Novela original de Jorge Arturo Borja
Ciudad de México,
Miércoles 24 de mayo de 2012.
D.R. c
Para Eusebio Ruvalcaba, último avatar de Dionisos, por el magisterio de la amistad.
Para Pterocles Arenarius, venerable compadre, por la fraternidad de la aventura.
Para mis compañeros de escritura, para mis comparsas de estos y otros tiempos, por el sueño que es la vida.
Este libro fue terminado gracias al auspicio de la Fundación Alfonso Montelongo para Escritores Dipsómanos.
“somos balas perdidas
que se encontraron en el camino
a ninguna parte.”
Adrián Román,
"Balas perdidas".
“Que en el vino contemples la alta hora
en que se funden sueños y desencanto
acepta tu destino como el precio
de tu palabra. Escribe.”
José María Álvarez.
"Elogio de la embriaguez".
“Hacer de la interrupción un camino nuevo,
hacer de la caída, un paso de danza,
del miedo, una escalera,
del sueño, un puente,
de la búsqueda… un encuentro.”
Fernando Pessoa.
"De todo quedaron tres cosas".
Para Eusebio Ruvalcaba, último avatar de Dionisos, por el magisterio de la amistad.
Para Pterocles Arenarius, venerable compadre, por la fraternidad de la aventura.
Para mis compañeros de escritura, para mis comparsas de estos y otros tiempos, por el sueño que es la vida.
Este libro fue terminado gracias al auspicio de la Fundación Alfonso Montelongo para Escritores Dipsómanos.
“somos balas perdidas
que se encontraron en el camino
a ninguna parte.”
Adrián Román,
"Balas perdidas".
“Que en el vino contemples la alta hora
en que se funden sueños y desencanto
acepta tu destino como el precio
de tu palabra. Escribe.”
José María Álvarez.
"Elogio de la embriaguez".
“Hacer de la interrupción un camino nuevo,
hacer de la caída, un paso de danza,
del miedo, una escalera,
del sueño, un puente,
de la búsqueda… un encuentro.”
Fernando Pessoa.
"De todo quedaron tres cosas".

1. La llamada
Mi viaje inició un sábado en la tarde, aunque tal vez empezó años antes, en un tiempo en que los sueños me parecían simples incoherencias y la palabra dios me sonaba a pecado y sacristía.
La superficie de cristal me devolvió la imagen de mis pómulos brillantes, en contraste con las gafas oscuras que ocultaban las ojeras de varias noches en blanco.
—El lunes en Mexicali —me ordenó Joy deslizando sobre su escritorio un boleto de avión y un cheque con el dinero de los viáticos.
—Oye, Joy, habíamos acordado que mis vacaciones...
La directora me miró con sus enormes ojos azules que empezaban a relampaguear como un cielo que presagiara tormenta. Yo sentí que me hundía en el mullido sillón hasta que mi campo visual quedaba a la altura de sus rodillas.
—Te estamos dando otra oportunidad, Ángel. Según recuerdo, tu última puntuación fue bastante baja.
A pesar de sus cuarenta y tantos años, Joy era capaz de desbaratar el más sólido argumento tan sólo con cruzar sus largas y doradas piernas. Su sonrisa de comercial era el estímulo y la recompensa de nosotros los investigadores-analistas. La propia asistente de dirección, Gloria Arrazola, que a sus cincuenta y dos años permanecía de pie a su lado esperando la mínima orden, habría trabajado para ella, sin pago de por medio, sólo a cambio de permitirle husmear en el punto ciego donde esas extremidades se juntaban.

—Si no quieres... Ya sabes que nadie es indispensable, corazón... Gloria, comunícame con Leslie...
—No es necesario... —tragué saliva—. Acepto el encargo.
—Así me gusta, cariño, los hombres deben ser decididos... Gloria, ya no llames a nadie.
Me empezó a dar instrucciones. Moví la cabeza de arriba abajo, resignado. El cristal del escritorio reflejó la mueca de mi desencanto y la ansiedad de mis dedos enredando las guías del bigote. Me resultaba imposible negarle nada.
—Tienes que impresionar al cliente. Vas por un mayor porcentaje de comisión.
Acepté, sin pensarlo, tal vez para no sentirme como un pusilánime, porque más allá de la investigación no tenía otros intereses en la vida. A los 33 años era un experto francotirador, un convencido escéptico que en el fondo sólo podía ser fiel al dinero que me procuraba la agencia.
