miércoles, 26 de junio de 2024

Puño y cuadrilátero

 


Pterocles Arenarius.
Ediciones A mí me vale verga.
México 2023.

Puño y cuadrilátero es la historia de un muchacho que crece en el barrio a punta de madrazos, uno que como tantos ve el box como su vía de escape, la oportunidad de convertirse en alguien; la historia de un adolescente ingenuo que se va desengañando en cada golpe.

En ocho peleas, un retrato y una propuesta, Pterocles Arenarius rememora aquel joven de los años sesenta que ya fueron, remueve las cenizas de la hoguera en que ardía su corazón y desdobla la apuesta en que tuvo que rifarse los huevos.

Puño y cuadrilátero puede leerse como un manual de box; como una novela de aprendizaje, pero sobre todo como la verdadera voz, la más honesta, la más directa, de un hombre que se decide a contar sin ambages y sin tapujos de qué chingados está hecho eso que llamamos vida.
















Capítulo dos*

Segunda pelea
(Campeón de Santa Marta Acatitla)
Por Pterocles Arenarius


(...) usté le pega a un (boxeador) mexicano y él viene por más
(...); ellos (los peleadores mexicanos) nunca aprenden
a boxear, ganan sus peleas con puros güevos... Amílcar Brussa
(Manejador de Carlos, El Macho, Monzón)

Había entrenado quizá un mes en el Gimnasio Avenida que estaba en San Juan de Letrán, entre Doctor Arce y Doctor Balmis. Lo había hecho bajo las órdenes de Roberto, El Tío, Jiménez, entrenador que servía al manejador Pancho Rosales. El Beiby Vázquez, todavía como peleador activo luego de 20 años de boxear, líder de una banda musical, actor de cine y hasta entrenador-esparring del ex campeón mundial Ultiminio Ramos, no tenía tiempo para dedicarse a mí, así que me dejó a cargo de El Tío Jiménez. Éste concertó un duelo de equipos entre sus discípulos contra los que formaban la escuadra de boxeadores del Reclusorio de Santa Marta Acatitla. Allá fuimos a pelear contra los presos. Yo tenía 18 años.

Entramos al penal sin tener idea clara —al menos en mi caso— de lo que estábamos haciendo. Ahí vivían hombres que habían asesinado, que habían robado pero en grande o cometido crímenes peores. Sin duda, había inocentes, como ha ocurrido siempre con la corrompida justicia de este país. Y ahí llegamos con nuestros bártulos boxísticos para enfrentarnos con los presos.


Nos dieron un salón con baños para que nos sirviera de vestidor. Muy rápidamente me disfracé de boxeador. En algún momento salí del vestidor a ver las primeras peleas de nuestro equipo, el establo de Pancho Rosales contra los peleadores del reclusorio. Habían colocado gradas alrededor de la cancha de basquetbol del gimnasio del penal y ahí estaban todos los presos con sus familias viendo la función de box. En un momento los espectadores nos vieron. Recuerdo que alguno dijo al ver a uno de mis compañeros, un muchacho que tenía una impresionante nariz chata por los golpes:

—Ese chato sí va a dar batería.

“Uta pero a ese güerito se me hace que hasta lo van a lastimar”. —¡Lo decía refiriéndose a mí! No recuerdo bien cuántas peleas iban, tres o cuatro y en todos los casos los peleadores de Santa Marta habían propinado feroces madrizas a los de Pancho Rosales que comandaba el Tío Jiménez. Entonces me tocó subir al ring.

Yo era un chamaquito ciertamente garrudo. Mido 1.68 (o al menos eso medía en aquellos tiempos) pero pesaba 55 kilos. Muy por debajo del peso normal según las tablas de los nutriólogos. Iba a pelear contra Rubén López Lpz. (sic). Era el campeón gallo del penal. Pero en ese momento tuvieron buen cuidado de no decírmelo. Era un señor (lo veía señor en aquellos tiempos) de unos 30 a 32 años. Tenía unos 8 o 10 centímetros menos de mi estatura. También estaba garrudo y más grueso que yo.

Yo tenía lo que es el miedo normal. Rubén López estaba exaltado. Guardaba una descomunal cantidad de furia por estar preso sabrá dios desde hacía cuantos años. Sin duda el box era su salvación, la manera de sentir que, si bien su vida era espantosamente desgraciada, al menos podía pegarle a alguien y mejor si el golpeado vivía afuera y mucho mejor si era un chamaquito con un futuro que él ya casi no tenía. Y yo pelearía contra él y contra todo eso. Sonó la campana.

