martes, 4 de abril de 2023

La ruta de la imaginación y del asombro*





Julio de 1969. Tenía yo seis años, iba en segundo de primaria. En todos lados se hablaba de lo mismo. Desde que el jueves 16 el Apolo 11 había despegado de Cabo Kennedy en Florida, la gente estaba pegada al radio, a la televisión, comprando el periódico en busca de noticias sobre la nave y sus tripulantes: Neil Armstrong, Edwin “Buzz” Aldrin y Michael Collins. El domingo 20 en la noche, después de la sobremesa familiar, mi hermano vino corriendo a llamarnos para que fuéramos a ver en la tele cómo llegaban “los gringos” a la luna.

En la escuela, entre los compañeros, ya habíamos comentado los peligros a los que se enfrentaban los astronautas. Como en alguna película, podían encontrarse con una tribu de selenitas armados o con monstruos extraterrestres caníbales, cualquier cosa era posible. Yo los corregía diciendo que a lo mejor, como Colón o como Cortés describían en los libros de secundaria que me leía mi hermano, podían hallar sirenas o ángeles o ejércitos de ciudades de extraña arquitectura. Mis compañeros añadían que aunque no se notara, la nave iba equipada con cohetes atómicos, y los astronautas seguramente llevaban escondidas pistolas de rayos láser para enfrentar al enemigo. El viernes, la maestra nos dejó como tarea ver la transmisión de la llegada a la luna.

Así que esa noche, bajo las notas de la 5a sinfonía de Bethoveen y con la voz estremecida de Pedro Ferriz, vimos una imagen en blanco y negro, como en cámara lenta, que continuamente se interrumpía mientras el locutor explicaba que el módulo Eagle ya se encontraba en la superficie lunar. De pronto apareció en pantalla, bajando de una escalerilla, el comandante Neil Armstrong, quien después de dar un salto dijo unas palabras en inglés que sonaban como desde una escafandra bajo el agua, y que Pedro Ferriz tradujo: "Este es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la Humanidad".

En ese momento yo esperaba ver un comité de recepción selenita o por lo menos una granizada de meteoritos porque decían que la luna no tenía atmósfera. Pero nada. La luna no era más que una inmensa superficie gris y llena de baches, en donde unos ralentizados astronautas clavaban su banderita de barras y estrellas.



¡Qué decepción , qué fraude! ¿Para ver eso habíamos esperado tantas semanas? El terreno baldío a un lado de mi casa era más interesante. Por lo menos había lagartijas y una vez encontramos el cadáver de un gato. Sin embargo, en la luna no había nada más que piedras y soledad.

Esta monumental desilusión la he mantenido de por vida, pero siempre preguntándome por qué aquellas históricas imágenes -que muchos afirman que fueron realizadas en un set de televisión- las evoco siempre como un claro ejemplo de la gran estafa de los medios de comunicación. La respuesta es obvia, yo crecí escuchando las asombrosas historias del descubrimiento de las rutas náuticas y de las conquistas de los siglos XV y XVI. Y aunque mis ojos no las vieron más que en las recreaciones de algunos filmes épicos, como dijo Orson Welles: “en la imaginación la pantalla es más grande”. Así que en mi pantalla mental había un registro imborrable de la gran aventura que significó el inicio del Renacimiento y la Modernidad.

¿Después de todo qué comparación puede haber entre la conquista de la desolada, desteñida y cacariza luna contra la apuesta mortal que significaba embarcarse en aquellos siglos de felice memoria, como Cervantes calificó a la batalla de Lepanto? Supongo que por eso no existe una literatura que eternice la llegada a la luna. ¿Dónde están las grandes crónicas lunares, los Salgaris o Stevensons que novelicen esa gesta? Simplemente no existen. Lo único que me viene a la memoria es Ray Bradbury con sus cuentos marcianos. Pero de la luna no hay más que canciones tristes como su paisaje.


En cambio, los descubrimientos y conquistas del XV y el XVI, además de las magníficas Crónicas de Indias, escritas por sus protagonistas -Cristobal Colón, Hernán Cortés o Bernal Díaz del Castillo-, también abundan en crónicas, novelas y cuentos que llevan, como el emocionante Antonio de Pigafetta, a darle la vuelta al globo, o como el insustituible Rafael Bernal, a luchar con los piratas.

De la mayor gesta que ha vivido la humanidad, aún se sigue escribiendo. La pregunta obligada aquí es ¿cómo se puede decir algo nuevo acerca de esta hazaña tan antigua? La respuesta, sin duda la tienen, estos autores siameses: Enrique I. Castillo y Gonzalo Trinidad Valtierra, que se dieron a la tarea de escribir a la limón La ruta de la tempestad; un libro que a caballo entre la crónica y el cuento, va narrando en claroscuros la vida y vicisitudes de personajes que participaron en la historia de las exploraciones náuticas.

Estas 15 narraciones que toman la realidad histórica como materia prima, se permiten proseguir un camino que ya no está respaldado por los documentos, para internarse en la ruta de la ambición y las pasiones que llevaron a los aventureros de hace cinco siglos a marcar el mundo con su espada.

Historias que comienzan con el reparto del mundo del papa Alejandro VI, y en las que aparecen recreados en su ambición y sus tribulaciones, descubridores como Vasco Núñez de Balboa o conquistadores como Francisco Pizarro. Cuentos de hombres legendarios y poderosos o narraciones extraordinarias como la del soldado filipino Gil Pérez, cuya aparición en la Ciudad de México, un 25 de octubre de 1593, no ha podido ser esclarecida en más de cuatro siglos.

Donde la historia se detiene, la imaginación, ese viento que también impulsó las velas de los descubridores, dicta una alternativa verosímil para las creaturas de estos escritores siameses, quienes incluso se han permitido desdeñar la propiedad de cada texto para que el lector pueda articularlos como distintos episodios de una misma gesta tan cruel y tan gloriosa como la vivieron los pueblos en conflicto.

Cabe destacar el preciso trabajo de lenguaje que instala al lector en la vorágine de entre siglos que conformó el idioma español y entronizó la fe católica al costo del genocidio. Una historia, que en voz del gran Pablo Neruda, habla de la voracidad de los conquistadores:

“Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro…

Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.”

Con esas mismas palabras, Enrique Trinidad y Gonzalo Castillo, o como se llamen estos siameses diabólicos, han trazado La ruta de la tempestad como una estela sobre el océano, llena de pasión y de aventura, como la huella viva de una época que trastocó totalmente el destino de la humanidad.


Texto de presentación de La ruta de la tempestad en el Centro Cultural José Martí, el miércoles15 de marzo de 2023,



No hay comentarios:

Publicar un comentario