Hacía siete años que me dedicaba integralmente a las investigaciones de opinión y de mercado. Era moderador analista, o como decíamos en el argot: MA. Me consolaba pensar que los hombres de la investigación cualitativa éramos los más apreciados por la agencia. Estábamos a la cabeza de los profesionales independientes que apoyaban a Seven Circle, corporativo internacional.
Hacía siete años que me dedicaba integralmente a las investigaciones de opinión y de mercado. Era moderador analista, o como decíamos en el argot: MA. Me consolaba pensar que los hombres de la investigación cualitativa éramos los más apreciados por la agencia. Estábamos a la cabeza de los profesionales independientes que apoyaban a Seven Circle, corporativo internacional.
Retrasé, como tantas veces, mis vacaciones. Como buen MA asumí el trabajo como una prioridad por encima de vida familiar y amistades. Me imaginaba como un moderno alquimista en busca de la piedra filosofal que transmutara un producto o un servicio en oro puro. El mago capaz de encontrar la verdad en la suma de sensaciones y sentimientos contradictorios que llamábamos consumidor. Cualquier cosa que fuera susceptible de venderse o de comprarse entraba en mi esfera de interés. Seguía la divisa de los renacentistas: “Nada humano me es ajeno”. Nada a excepción de las vacaciones.
—Van a ser dos entrevistas con expertos y tres focus group con pruebas organolépticas incluidas.
Me gustaban las sesiones de grupo. Me hacían sentir como conductor de un talk show. Por lo general manejaba grupos de amas de casa de niveles A, B y C, mayores de treinta años. Tenía experiencia en tratarlas. Con el tiempo había conseguido dos o tres artículos de utilería y una variedad de rutinas para alcanzar el rapport con los entrevistados.
En mi taza de café estaba impresa una fotografía que recorté de la revista Happy Families. Siempre la presentaba en sesión acompañada de mi mejor sonrisa, la que ensayaba todas las mañanas frente al espejo.
—Buenos días, mi nombre es Ángel Cadena. Les doy la bienvenida a nombre de Seven Circle. Por favor, siéntanse como en su casa, si gustan hay café y galletas.
—¿Y ese niño? —nunca faltaba la curiosa que señalaba mi taza.
—Se llama Angelito. Tiene cuatro años y es mi hijo.
Besaba el retrato con falsa devoción e invariablemente se escuchaba un “ahhh” de reconocimiento hacia el padre modelo que muy probablemente les hacía falta en su propia casa.
En grupos masculinos, según el nivel, repasaba mi repertorio de chistes de doble sentido, pero evitando los de homosexuales, los étnicos y los vulgares. También podía recitar de memoria los resultados del futbol, un deporte que me emocionaba tanto como un lunes en la oficina, el índice Dow Jones que me parecía tan entretenido como el discurso de un tecnócrata, y hablar de las características de distintas marcas y modelos de pistolas aunque ni siquiera tuviera una en mi casa.
En mi profesión siempre había algo de histrionismo. Además de ser un anfitrión atento debía ser como una pantalla en la que las personas proyectaran la imagen que deseaban ver.
—¿Qué te parece?... pan comido para un MA, ¿verdad, mi rey?— afirmó Joy, a quien realmente me apetecía comerme en ese mismo momento.
—¿Me estás oyendo, Ángel?
—Claro, Joy, decías de los focus group...

Aún no empezábamos y ya me parecía estar corriendo por los puntos. A veces me imaginaba como muñequito de videojuego, que subía y bajaba superando obstáculos y venciendo monstruos para salvar a una princesa ingrata. Tenía que salvar los obstáculos en el menor tiempo, pero la competencia más despiadada era contra mis propios compañeros de estudio. Había puntos para quien terminara más rápido, para quien redactara con más claridad, para quien desarrollara más ítems o quien, por influencia de la misma Joy, extrajera las conclusiones clave. Todo se podía reducir a una suma de puntos que representaban dinero. Apolinar Pantoja, el viejo conserje de las oficinas del corporativo, me dijo una madrugada que me encontró trabajando: “aquí va a ganar mucho dinero, joven, pero no le van a regalar ni un peso”.
Era una carrera cruel. El nivel de exigencia y la ambición nos hacían mantener un ritmo de trabajo capaz de enviar al hospital a cualquier persona. En una ocasión, al día siguiente de terminar un estudio, me encontré en la calle con un antiguo conocido. Me preguntó si estaba enfermo. Le dije que a causa de mi trabajo solamente había dormido tres días de una semana y tampoco había tenido tiempo de comer a mis horas. Me comentó que era más fácil conseguir otro trabajo que curarse de los nervios. No obstante su consejo, continué en la agencia y de cierta manera los estudios se me fueron facilitando cada vez más.
