viernes, 17 de febrero de 2023

De amores y traiciones

 



De las cantinas de la Ciudad de México que el Covid se llevó, podemos contar dos de las más tradicionales: La Vaquita y La India. Ambos templos de Baco con más de cien años de existencia.

La India cobró fama cuando de sus puertas recogieron a un sujeto en aparente estado de ebriedad que resultó ser el General Victoriano Huerta, quien llevaba más de una hora tirado y sin pulso aparente. El militar fue trasladado al sanatorio del Doctor Aureliano Urrutia que en la mesa de operaciones le practicó respiración de boca a boca, hasta que brotó sangre y pus. Después le abrió el tórax, removió tres costillas, el diafragma, el hígado, el pulmón y luego cerró la incisión. En 15 días, el general Huerta dejó el hospital para proseguir con su vida de alcohólico, marihuano, asesino y traidor.

También se cuenta que en vísperas de las elecciones de 1928, cuando Álvaro Obregón buscaba reelegirse a la presidencia, uno de sus generales se hallaba bebiendo en La India, acompañado de varios oficiales cuando de pronto escuchó a un individuo de otra mesa, ya en franco estado etílico gritar “Viva mi General Serrano” refiriéndose a Francisco Roque Serrano, quien además de ser compadre de Obregón era su contendiente en las elecciones. Entonces el general obregonista que se hallaba en la cantina, les dijo a sus compañeros de farra: “Yo les apuesto que si le disparo a ese caballero, va a caer de frente y no de espaldas”. Como sus oficiales lo vieron bastante necio mejor pidieron la cuenta Cuando el serranista de la mesa cercana salió tambaleante por las puertas de abanico, el general sacó su pistola y le disparó por la espalda con la fortuna de que el individuo cayó afuera en la calle. Entonces el general salió a asomarse y señalando al muerto, les dijo a sus oficiales: “Ya ven cómo sí cayó de frente”.



Esta cantina, como La Vaquita, estuvo igualmente ligada al trágico romance de los comunistas Tina Modotti y Julio Antonio Mella. Assunta Adelaide Luigia Modotti Mondini, mejor conocida como Tina Modotti, fue actriz del cine mudo en Hollywood, después modelo, amante y aprendiz del fotógrafo Edward Weston, con quien vino a México en 1923. Cuatro años después, trabajando para El Machete, medio impreso del Partido Comunista Mexicano, conoció a Julio Antonio Mella, político y escritor de 23 años, que recién había llegado al país en 1926, huyendo de la dictadura cubana de Gerardo Machado, también se había integrado a las labores del mismo periódico.
Se dice que se conocieron en un mitin y que ahí la elocuencia de Julio Antonio conquistó a Tina, pero lo cierto es que la pasión los abrasó en el primer piso del edificio de Mesones e Isabel La Católica, arriba de La Vaquita, donde se encontraba la redacción de El Machete. Y, para escándalo de posrevolucionarios y comunistas mexicanos, pasearon libremente su amor por las calles del Centro Histórico.



Cuenta Alejandro Rosas en Cantinas, ¡salud por las capitalinas!, que la noche del jueves 10 de enero de 1929, Julio Antonio Mella fue a tomarse unos tragos en La India, con José Magriñat, un agente secreto del régimen cubano. Mientras el traidor José le informaba a Julio Antonio que ya habían mandado unos matones para eliminarlo, en una mesa contigua se hallaban los mismos sicarios escuchando la conversación y tomando nota de la fisonomía de Julio Antonio para seguirlo y terminar su trabajo. El joven Mella, tomó sus últimos tragos sin inmutarse y salió a buscar a su Tina y a su destino, con quienes había quedado de verse, para que unas calles más adelante lo mataran por la espalda.

Con esa fama que relacionaba a La India con muertes y que luego también la incluyó en la ola de asaltos que empezaron a sufrir las cantinas del Centro Histórico a principios de los años ochenta del siglo pasado, fue que al cantinero se le ocurrió traer una imagen milagrosa para proteger al negocio y a su clientela.

Así nació la leyenda de “El Niño Cieguito”, un niño dios ciego, con lágrimas de sangre, sentado en su pequeño trono, con un rosario en la mano, que señoreaba la parte alta del local a donde muchos ya no querían subir porque aseguraban que se escuchaba el llanto del niño o de plano se le veía jugando abajo de las mesas. Entonces se decidió colocarlo en una vitrina que se encontraba afuera, en donde hacían intersección Bolívar y El Salvador. Fue tal su fama que muchos devotos le llevaban ofrendas: flores, juguetes o dulces. Y cada Día de la Candelaria, que es cuando en México se acostumbra levantar el nacimiento, lo llevaban cambiadito y reluciente a la bendición del cercano templo de Regina Coelli.
De La India fueron asiduos parroquianos varias generaciones de artistas: pintores y escritores. El poeta nayarita Alí Chumacero le contó a Carlos Martínez Rentería que ahí acostumbraba libar en los años cincuenta con sus cuates Jorge González Durán, Leopoldo Zea, José Luis Martínez y Manuel Calvillo, quienes luego se pondrían serios y harían carrera de intelectuales.

Cuando el amigo Martínez Rentería le preguntó al Maestro nayarita si recordaba especialmente alguna tarde de cantina. El poeta le respondió “Tuve muchas tardes significativas, las tardes más hermosas son aquellas que se comparten cuando tienes cerca de ti una sonrisa femenina, unos ojos femeninos, unos besos femeninos, un cuerpo femenino, cuando una persona del sexo complementario está contigo, cuando ejerces lo que es podríamos decir distintivo del hombre, ese instante que es, en efecto, muy breve, que te hace pensar que vale la pena haber nacido.”

Tal vez uno recuerde tardes y noches semejantes en La India, donde en sus mullidos gabinetes de herradura muy amablemente atendía el mesero Juanito, a quien también se llevó el Covid, y donde seguido se armaba la parranda acompañado de la rockola o se hacía el baile entre parejas que ahí se conocían o llegaban a recalar en ese puerto después de las 11 o 12 de la noche, para disfrutar a puerta cerrada de aquel ambiente que hoy sólo queda en el recuerdo.




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