Cuando Porfirio Díaz aún no se gana el Don y ocupa por primera vez la presidencia de la república, el español Antonio Huerta ya lleva dos años de haber abierto El Gallo de Oro en la esquina de Calle de las Damas y Calle de La Cadena (actual Bolívar y Venustiano Carranza), establecimiento al que se le expide la segunda licencia de cantinas de la Ciudad de México en 1874.
Sin que se conozca el origen de su nombre ni tampoco el por qué ostenta en su emblema un gallo francés en vez de uno español como sus propietarios, este famoso bar es testigo del paso vertiginoso de los siglos. El 22 de septiembre de 1910, durante las fiestas del Centenario de Independencia, en la Plaza del Colegio de Niñas, justo enfrente de este oasis, se coloca el famoso reloj otomano que la comunidad turca regala a México, al que con posterioridad se le añade la estatua de una rana cantora, por lo que ahora se le conoce también como Plaza de la Ranita.
A esas mismas fiestas del Centenario es invitado como embajador de Nicaragua, el ínclito poeta Rubén Darío. Sin embargo un golpe de Estado ocurrido durante su viaje, le priva de la representación oficial, por lo cual se ve obligado a permanecer en el puerto de Veracruz sufriendo una terrible resaca, pues la noche anterior a su desembarco la pasa bebiendo “poco pero con severidad” como acostumbra. El gran Darío se halla indispuesto para dar un discurso a los fanáticos que lo esperan en el muelle, pero gracias a los auxilios del periodista Jesús Villalpando, el poeta puede “curarse” con la versión nacional de un coctel importado de Nuevo Orleans, el mint julep, que a falta de whisky y licor de menta adquiere carta de ciudadanía jarocha combinando el ron con yerba buena, jerez, fernet, un toquecito de ginebra y crema de cacao oscuro. Así surge una nueva combinación conocida como menyul, que El Gallo de Oro adopta para alcanzar el pasmo y la gloria de la cruda giratoria.
A comienzos de los años veinte, el joven asturiano Ramón Valle que lleva más de un lustro trabajando detrás de la barra, le compra El Gallo de Oro a su paisano Emeterio Celorio, que no tiene hijos a quienes heredar. Este hecho, semejante al primer premio de la lotería, resulta piedra fundacional de una dinastía de empresarios cantineros que fundan y dirigen La India y El Bar Mancera, entre otros bares. Ramón, un autodidacta devorador de libros, se convierte en amigo de los intelectuales y escritores que frecuentan el lugar, como Justo Sierra y Mariano Azuela, y ya a mediados de los cincuenta del poeta español Pedro Garfias, quien se convierte en asiduo concurrente, o del narrador Juan Rulfo, de quien no se sabe si se inspiró en el mismo nombre de la cantina para intitular una de sus historias para cine; incluso atiende al famoso asesino serial Goyo Cárdenas, cliente infaltable que acude después de su ex carcelación a beber por las tardes su tradicional vodka tonic.
La diáspora de negocios del Centro Histórico después del terremoto del 85, las recurrentes crisis sexenales, los cambios generacionales y la inseguridad de las primeras décadas del presente siglo no han conseguido cerrar las puertas de este templo del beber como las de tantos otros. Más que una cantina, El Gallo de Oro es un monumento a la persistencia etílica en una ciudad en que la codicia inmobiliaria ha convertido cualquier esplendor pasado en “cadáver, polvo, sombra y nada”.
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