En la agencia habíamos recibido la capacitación que nos facultaba para responder a las situaciones más extremas que pudieran presentarse en nuestro estudio. Desde cómo repeler una jauría de perros en investigación de campo, hasta cómo conducir una sesión con skin heads. Nos habían preparado para resolver cualquier tipo de eventualidad.
Con el tiempo se adquiría la malicia suficiente o un sexto sentido que, en la opinión de los viejos MA, nos hacía posible distinguir claramente las emociones y reverberaciones mentales que productos, bienes o servicios ocasionaban en el ánimo de los ocho a diez participantes de la sesión. Y en el análisis se nos revelaban, como por obra del espíritu santo, las correspondencias mentales más insólitas. Así una salchicha alemana representaba entre las amas de casa urbanas de nivel C+ un pene de proporciones determinadas por la insatisfacción, y un auto deportivo les daba una sensación de mayor potencia viril que el Viagra, a los hombres de clase A mayores de 50 años.
En las entrevistas personales podíamos confirmar lo que sostenía el viejo Freud: “Ningún hombre es capaz de guardar un secreto”. Bastaba aplicar un elemental repertorio de técnicas y el incentivo de una sonrisa cómplice para que nuestros interlocutores compartieran el pesado fardo que les imponía su silencio y nos confesaran situaciones sumamente escabrosas que no le dirían ni a su mejor amigo.
Al final, nuestro trabajo consistía en armar ese rompecabezas que llamamos realidad con los puntos de vista de cada uno. Analizábamos información y datos para encontrar las constantes e interpretarlas en documentos de 30 a 50 páginas, con anexos testimoniales y gráficos.
Éramos los intérpretes del nuevo oráculo de porcentajes que reduce el mundo a una estadística: “73% de los jubilados norteamericanos fuma marihuana”, “51% de mexicanos mayores de 40 años prefiere la estimulación prostática a otras formas de relación sexual”, “más del 85% de las personas cree que Tarzán fue un personaje histórico...” Por eso valíamos nuestro peso en oro.
Todo era pan comido para un MA. La única angustia que aún no lográbamos superar era la revisión del estudio.
La propia Joy, con plumón rojo en mano, iba tachando párrafos enteros de lo que uno creía que eran los resultados de una indagación exhaustiva, y con sus enormes ojos, que cambiaban a un tono gris acero, viviseccionaba al analista.
—¿Y esta conclusión te la dijeron los participantes o tú la inferiste, querido?...
—La escuché en las sesiones de adultos mayores.
—Pues descubriste el agua tibia, tesoro. Es obvio que el mercado de un medicamento contra la incontinencia se encuentra entre enfermos de próstata. Acuérdate, tu trabajo es analizar, no nada más consignar lo que te dicen.
Existía un tipo de colegas a los que les gustaba argumentar. Craso error. Joy era una mujer inteligente a quien le fascinaba medir fuerzas sobre todo con los hombres. Dependiendo de su humor y de su disponibilidad podía sostener una discusión por horas o mandarlos al diablo y pasarle el estudio a otro analista en menos de dos minutos.
—Había ancianos que preferían pañales.
—Y hay otros que prefieren hacerse en los calzones o afuera de la bacinica como tú, mi rey...
—Perdón, Joy, aunque lo dudes, los participantes afirmaron que...
—¿Tú crees que los clientes nos pagan para que les digamos lo que ya saben sobre su mercado?
Y vuelta otra desvelada para aplicar las correcciones y mantener el rumbo de acuerdo con las intuiciones de la jefa, quien habría de corregirlas cuantas veces fuese necesario y habría de llamarnos a la oficina hasta altas horas de la madrugada para preguntarnos qué tanto habíamos avanzado o si acaso teníamos alguna duda.
La única manera de simpatizarle a Joy era atendiendo al pie de la letra sus indicaciones. Era lo mejor, lo que yo siempre procuraba. En caso de incurrir en errores evidentes a su infalible juicio, ella exclamaba solamente: “ay, Angelito, a pesar de ser como eres, de todos modos te queremos”. Yo me limitaba a esbozar media sonrisa, como el agente secreto que vi en una película inglesa. Otros compañeros sudaban al escuchar el tono perentorio y sarcástico de la jefa. Yo entendía que para ser la persona de la que dependían más de la mitad de las ganancias de la agencia, era alguien sumamente accesible. A los accionistas de Seven Circle no los conocíamos ni en fotografía y con el dueño solamente convivíamos en la cena de Fin de Año. Joy representaba la cabeza visible de nuestra familia, una madre exigente pero amorosa y desenvuelta en la presentación de resultados al cliente.
