura las emociones más escondidas.

“sobre todo en las noches pierdo altura
y el silencio es frío como nunca
y el silencio es profundo como nunca
y el silencio es un filo de navaja
que corta lentamente un cuerpo
cansado de andar a tientas
cansado de buscar madrugadas
más afortunadas
cansado de tocar a la misma puerta
que siempre está cerrada”

Una poesía que de tan viva contagie su temblor y empape con su transpiración las manos del lector; pero de tanta profundidad que a través de su herida descubra el corazón.
“tengo un amor inacabable que necesita ser alimentado
que no tiene más vocación que tus besos
y una sed que sólo puede ser colmada con tu sangre

tengo mil versos atorados que llevan tu nombre
que reclaman tu cuerpo
que sólo quieren descansar en tus anhelos

tengo tu nombre de desierto atorado en la garganta”

Una poesía como la de R. Israel Miranda que a fuerza de golpes repetidos, ritmo y matáfora, nos devuelva la frescura de las palabras, su vocación de espejo, su peso exacto.
“¿escuchas eso?
¿en verdad no lo escuchas?
si pones atención sabrás de lo que hablo

debajo del sonido lejano de los vendedores ambulantes
y el motor de los autos
debajo de esa música casi imperceptible
debajo de las pisadas de los insectos
e incluso de mi respiración y mi pulso
está el silencio”

Se ha dicho que el llanto nos limpia el alma y los adioses nos envejecen. El licor de estos adioses, en cambio, es de los que devuelven la juventud, de los que sirven –como dice Eusebio Ruvalcaba que sirve la buena poesía- para conocernos a nosotros mismos y adentrarnos en nuestra complejidad interna.

         En fin, en un mundo que se desmorona ante nuestros ojos, sólo nos queda la alquimia de una poesía que convierte la sangre en rosa, El semen en alba y la mierda en oro. ¡Por ella va nuestra última apuesta!

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