Rubén se lanzó corriendo a agredirme. La gente levantó un murmullo de terror que decía “¡Lo va a matar!”. Pero yo no era un peleador tan novato. Giré un poco con dos sencillos pasos y Rubén se fue en banda escandalosamente. La gente soltó un “¡Aaaaaahhhh!” de alivio. Fue un grito que me sorprendió, pero que entendí muy bien, lo cual me animó.

Como mi peleador era chaparrito, la lógica más elemental me dijo que tenía que mantenerlo alejado con el yab para que él no me pegara. Me cargaba un yab muy bien hechecito, rápido, violento, inopinado. Así, me dije, no me alcanzará con sus locazos volados; será suficiente con tener las manos siempre en alto y rematándolo con derechas igual, rectas, largas. Cuando se aviente, recibirlo con el óper de derecha. Y así me puse a pelear. Era muy buena estrategia. El Tío no aportaba nada. ¿Cuál era su función como entrenador? Pactar peleas. Llevarnos al lugar y jactarse de que era entrenador bajo el mando de Pancho Rosales. Le valía madres al Tío.

Al Rubén López lo hostigaba, lo molestaba, con mi yab de izquierda, lo mantenía muy ocupado y él no se lo quitaba. Por un momento pensé “Capaz que con esto es suficiente para ganarle”. El señor me demostraría que no. Era muy bravo el cabrón, aguerrido como debe ser un preso de Santa Marta. Necesitaba mucho más que mi excelente yab para vencerlo.

Me tiraba unos mandarriazos brutales, pero era difícil que me los atinara. Sus yabs yo los detenía con el guante derecho y en cambio mi yab, a la mitad del primer episodio ya lo tenía con la nariz sangrante. Pero era tesonudo, fuerte y valiente hasta el suicidio. Se acercó como pudo, recibiendo yabs y derechas y colocó dos o tres ganchitos cortos que también me hicieron sangrar la nariz. Evité que me siguiera golpeando metiéndome al abrazo. Pero el güey había encontrado la fórmula. Entonces yo tenía que girar y mantenerme alejado de sus constantes embestidas. Así lo hice. Lo dañé más, pero a veces podía eludirlo y a veces no. Era un auténtico toro de lidia. En los embates casi siempre salía más perjudicado, pero de pronto sí me atinaba un buen chingadazo en la cara. Creo que gané el primer asalto por 10-9. Aunque me hubiera ido sangrando abundantemente de la nariz. Él también sangraba.


En la esquina, el Tío Jiménez se vació agua en el cuenco de la mano y me dijo “Levanta la cabeza”. Obedecí y me echó el agua adentro de las fosas nasales. Moví la cabeza como si me ahogara. ¡Me ahogaba!, pero era su manera de limpiarme la sangre de la nariz. En aquellos tiempos, las inflamaciones se combatían frotándoselas con una moneda. Ahora hacen lo mismo, sólo que en vez de moneda usan una especie de plancha. Sonó la campana. Salí de mi esquina y nos trabamos en un duelo de golpes que era una orgía. Por más que yo trataba de eludir el pleito de toma y daca para administrarle mis yabs y cruzados de lejitos, aquel loco embestía desesperado, le interesaba matar, aun al costo de que pudiera morir en el intento. Yo lo quería lejos, fustigándolo, me procuraba fuera de su alcance pero azotándolo con mis golpes de más larga trayectoria. Lo castigué con gran dureza, pero él también me atinó golpes, aunque muchos menos, no dejaban de ser importantes. Los dos sangrábamos de la nariz de una manera que aquello ya parecía rastro. Había charquitos de sangre en la lona. Pero juro que Rubén sangraba más que yo. Aunque yo no tenía poca sangre. Como había frecuentes acercamientos en los que él colocaba su mandíbula sobre mi hombro y viceversa, yo tenía la espalda recorrida por largos chorros de sangre. Él tenía un poco menos de la mía. La golpiza era júbilo para el público. Jamás habrían esperado resistencia del güerito flaco, aparentemente indefenso —que era yo— frente a su campeón.

La pelea se había vuelto una orgía de sangre nasal.

