martes, 13 de diciembre de 2022

El fuego secreto de la uva


Decía el dramaturgo Ben Jonson (Londres, Inglaterra, 1572-1637), acérrimo rival de Shakespeare, que la única manera de pagarle a un poeta era con vino. Tal vez por la lucidez de esa exigencia fue que el rey Carlos I (rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda, de 1625 a 1649) incluyó en la pensión anual de Jonson un "tierce" (antigua medida inglesa) que equivalía a 159 litros de vino.

Se puede afirmar que desde su origen en los mitos, la poesía y el vino han estado estrechamente ligados porque a ambos los anima un fuego secreto. Los griegos cuentan que el divino Dionisos descubrió que el jugo de uva fermentado incitaba el regocijo en los hombres y desde entonces se dedicó a enseñar el cultivo de la vid y la preparación del vino. Después del diluvio, el patriarca Noé comenzó a labrar la tierra, plantó una viña y bebió de su propio vino hasta embriagarse. Dice el Eclesiastés que la alegría y bienestar del alma se encuentran en esta bebida. Por eso el único milagro que María, madre de Jesús, le pidió a su hijo fue que transmutara el agua en vino en las bodas de Caná.

Lo históricamente cierto es que esta bebida mítica nació en el Mediterráneo y se extendió por toda Europa haciendo las delicias de hombres y mujeres. En la antigua Roma estuvo prohibida para las féminas respetables y honestas, quienes la probaban a escondidas. Por eso los padres, maridos y hermanos latinos impusieron el Ius osculi o el derecho del beso en la boca para comprobar si no habían bebido este feliz fermentado de la uva.

En la Edad Media el monje-poeta Gonzalo de Berceo (La Rioja, España, 1198-1264) observó la popularidad de esta bebida en versos de antiguo castellano:


"Quiero fer una prosa en román paladino
en qual suele el pueblo fablar con so vecino,
ca non so tan letrado por fer otro latino,
bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino.”

Al continente americano lo trajeron los conquistadores que, como dijo Pablo Neruda, arrasaron con el oro pero dejaron la palabra... y el vino. En la Historia eclesiástica indiana, se afirma que “siempre los padres antiguos de esta provincia tuvieron por vicio beberlo así por venir de España y valer caro, como también porque en esta tierra es fuego y enciende el cuerpo desmesuradamente”.

Pudieron comprobar sus desastrosos efectos los soldados de Cortés que celebraban la caída de la gran Tenochtitlan con un banquete en Coyoacán. Así lo refirió Bernal Díaz del Castillo: “esta planta de Noé hizo a algunos hacer desatinos y hombres hubo en él que anduvieron sobre las mesas después de haber comido que no acertaban a salir al patio. Otros decían que habían de comprar caballos con sillas de oro, y ballesteros también hubo que decían que todas las saetas y jugaderas que tuviesen en su aljaba que les habían de hacer de oro de las partes que las habían de dar, y otros iban por las gradas abajo rodando”.

Advirtió de sus peligros el Fénix de los Ingenios, Lope de Vega, en estos versos:

El vino desde que lo
Pisaron, huye de los
Pies y sube a la cabeza

Al néctar fermentado de la uva también le ha cantado el gran Charles Baudelaire:




"Una noche, cantó el alma del vino en las botellas.
Hombre, hacia ti elevo, querido desheredado,
bajo mi vítrea prisión y mis rojizos lacres
una canción repleta de luz y fraternidad.
Yo sé lo que cuesta, en la colina en llamas,
dolerse y sudar bajo un sol abrasador
para engendrar mi vida y darme el alma;
pero no seré ingrato ni perjudicial.
Porque siento inmensa alegría cuando caigo
en la garganta del hombre consumido por su labor,
y su cálido pecho es un dulce sepulcro
que me complace más que la frescura de mis bodegas.
¿Escuchas resonar los cantos del domingo
y la esperanza que trina en mi pecho palpitante?
Los codos sobre la mesa y arremangado,
me glorificarás y serás dichoso.
Yo iluminaré los ojos de tu mujer arrebatada;
devolveré a tu hijo sus colores y la fuerza
y para ese frágil atleta de la vida seré
el aceite que pule los músculos del luchador.
Y caeré en ti, vegetal ambrosía,
extraño grano que arroja el eterno Sembrador;
para que de nuestro amor nazca la poesía
que se alzará hacia Dios como una rara flor."

