Más
allá de los elogios de sus amigos y admiradores, más allá de las críticas de las
feministas, Gabriel García Márquez continúa siendo el escritor latinoamericano
más leído y el tercero que más libros vende en el planeta. Después de
sobrevivir al premio Nobel de literatura en 1982 y a los homenajes por su
octogésimo quinto cumpleaños, “Gabo” ha tenido que enfrentar una serie de
enfermedades que lo mantienen muy lejos del mundo.
Acosado por una legión de entrevistadores y buscadores
de noticias ansiosos del mínimo comentario suyo, por los amigos como Julio
Scherer o Bill Clinton que le llaman o lo visitan aun cuando ni siquiera pueda
reconocerlos, el novelista de Aracataca vive cada vez menos para su leyenda
pública y cada vez más para una nebulosa donde se extravían sus recuerdos más
próximos.
En alguno de los momentos en que la enfermedad le da
tregua, antes de cerrar los ojos vencido por el sueño de la comida, el creador
de Macondo quizá revise sus libros y se acuerde de otro fugitivo de la fama:
Juan Rulfo, nacido un 16 de mayo del año 17. Y quizá también justifique el
laconismo en que el autor jaliscience se refugiaba frente a las preguntas de
los periodistas, y la asombrosa habilidad con que se les escabullía por las
puertas de servicio de los hoteles.
Sin duda rememorará el estremecimiento que le causó la
primera lectura de Pedro Páramo y la
imposibilidad de disfrutar cualquier otra novela durante ese primer año en el
Liceo de Zipaquirá. Pensará que entre él y Rulfo hay muchas similitudes: no
sólo la convivencia en el universo infinito de la literatura, sino también su
condición de exilados. Qué difícil empezar en una ciudad extraña. Qué difícil sobrevivir. ¿Te
acuerdas, Rulfo?
JR: Fue por el 33, aún no tenía catorce años. Había
una huelga en la Universidad de Guadalajara. Me vine a México a terminar la
preparatoria. No me revalidaron los estudios. Iba como oyente a Mascarones y
como casi no conocía a nadie, me la pasaba en Chapultepec. Mi jardín era todo
el bosque. En él podía caminar a solas y leer. Convivía con la soledad, hablaba
con ella, pasaba las noches con mi angustia y mi conciencia.
GM: Yo, en cambio, venía de la costa, era un muchacho
de trece años. Bogotá me pareció una ciudad lúgubre y lluviosa. Cuando llegaron
a recogerme a la estación del tren, me eché a llorar. Estar de interno en el
Liceo de Zipaquirá era para mí como un castigo. Los domingos no tenía nada qué
hacer y, para no aburrirme, me metía en la biblioteca del colegio. Allí empecé
a leer poesía.
JR: Yo comencé a leer a Korolenko, al Sacha Yegulev de
Andreiev, que estaba de moda. En aquella época también leía a Hansum, a Selma
Lagerloff, a Ibsen.
GM: Qué curioso. A mí la novela me interesó hasta que
estaba en primer año de derecho y leí La metamorfosis.
Fue entonces cuando decidí leer todas las novelas importantes que se hubiesen
escrito desde el comienzo de la humanidad.
JR: El Quijote,
el Fausto de Goethe...
GM: No, empecé más atrás. Desde La Biblia que es un
libro cojonudo donde pasan cosas fantásticas. Dejé todo, inclusive mi carrera
de derecho, y me dediqué solamente a leer novelas. A leer novelas y escribir.
JR: A mí las inquietudes por la escritura se me dieron
cuando trabajaba en el Archivo de Migración. Ganaba ochenta y cuatro pesos
mensuales y vivía en una casa de huéspedes. Me sentía muy solo y para librarme
de la angustia me puse a escribir una novela.
GM: ¿Pedro
Páramo?
JR: No. Se llamaba El
Hijo del Desaliento. De ella sólo quedó un capítulo aparecido mucho tiempo
después como “Un pedazo de noche”. Tuve la fortuna de que en Migración también
trabajara Efrén Hernández que era poeta y cuentista además de director de la
revista América. Él se enteró, no sé
cómo, de que me gustaba escribir en secreto y me animó a que le enseñara mis
páginas. A él le debo mi primera publicación: “La vida no es muy seria en sus
cosas”.
GM: Yo escribí mi primera novela: La hojarasca, en una sala de redacción.
JR: Me parece casi imposible escribir entre tanta
gente.
GM: Me hubiera gustado escribirla en una isla desierta
por la mañana. En un lugar donde hubiera un silencio absoluto. Pero la escribí
de noche en una sala de redacción desierta, cuando ya todo el mundo se había
ido.
JR: ¿Qué edad tenías entonces?
GM: Tenía 22 años. Vivía en hoteles de paso. Trabajaba
en un periódico ganando tres pesos por columna y, a veces, tres más por
editorial. Cuando no conseguía el peso cincuenta para pagar el cuarto, le
dejaba al portero del hotel, en depósito, los originales de La Hojarasca.
JR: ¿Y cómo la publicaste?
GM: Me tardé cinco años en encontrarle editor. La
envié a una editorial argentina y me la devolvieron con una carta del crítico
Guillermo de Torre, en que me aconsejaba dedicarme a otra cosa.
