miércoles, 14 de diciembre de 2022

Metáforas marinas



Tanto que me caga esa rola y ya van dos veces que la ponen. Primero en la rockola de este antro y luego hasta en video. La cantan dos fresonas. Su musiquita me cae en las meras bolas. La escuché por primera vez en las mesas largas de La Villa de Sarria.

“No recuerdo lo que hice
de eso que te dicen.
No pasó.
No pasó.

Y que te monté los cuernos
de eso no me acuerdo.
No pasó.
No pasó.”



La puso una chavorruca con traje ceñido de cuero negro, que estaba en nuestra mesa y al empezar el ritmo se empezó a menear como una auténtica profesional del antro. Claudia hizo un gesto de burla. A mí, no sé por qué las caderas de esa señora me recordaron el movimiento de los delfines nadando en el mar y se me vinieron un montón de metáforas marinas a la cabeza. A lo mejor porque me estaba tomando una Pacífico o porque la Acapulco Golden que me fumé para inspirarme ya me había hecho efecto. La señora fue a bambolear el trasero en la cara de un ruco gordo y cincuentón, ojos de sapo, que la acompañaba; el tipo seguía sentado como si exhalara aritos de un puro imaginario. Creo que el entusiasmo con que la doña movía pecho y caderas prendió a los demás bebedores. Aunque el pasillo era estrecho, dos parejas se levantaron a bailar. Un peladote de sombrero norteño que parecía tener dos pies izquierdos junto con un flaco moreno que se movía como víbora parada. Otra pareja, unos Godínez recién salidos de la oficina que practicaban una salsa desacompasada.

—¿Qué le ves a esa vieja ridícula —me dijo Claudia cuando notó que mis ojos seguían el brinco de los delfines acompañando a nuestro barco.
—La carne tártara y el caldo de camarón me hacen sentir como en el puerto de la ilusión —le dije con una sonrisa en la mirada.

Al terminar la rola, la ruca se sentó junto al gordo que no podía lucir más desentonado para un caluroso día de junio: pantalón, camisa, saco, lentes y sombrero negros, como si viniera del velorio de su última erección. Claudia se le quedó viendo fijamente.

—¿No salió usted el fin de semana en el noticiero del 22? —dijo la flaca Claus, quien solo ve canales culturales porque estudia Lepras Clásicas.

El gordo alzó la vista como si mirara disolverse uno de esos aritos imaginarios.

—Lo invitaron para hablar de su última obra de teatro —dijo la chavorruca.
—¿Es usted Juanjo Echenique? ¿El autor de Réquiem por el Divino Marqués? –preguntó la Claus emocionada.
—No, no sé quién sea ese individuo, pero ya me han confundido varias veces con él. Yo vendo carnitas en la colonia Obrera —dijo el gordo con acento de la Condechi. —La famosa es Marizza. Tiene un taller y es maestra de tatuajes.
—¿En serio? —dije yo y me bajé el pantalón apenas por encimita del vello púbico. —Siempre he querido conocer la opinión de una experta —le mostré los ojos verdes del paquidermo que tengo sobre las ingles.

Marizza se levantó y agachó la cabeza para observarme con detenimiento, con la mano bajó un poquito más el pantalón, sopló el vello y lo expurgó con los dedos. En el rostro se le dibujó un gesto de perplejidad.

—¿Un venado?
—Es un elefante africano —dije con orgullo tarzanesco.
—Más bien parecen los ojos de oso hormiguero. Aunque a decir verdad están desproporcionados, demasiado grandes para esa trompita —me dijo dándome un pellizquito en el pellejo.

Claus aprovechó mi desconcierto para mostrarles el palíndromo que tenía tatuado en el coxis: “La ruta nada natural”, y que terminaba en una flecha apuntando directamente a su hendidura.

El gordo se quitó los lentes para soltar la carcajada.

—Eso merece una ronda de mezcales —exclamó y le hizo una seña al mesero para que nos sirvieran un mezcal a cada uno. Claus y yo lo acompañamos con las cervezas que ya habíamos pedido.

Creo que todavía pidieron otras dos rondas con chelas incluidas, pero como nosotros no pagamos perdí la cuenta. A las doce, después de los tragos de la casa, salimos de la Villa de Sarria todavía con entusiasmo etílico.

—¿Y por qué no vamos a seguirla? —sugirió la señora, a quien el efecto de la noche o el filtro del trago o de la mota que yo había consumido le habían inyectado una juventud inesperada—, al fin que nosotros los invitamos.

Claus estuvo a punto de disculparse porque quería que nos fuéramos a su departamento a tener una sesión de poesía corporal, como habíamos quedado.

—Claro, cómo vamos a despreciar tan amable invitación —dije casi sin pensar.

Tomamos un taxi hasta El Palenquito de Avenida Álvaro Obregón. Juanjo, como espléndido mecenas, pagó con un billete que doblaba el costo del pasaje sin esperar el cambio. Luego se discutió con dos rondas de Sesenta y Nueve Conejos, un mezcal que mezclado con el reguettón que expelían las bocinas, nos pegó de nuevo.

“Te presto mis dedos, para que recuerdes
todo lo que hicimos esa noche del viernes.
Te presto mis besos y me los devuelves
así tengo una excusa para volver a verte.

