viernes, 30 de octubre de 2009

Desde las puertas de La Sorpresa I

“Plateros... San Francisco... Madero... Nombres varios para el caudal único, para el pulso único de la Ciudad. No hay una de las 24 horas en que la Avenida no conozca mi pisada”: así define el poeta Ramón López Velarde su predilección por una de las calles de mayor tradición en la Ciudad de México: Francisco I. Madero. En esta calle se alzó uno de los conjuntos religiosos más grandes y lujosos de América. Ahí vivió el emperador Iturbide. Por ella se pasearon ansiosos los lagartijos del porfiriato al acecho de las damas más elegantes de la capital.

Asiento de grandes edificios comerciales y joyerías que desembocan en la Plaza Mayor; Madero, la avenida de muchedumbres apresuradas y revueltas, también nos conduce hacia un pasado lleno de historias.


El origen de una calle

La Gran Tenochtitlan fue delineada por los aztecas como un mapa cósmico de cuatro direcciones. Sobre ella los españoles diseñaron la nueva ciudad como un tablero de ajedrez.

Ellos pensaron que era necesario agrupar los gremios en puntos determinados de la ciudad. Así decretan que los joyeros y los plateros ocupen posiciones en la calle que va de la Plaza de Armas al Convento de San Francisco.

Por eso, en sus comienzos, a esta misma calle se le conoce de acuerdo con sus sitios de referencia: saliendo del Zócalo es Plateros, después se le llama la Profesa, a la altura del templo del mismo nombre, y termina nombrándose San Francisco, en el convento franciscano.

En 1522 llegan los primeros evangelizadores: 12 frailes franciscanos y 12 frailes dominicos a echarse en hombros la titánica tarea de convertir a la religión católica a los pueblos recién conquistados.

Para estar más cerca de los barrios indígenas, los franciscanos deciden fundar su convento hacia el poniente de la ciudad, en el terreno donde antes estuvo el zoológico de Moctezuma: sus fieras, sus aves, sus reptiles...

Ahí edifican un templo pequeño que al paso de los siglos se amplía hasta convertirse en un enorme conjunto de 33 mil metros cuadrados que contiene dos claustros, una iglesia y cuatro capillas.

Sus terrenos forman el cuadro delimitado por lo que ahora son las calles de Madero, Lázaro Cárdenas, Venustiano Carranza y Bolívar. Ahí se encontraba la primera capilla para indios y la escuela de artes y oficios de Fray Pedro de Gante.

Su interior guardaba numerosas obras de arte, magníficos retablos, bellas escalinatas, fuentes, jardínes y caballerizas. El conjunto era tan impresionante que la gente llamaba a la escalera de entrada “la puerta del cielo”.
El convento de los franciscanos reflejaba la importancia de la iglesia en la sociedad novohispana. En torno a los templos y los conventos giraba la vida espiritual, pero también la vida mundana de la ciudad como bien lo recuerdan estos versos anónimos: “Al pasar por el puente de San Francisco/ el demonio de un fraile me dio un pellizco/ y mi madre me dice con gran paciencia/ deja que te pellizque su reverencia”.

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