Mientras uno se sentía exprimido, como un bagazo de naranja después del desayuno, sin ganas de otra actividad más emocionante que tumbarse en cama a ver televisión, Joy se afirmaba como una experta domadora de ejecutivos. Abigail, quien la conocía desde que empezaron juntos en la agencia, me contó que en alguna época fue capacitadora de un banco y ahí aprendió a tratarlos como un rebaño, “lo suyo —me decía al oído— es pastorear”. Antes les ponía ejercicios de relajación en donde cada ejecutivo tenía que imitar el sonido de algún animal de granja, después en las presentaciones ella decidía el orden y les indicaba sus asientos como quien separara caprinos de bovinos y de aves de corral.
En primer término se levantaba a hablar del estudio y su problemática. Mientras señalaba con el láser los objetivos, arrugaba varias veces su respingona nariz británica como si estuviera en un match de tenis a punto de lanzar la bola. Por lo general llevaba algún conjunto ligero y vaporoso, que provocaba resoplidos entre los asistentes, impropio para una sala de juntas, más ad hoc para el calor del verano. ¿Quién puede atender la metodología del estudio cuando la falda blanca transparenta braga y ligas de Victoria Secrets? Al comienzo de las conclusiones hacía una pausa y paseaba la mirada por el auditorio. Los hombres pestañeaban para apartar la vista de su escote panorámico, lleno de pecas y de promesas o de sus sólidas nalgas, orgullo del Amazon´s Gym de las Lomas. Ya los tenía en la bolsa. A la hora de las conclusiones y sugerencias, nos mencionaba dándonos el honroso título de analistas, para apoyar con nuestras observaciones las ideas más aventuradas. Había siempre un instante espeso en el que insistía en alzarse la mano del Director de Recursos Humanos o de Marketing de la empresa cliente. Entonces Joy desplegaba sus dotes de pitonisa para ofrecer la gran revelación del estudio, el descubrimiento que podía lograr economías en el presupuesto. La sola mención del dinero los volvía hipersensibles. Y aunque al final, como en el parto de los montes, alumbraba una obviedad, en el modo de anunciarla estaba la diferencia.
—Éste es un producto único al que no se le ha explotado en su verdadera dimensión publicitaria. ¿Lo ven ustedes? — preguntaba Joy.
Y los ejecutivos y empresarios de Oscar de la Renta y Mont Blanc, encendían con ansiedad los Montecristo 4 —los mismos que fumaba el Che— y sonreían nerviosamente sin acertar a ver más que una escoba común y corriente con popotes de colores y una cubierta tejida en el mango. Uno de ellos, el más joven, decía con voz infantil:
—Es una escoba con un manguito de colores —y estallaba la carcajada general al descubrir que el rey iba desnudo. Joy sonreía con su amplia dentadura de comercial de dentífrico y los miraba como a niños a quienes hay que explicarles por qué no deben escarbarse la nariz.
—No es una escoba. Es ¡la escoba! para señoras de clase A. Las que tienen varias sirvientas con otras escobas y nada más van a usar, la Es-koba, así con “k”, cuando quieran impresionar al marido. Es la única escoba que va a venderse como artículo exclusivo en los malls de las colonias residenciales.

En la agencia se contaban como leyendas sus conclusiones sobre productos o servicios que estaban a un paso de salir al mercado: un nuevo desodorante en forma de polvo que ella, en sesión cualitativa, descubría que era percibido como un simple talco, lo que detenía su producción en serie y le ahorraba millones de dólares al cliente; un bocadillo tradicional de tabernas inglesas que en el mercado latinoamericano se convertía, con récord de ventas, en una golosina para niños menores de 12 años.
Joyce Kanarek tenía el toque del rey midas porque intuía lo que Baltazar Gracián afirmaba sin ambages: “son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen”. Así que el mejor modo de sacarles provecho a los de nivel directivo era haciéndoles una investigación que confirmara las ideas innovadoras que deseaban proponer a sus corporativos. Ideas que cualquier persona con dos dedos de frente podía reconocer como carentes del mínimo sustento lógico. Donde la razón fallaba, las agencias de investigación de mercado y opinión, y las de publicidad, hacían milagros. Nuestros estudios encontraban los argumentos para avalar conceptos totalmente contrarios al sentido común aunque tuvieran que buscar opiniones favorables reclutando consumidores de otro planeta
Las presentaciones siempre terminaban entre aplausos y abrazos con los clientes. El equipo y la jefa agradecíamos a nuestro público con la emoción del elenco de una obra representada cientos de veces con gran éxito. Nos despedíamos satisfechos y con la confirmación de habernos ganado limpiamente ese 10% del total que se reparte entre la agencia y Joy.