Yo tenía a Rubén López muy maltratado; ya traía los ojos hinchados, en especial el derecho que es donde pegaba mi yab, pero también, aunque un poco menos, el izquierdo por las derechas que le había atinado. Él, un recio peleador, me había hecho sangrar la nariz y muy poco más daño había logrado infligirme, pero la pelea era durísima por su tozudez, su tenacidad y uno que otro durísimo volado que había logrado atinarme. Le iba ganando la pelea, pero no era gratis. Terminó el segundo. Me fui a mi esquina. Cuando llegué, desde el público le gritaron al Tío “¡Está lleno de sangre de la espalda!”. Pero en cuanto me quitaron el protector bucal dije “No es mía, es del otro”. El Tío me regañó con violencia “Nunca contestes a la gente” y volvió a echarme agua por la nariz y yo, actuando por instinto, no me dejaba. Me limpiaron la mucha sangre que tenía en el pecho, mía; y también la, mucha más, que tenía en la espalda, de Rubén López. La toalla quedó empapada de sangre con agua. Recuerdo que antes de que sonara la campana había salido limpio y que al terminar había regresado batido de rojo en la cara, en el pecho y en la espalda. No exagero, hasta las piernas me llegaba la sangría. Sonó la campana para el tercer lapso de pelea. Ahora me doy cuenta de que yo iba muy bien entrenado porque salí a pelear con enjundia y Rubén no tanta como había mostrado en el primer asalto. Allá fui con mi yab y mis derechas. Rubén me contestaba tirando tremendos golpazos desordenados que se volvían fáciles de esquivar. Ya no embestía con la misma enjundia. Pero lo estuve lacerando de la cara y no le hacía efecto. En algún momento intentó el acercamiento a intercambiar ganchitos. Así le atiné un gancho al hígado con el que lo agarré flojito y le saqué todo el aire. Se fue casi corriendo a una esquina imposibilitado para absorber aire; había sido un formidable chingadazo. Lo alcancé y se hizo bolita. Entonces le di una felpa bastante asquerosa. Ya se mostraba indefenso. Le estuve pegando sin piedad, como debe ser —fueron quizá quince golpes; así lo anoté en una carpeta que conservo desde aquellos tiempos— hasta que lo saqué del ring. De ahí lo recogieron muy maltratado, con escoriaciones en las cejas, los pómulos, sangrando de la nariz y de la boca. Yo también estaba batido de sangre. Una madriza espantosa: doble, porque yo no me iba limpio. La mejor pelea de la tarde. Es lo bonito del box. El boxeo es un hermoso deporte que, como la guerra, provoca que aparezcan las mejores virtudes de los humanos. Pero también, con aquellas, no dejan de surgir las peores bajezas.

El pugilato es una lucha a muerte. Si los peleadores no siempre mueren, es porque hay un grupo de personas cuyo trabajo es ése: que no se maten. El réferi, los jueces, el comisionado, las demás autoridades civiles que, muy propios de su papel ellos, impiden, la mayoría de las veces, que un peleador mate a otro en el duelo de fistiana o arte de puño.

Al Chato que mencioné al principio le dieron una madriza de espanto. No pudieron tumbarlo, pero su presentación no fue pelea sino una masacre más bien repugnante. Las apariencias a veces engañan.

Llevaba dos peleas invicto y con victorias por nocaut.











La gente, los presos y sus familiares, me ovacionaron en grande. Había sido una batalla brutal y sangrienta. Hasta trapearon la lona para que los que subieran al cuadrilátero en la siguiente pelea no fueran a resbalarse con la sangre.

Para premiar al triunfador alguna muchacha del público, una joven que estuviera de visita, hija de algún preso, entregaba al vencedor un ramo de flores. Llegó una linda muchachita quizá un año menor que yo a darme el premio. Todavía con los guantes puestos y debidamente aseado de tanta sangre que había emitido, le recibí el ramo de flores y la agarré de la nuca y le di un beso en la mejilla. Era el año 1969 y las costumbres del siglo pasado no eran las de ahora. En cuanto al asunto de los besos ha transcurrido mucho más de un siglo. Besar a una muchacha incluso en la mejilla en aquel tiempo era un gran atrevimiento. Pero el público lo festejó, gritaron y aplaudieron porque besé a su niña. Y ella también se mostró complacida. Pensé que ojalá y pudiera verla alguna otra vez en esta vida. No ocurrió así por desgracia o ¿cómo saberlo?

Regresé al gimnasio luego de descansar quizá una semana. Me sentía un boxeador de los de a de veras.

Por esa época empecé a boxear con frecuencia con el Beiby Vázquez. A pesar de la diferencia de peso, pues él era un peso ligero que más bien peleaba ya como welter y yo apenas estaba arriba de ser un gallito, hoy supergallo; la diferencia era grande: 55 kilos yo, contra 64 o 65 de él, más su vastísima experiencia y su tremenda fortaleza, era mucho en mi contra, pero le daba batería al viejo. No eran en vano sus sesiones de guantes conmigo. Yo era muy rápido aunque él también, pero la diferencia de edades era de 22 años; así el Beiby se llevaba muchos golpes de mí. Yo le recibía pocos pero tremendos. A pesar de todo pegaba duro y ya en medio de los chingadazos es muy difícil controlar la fuerza de los impactos.

*Capítulo del libro Puño y Cuadrilátero.




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