Yo no te pido que te enamores
seamos eternos solo esta noche.
Yo no te pido que seamos novios
si siendo amigos ya nos damos de todo.”

A mí nunca me ha gustado Maluma, pero pienso que el perreo es el sustituto más económico del table dance, elemento natural de Marizza, quien empezó a oscilar su tremebundo trasero caminando de espaldas hacia mí mientras el gordo se carcajeaba. Claus se interpuso entre Marizza y yo, para demostrar sus habilidades perrunas y la chavorruca se fue a bailarle al gordo que ni siquiera se movía de su silla periquera para manosearla en forma mientras a mí la flaca me ponía a punto.

Cuando se acabó la pieza le dije al oído a Claus:

—¿A qué no te atreves a perrearle al Maestro Guango Pinche Kike?
—Echenique —me corrigió.
—Y aprovechas para comentarle la obra que escribiste en la Facultad.

A Claus le brillaron los ojos. Comenzó otra rola de Maluma.


“Si conmigo te quedas
O con otro tú te vas

No me importa un carajo
Porque sé que volverás

Y si con otro pasas el rato
Vamo' a ser feliz, vamo' a ser feliz
Felices los cuatro

Te agrandamo' el cuarto.”


Antes de que la flaca se animara a responderme yo les grité a los chavorrucos:

—¡Éste baile es calabaceado! —y le di una palmadita en el trasero a Claus para que se fuera con el gordo mientras yo me zambullía de lleno en el mar de sensaciones que el vaivén de Marizza despertó en mi pubis.

Cuando la música cesó, Marizza y yo aún seguíamos restregándonos neciamente. Claudia se acercó para agarrarme del antebrazo.

—¡Ya vámonos! —me dijo molesta.
—La noche apenas empieza —terció Marizza. Claudia ni siquiera le contestó y se puso a jalonearme con ojos furiosos.
—Si quieres tú adelántate, yo en un ratito te alcanzo —le dije por no dejar.
—Si quieres mejor te vas a la chingada —me soltó y se fue atravesando la calle, decidida y sin voltear a verme.

Marizza y yo solamente nos alzamos de hombros. Ella dijo:

—Vamos a seguirla a mi taller. Al fin que tu amiga ya no regresa y Juanjo necesita relajarse.

Así que agarramos otro taxi hasta el depa de una casa vieja frente al parque España. El taller era una bodega: fotos, posters y piezas de escenografía de obras de teatro de distintas épocas; varios percheros con vestuario y sombreros de todo tipo. El gordo me ofreció un trago del Henessy que sirvió en tres copas y en el que remojaba un Montecristo cubano. Marizza sacó una mota holandesa. Me dijo que hace amnesia o que así se llamaba. No me acuerdo bien. La enrolló en unas sabanitas rosas bien cuquis para forjar un churro de campeonato que compartió conmigo.

—¿Quieres ver mis tatuajes? —me dijo cuando se quitaba el traje de cuero negro y yo sentí clarito como un olor a sal me entraba por la nariz. Me puse aplaudir como foca amaestrada mientras el gordo Guango nada más sonreía desde una cama con cabecera de latón.

Marizza encendió una bocina que escupió, ahora muy rítmicamente la misma rola de antes:

“No recuerdo lo que hice
de eso que te dicen.
No pasó.
No pasó.

Y que te monté los cuernos
de eso no me acuerdo.
No pasó.
No pasó.”

Marizza se observó de frente y de perfil en un espejo de media luna que había en el centro de la habitación. Cubierta solamente por una tanga roja muy delgada por donde se desparramaban todas sus abundancias. Había una telaraña tatuada en su vientre, del ombligo salía una viuda negra. Más abajo, sobre su pubis perfectamente rasurado, tres corazoncitos formando un triángulo. Se puso de espaldas, en cada omóplato le nacía un ala negra, de un trazo muy realista, como de plumas aterciopeladas. Las quise tocar pero ella se dio la vuelta apuntándome con sus pezones enhiestos.

—¿Y tú qué quieres ser en la eternidad? —me preguntó a bocajarro.
—Yo escribo poesía, pero ahorita quisiera ser un pez —respondí excitado.

El Guango se empezó a carcajear exhalando bocanadas de humo.

—Te voy a tatuar un pez en la espalda. Un pez espada brincando sobre las olas —me dijo Marizza con voz de sirena. Luego me quitó la camisa y me recostó bocabajo en una especie de camilla de masajes. Bajó mis brazos como abrazando la camilla. Me roló el toque, tomó un largo trago de la copa de coñac y lo pasó con un beso a mi boca. Cerré los ojos. Cuando ya me invadía la calma de los dioses, sentí cómo algo me aprisionaba las muñecas. Marizza me había puesto unas esposas.

—¿Y eso? —pregunté en el sopor de la intoxicación.
—Un poeta como tú debe vivir todas las experiencias. Buenas y malas... —oí la voz pastosa del Guango.

Por el espejo vi cómo el Gordo me bajaba lentamente los pantalones. Cerré los ojos y me sentí como una foca perdida en el mar... a punto de ser embestida por una orca asesina.









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