A partir de ese momento nos invadía una acedia mortal. La mayoría de nosotros no tenía familia y si contaba con amigos tampoco tenía ganas de visitarlos. Un MA se planteaba el descanso como una posibilidad de recuperación para continuar con el siguiente estudio. Adaptarse a la vida común era lo más difícil. La alteración del ritmo circadiano nos impedía el sueño normal. Cuando lo conseguíamos después de muchos esfuerzos, invariablemente venía la llamada telefónica.
—La jefa te tiene una investigación —me dijo Gloria con su voz cascada.
—Oye, Gloria, dile a Joy que es sábado y apenas anteayer terminamos el estudio.
—Vente de inmediato a la oficina, acá le explicas —me dijo cortante y colgó antes de que pudiera responderle.
La directora era fiel a la consigna que tenía grabada en una placa sobre su escritorio de cristal: “La jefa debe ser laboriosa como abeja, deslumbrante como mariposa y brava como perra”.
—Es un medicamento que induce el sueño.
—Una pastilla para dormir.
—Según entiendo, más bien es un estimulante de sueños.
—¿Y eso qué utilidad tiene?
—Eso te toca a ti averiguarlo —me respondió Joy mirando su reloj con visible apuro. Fuera de las investigaciones tenía el tiempo contado. A nadie le concedía más de 20 minutos. —Gloria, comunícame con míster Keitel.
Comprendí que tenía que salir. Joy me guiñó un ojo y me lanzó un besito con la punta de los dedos. Cuando atravesé el umbral de su oficina, me gritó.
—No se te olvide que el lunes 18 tiene que estar la primera versión.
Los pies me pesaban. Sentía como si me hubieran echado encima una enorme loza. Me hubiera gustado mentarle la madre a Joy pero creo que en el fondo no le tenía el odio suficiente.
En sueños la encontraba amable y dispuesta. Podía maldecirla pero prefería abrazarla estrechamente y desquitarme mordisqueándole los labios hasta hacerla sangrar. Ella retrocedía y me daba un suave empellón. Se daba la vuelta, se hincaba con las manos en el piso y meneaba su incomparable trasero. Mientras yo me descubría una poderosa erección en la entrepierna, Joy se volvía de improviso con una agilidad extraordinaria y un gesto de furia que le deformaba la cara. Aún hincada gruñía y me mostraba unos colmillos amarillentos. De su boca hedionda escurría una baba espesa. Me ladraba cada vez más fuerte. Yo permanecía inmóvil. Seguro de que un pestañeo podía provocar el ataque de la jefa.
Abrí los ojos de madrugada en ninguna parte. Me toqué la mejilla húmeda de saliva. Ya había vivido esta sensación otras veces en otros cuartos de hotel. Despertaba por las noches sin reconocer el lugar. Aun cuando diferían en los colores del empapelado y en la disposición de los muebles, eran idénticos en su impersonalidad. Mi única certidumbre era que no estaba en casa. Podía ser la frontera investigando el by pass o la central de un corporativo. Prendí la luz. Recordé vagamente el nombre de una ciudad: “Mexicali”. Sentí la boca pastosa.
Para esos casos siempre traía un remedio. Caminé como sonámbulo hacia el clóset. En la caja fuerte acostumbraba guardar mi ropa interior. Ocultaba un tesoro en un calcetín usado. Ahí se encontraba mi hilo de Ariadna. La única sustancia capaz de suspenderme por encima de las circunstancias. Di vuelta a la combinación que siempre era la fecha de mi nacimiento. Abrí la puerta. En su interior había cuatro paneles blancos de distintos tamaños. Uno, amplio a la izquierda y tres más estrechos a la derecha. Alcancé un sobre con las facturas que acreditaban mis viáticos en el de arriba a la derecha. Toqué un fajo de billetes en el de en medio. Mi cartera y mis tarjetas en el de abajo. Estiré el brazo hasta el fondo, mis calcetines usados. Mientras buscaba el que tenía mi tesoro, sentí la esquina de una moldura suelta. Metí el índice y jalé para levantarla. Me encontré un doble fondo. Saqué la tapa. Palpé las orillas de un objeto plano y rectangular. Lo extraje cuidadosamente. Era una libreta verde de pasta dura que ostentaba las iniciales DB pintadas burdamente con marcador, y en su interior presentaba una multitud de caracteres oscuros y apretados... ¿el diario de una adolescente?, ¿una bitácora de viaje?, ¿una novela de amor?
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