JR: Lo mismo me dijeron a mí. Me acuerdo que en 1954
durante las sesiones del Centro Mexicano de Escritores, cada miércoles por la
tarde nos reuníamos a leer y criticar textos. Asistían entre otros Miguel
Guardia, Juan José Arreola, Alí Chumacero y Ricardo Garibay. Yo acababa de
terminar una novela que durante años había ido tomando forma en mi cabeza.
GM: ¿Ahora sí Pedro
Páramo, verdad?
JR: Sí, era una imagen que yo traía desde chamaco. Una
muchachita a la que yo conocí brevemente cuando tenía trece años. Se llamaba
Susana San Juan. Nunca más he vuelto a encontrarla.
GM: ¡Caray! Cuánto tiempo te llevó escribir esa
novela.
JR: Fue hasta mayo del 54 cuando sentí por fin haber
encontrado el tono y la atmósfera tan buscada para el libro. Ignoro todavía de
dónde salieron las intuiciones a las que debo la novela. Fue como si alguien me
la dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en
papelitos verdes y azules.
GM: Algo semejante me ocurrió un día yendo para
Acapulco con mi esposa Mercedes y los niños. Yo traía una historia que estuve
pensando durante 15 años. Era un poco la constancia poética del mundo de mi
infancia. El recuerdo de una casa grande, muy triste, con una hermana que comía
tierra y una abuela adivina, y numerosos parientes de nombres iguales que nunca
distinguieron entre la felicidad y la demencia.
JR: ¿Y el viaje a Acapulco?
GM: A medio camino, mientras manejaba, tuve una
revelación: debía contar la historia como mi abuela contaba las suyas, las
historias más fantásticas que jamás he oído, contadas sin conmoverse, como si
esas cosas tan increíbles sucedieran cualquier día. Así que pensando en el tono
y la estructura, di media vuelta y nunca llegué a Acapulco. Empeñé el automóvil
y me dediqué a escribir Cien Años de
Soledad.
JR: Yo no tuve una abuela que me contara sus
historias. En mi pueblo la gente es cerrada. En las tardes se sientan en sus
equipales a platicarse cuentos pero en cuanto uno llega se quedan callados o
empiezan a hablar del tiempo: “parece que por ai vienen las nubes...” En fin,
yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias. Por eso me vi
obligado a inventarlas yo mismo.
GM: Yo también armo mis historias pero tratando
siempre de hacer una transposición poética de la realidad. El coronel no tiene quien le escriba, La hojarasca y muchos cuentos de Los funerales de la Mamá Grande son libros inspirados en la
realidad de Colombia. Como te dije, la pista me la dieron los relatos de mi
abuela. Para ella los mitos, las leyendas, las creencias de la gente formaban
parte de la vida cotidiana. Pensando en ella me di cuenta de que no estaba
inventando nada, sino simplemente captando y refiriendo un mundo de presagios,
de terapias, de premoniciones, de supersticiones, un mundo muy nuestro, muy de
Latinoamérica.
JR: No estoy muy de acuerdo. Creo yo que en esta
cuestión de la creación es fundamental pensar en qué sabe uno, qué mentiras va
a decir; pensar que si uno entra en la verdad, en la realidad de las cosas
conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje.
GM: A mí me resulta completamente inaccesible la idea
de que se pueda escribir algo que no le haya sucedido a uno, algo que uno no
haya concebido desde ese punto de partida. Yo nunca podría escribir una línea a
partir de una idea; parto siempre de una imagen, de un sentimiento y todo el
libro desarrolla esa tesis. A partir de una idea se podrán escribir ensayos,
tratados, no otras cosas.
JR: En cambio a mí me han criticado mucho mis paisanos
que cuento mentiras, que no hago historia, o que todo lo que platico o escribo,
dicen, nunca ha sucedido y así es. Para mí lo primordial es la imaginación.
GM: Sí, la imaginación... Sin embargo todo personaje,
toda historia es una especie de collage.
Uno toma seres reales y va agarrando pedazos de unos y otros y luego arma un
muñeco distinto.
JR: Así es, pero finalmente somos unos mentirosos.
Todo escritor que crea es un mentiroso. La literatura es mentira aunque de esa
mentira salga una recreación de la realidad: recrear la realidad es, pues, uno
de los principios fundamentales de la creación.
GM: En cierto modo, Juan, comparto tu idea.
Probablemente la verdad literaria y la verdad real no sean iguales pero son complementarias.
Hay algo que muchas veces se nos olvida a los novelistas: la mejor fórmula
literaria es siempre la verdad.
JR: Ah, pero no la verdad real, Gabriel. Yo considero
que uno trabaja con la imaginación para formar sus personajes, con la intuición
que lo lleva a pensar algo que no ha sucedido y con una “aparente verdad” que
está formada por los caminos de un personaje vivo. Y si esos caminos son
efectivos, al final nos hacen crear lo que se puede decir, lo que parece que
sucedió o pudo haber sucedido pero nunca ha sucedido.
GM: Algo así como esta conversación.
JR: Algo así como el bendito sueño de las ánimas del
purgatorio…
Y oyendo los últimos ecos de una voz que se apaga,
García Márquez abrirá los ojos para distinguir borrosamente una silueta que se
irá desvaneciendo en la media luz de la biblioteca. Mirará el reloj para
constatar que ya pasan de las siete de la noche. Se preguntará como ayer “¿a
dónde se fue el día?”. Y como ayer, tampoco sabrá qué responderse.
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