De adioses y otros licores.
R. Israel Miranda.
Star/Pro, 2013.
Luis Cardoza y Aragón afirmó que “La poesía es la única prueba concreta
de la existencia del hombre”. Lo que a primera lectura podría parecer dislate,
hipérbole o contradicción, en realidad encierra una verdad del tamaño de una
catedral. La poesía, sin lugar a dudas, representa uno de los más altos
productos del intelecto humano.
Tan solo por poner un
ejemplo, basta con mencionar que en la elaboración de una simple metáfora (una
de las dimensiones del poema) entran en feliz conjunción los hemisferios
cerebrales. El izquierdo que aporta la comprensión y expresión del lenguaje,
así como la memoria musical; y el derecho que incluye la comunicación emocional
y la memoria visuoespacial. Así que en el frenesí de este intercambio sináptico
se pueden engendrar versos como éste: “y el silencio es un filo de navaja”. Al
proceso que les da forma le llamamos imaginación; y a su producto, creación. En
ella se cristaliza una nueva realidad, tan abstracta y compleja como una
ecuación de tercer grado.
La máquina de
sentir
Hace medio siglo, los pioneros de la inteligencia artificial
pronosticaron que en un futuro próximo, la computadora iba a rebasar los
límites de la inteligencia humana. Para demostrarlo se fijaron dos metas: lograr
que un programa de computadora le ganara al campeón mundial de ajedrez y que
otro escribiera sonetos con la misma calidad que los de Shakespeare.
Se alcanzó la
primera meta en 1997, cuando la supercomputadora de IBM Deep Blue derrotó al
entonces campeón Garry Kasparov. La segunda lleva varios intentos malogrados.
En 1959 el ingeniero Théo Lutz y el lingüista Max Bense, construyeron la Stochastische
Texte, una calculadora que podía redactar versos de métrica aceptable pero
absolutamente anodinos. Para 1976, Ángel Carmona publicó Poemas V2, un poemario realizado con el entonces novedoso sistema
32 de IBM. El resultado fue una serie de sentencias en verso que tienen la
gracia, la belleza y la agilidad de un bulldozer.
Ya lo dijo Octavio Paz: “Hay máquinas de rimar pero no de poetizar”.
La segunda meta,
sin duda es la más difícil porque va más allá del conocimiento y la aplicación
de las técnicas literarias o del uso de los recursos retóricos. No se trata de
hilvanar palabras que cumplan satisfactoriamente con la métrica y la rima de un
soneto alejandrino, sino de transmitir la emoción que nos produce ese género.
Para lograrlo sería necesario que la computadora pudiera confeccionar poemas
capaces de conmover, de producir emociones en sus lectores como lo hace el
cerebro humano. ¿O se podría diseñar un programa que sintiera como sentimos? ¿Será
posible armar una computadora que quiera vivir lo que sueña, u otra que se suicide
por amor, o una más que se disturbe en la lujuria y otra que sea adicta a las anfetaminas?
La belleza del desgarramiento
Además de su carácter emotivo, el lenguaje de la poesía es puro ritmo. O
dicho de otra manera, es precisamente la emoción la que dispara ese ritmo. En
su fluir de frases se asemeja a la expresión de otros estados alterados como el
delirio, la somniloquia o la glosolalia. Sin embargo, la poesía se distingue por disponer de los
recursos de la inteligencia y la razón al servicio del arte y las emociones.
Durante muchos siglos este
lenguaje expresó sensaciones y sentimientos sublimes y simétricos, que con el
paso de los cataclismos se volvieron perversos en los rituales oscuros de los
modernistas, y desbocados en el vértigo de las vanguardias. La búsqueda cambió
de rumbos y de ritmos. Como dice Gabriel Trujillo Muñoz: si en un principio se
buscaba la verdad en la belleza, después se buscó la belleza en la verdad. El
problema es que la verdad suele ser monstruosa y reconocerlo da urticaria.
En plena
intoxicación, a la estética le brotaron sentimientos tan execrables como el
odio (“Poema al odio” de Eduardo Lizalde), o actos tan deleznables como la
micción (“Oda a las ganas” de Ricardo Castillo), que en ritmos sincopados
hicieron cantar al grito y la blasfemia. Entonces fue posible presentar fluidos
o excrecencias corporales -la sangre, el semen y la mierda- con todas sus
letras, o usarlos como metáforas de actualidad. ¿De qué otro modo se poetiza la
soledad, el desarraigo o el desgarramiento de estos últimos días en el planeta?
El libro de los
adioses
A los intentos de la tecnología por apoderarse del arte, sólo puede
sobrevivir una poesía salvaje y luminosa, que de tan descarnada resulte irreductible
incluso para los más avanzados programas de computadora. Una poesía de palabras
filosas, tan ligeras como una gillette
o tan contundentes como un hacha, pero que sepa desollar con dulzura las emociones
más escondidas.
“sobre todo en las noches pierdo
altura
y el silencio es frío como nunca
y el silencio es profundo como nunca
y el silencio es un filo de navaja
que corta lentamente un cuerpo
cansado de andar a tientas
cansado de buscar madrugadas
más afortunadas
cansado de tocar a la misma puerta
que siempre está cerrada”
y el silencio es frío como nunca
y el silencio es profundo como nunca
y el silencio es un filo de navaja
que corta lentamente un cuerpo
cansado de andar a tientas
cansado de buscar madrugadas
más afortunadas
cansado de tocar a la misma puerta
que siempre está cerrada”
Una poesía que de tan viva contagie su temblor y empape con su
transpiración las manos del lector; pero de tanta profundidad que a través de
su herida descubra el corazón.
“tengo un amor inacabable que
necesita ser alimentado
que no tiene más vocación que tus
besos
y una sed que sólo puede ser colmada con tu sangre
y una sed que sólo puede ser colmada con tu sangre
tengo mil versos atorados que
llevan tu nombre
que reclaman tu cuerpo
que reclaman tu cuerpo
que sólo quieren descansar en tus
anhelos
tengo tu nombre de desierto atorado en la garganta”
Una poesía como la de R. Israel Miranda que a fuerza de golpes repetidos,
ritmo y matáfora, nos devuelva la frescura de las palabras, su vocación de
espejo, su peso exacto.
“¿escuchas eso?
¿en verdad no lo escuchas?
si pones atención sabrás de lo
que hablo
debajo del sonido lejano de los
vendedores ambulantes
y el motor de los autos
debajo de esa música casi
imperceptible
debajo de las pisadas de los
insectos
e incluso de mi respiración y mi
pulso
está el silencio”
Se ha dicho que el llanto nos limpia el alma y los adioses nos envejecen.
El licor de estos adioses, en cambio, es de los que devuelven la juventud, de
los que sirven –como dice Eusebio Ruvalcaba que sirve la buena poesía- para
conocernos a nosotros mismos y adentrarnos en nuestra complejidad interna.
En fin, en un mundo que se
desmorona ante nuestros ojos, sólo nos queda la alquimia de una poesía que
convierte la sangre en rosa, El semen en alba y la mierda en oro. ¡Por ella va
nuestra última apuesta!
No hay comentarios:
Publicar un comentario