Otro de sus apologistas ha sido el inmortal Pablo Neruda, quien lo celebró en una de sus Odas elementales:

"Vino color de día,
vino color de noche,
vino con pies de púrpura
o sangre de topacio,
vino,
estrellado hijo
de la tierra,
vino, liso
como una espada de oro,
suave
como un desordenado terciopelo,
vino encaracolado
y suspendido,
amoroso,
marino,
nunca has cabido en una copa,
en un canto, en un hombre,
coral, gregario eres,
y cuando menos, mutuo.
A veces
te nutres de recuerdos
mortales,
en tu ola
vamos de tumba en tumba,
picapedrero de sepulcro helado,
y lloramos
lágrimas transitorias,
pero
tu hermoso
traje de primavera
es diferente,
el corazón sube a las ramas,
el viento mueve el día,
nada queda
dentro de tu alma inmóvil.
El vino
mueve la primavera,
crece como una planta la alegría,
caen muros,
peñascos,
se cierran los abismos,
nace el canto.
Oh tú, jarra de vino, en el desierto
con la sabrosa que amo,
dijo el viejo poeta.
Que el cántaro de vino
al beso del amor sume su beso.

Amor mio, de pronto
tu cadera
es la curva colmada
de la copa,
tu pecho es el racimo,

la luz del alcohol tu cabellera,
las uvas tus pezones,
tu ombligo sello puro
estampado en tu vientre de vasija,
y tu amor la cascada
de vino inextinguible,
la claridad que cae en mis sentidos,
el esplendor terrestre de la vida.

Pero no sólo amor,
beso quemante
o corazón quemado
eres, vino de vida,
sino
amistad de los seres, transparencia,
coro de disciplina,
abundancia de flores.
Amo sobre una mesa,
cuando se habla,
la luz de una botella
de inteligente vino.
Que lo beban,
que recuerden en cada
gota de oro
o copa de topacio
o cuchara de púrpura
que trabajó el otoño
hasta llenar de vino las vasijas
y aprenda el hombre oscuro,
en el ceremonial de su negocio,
a recordar la tierra y sus deberes,
a propagar el cántico del fruto.

Y tampoco pudo quedarse atrás en estas canciones para el duende de la uva, el chileno centenario Nicanor Parra con sus Coplas del vino:

Nervioso, pero sin duelo
a toda la concurrencia
por la mala voz suplico
perdón y condescendencia.

Con mi cara de ataúd
y mis mariposas viejas
yo también me hago presente
en esta solemne fiesta.

¿Hay algo, pregunto yo
más noble que una botella
de vino bien conversado
entre dos almas gemelas?

El vino tiene un poder
que admira y que desconcierta
transmuta la nieve en fuego
y al fuego lo vuelve piedra.

El vino es todo, es el mar
las botas de veinte leguas
la alfombra mágica, el sol
el loro de siete lenguas.

Algunos toman por sed
otros por olvidar deudas
y yo por ver lagartijas
y sapos en las estrellas.

El hombre que no se bebe
su copa sanguinolenta
no puede ser, creo yo
cristiano de buena cepa.

El vino puede tomarse
en lata, cristal o greda
pero es mejor en copihue
en fucsia o en azucena.

El pobre toma su trago
para compensar las deudas
que no se pueden pagar
con lágrimas ni con huelgas.

Si me dieran a elegir
entre diamantes y perlas
yo elegiría un racimo
de uvas blancas y negras.

El ciego con una copa
ve chispas y ve centellas
y el cojo de nacimiento
se pone a bailar la cueca.

El vino cuando se bebe
con inspiración sincera
sólo puede compararse
al beso de una doncella.

Por todo lo cual levanto
mi copa al sol de la noche
y bebo el vino sagrado
que hermana los corazones.

Y el argentino Jorge Luis Borges también le ha dedicado un soneto en que lo compara con la alegría:

Soneto al vino



¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa

conjunción de los astros, en qué secreto día

que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa

y singular idea de inventar la alegría?



Con otoños de oro la inventaron. El vino

fluye rojo a lo largo de las generaciones

como el río del tiempo y en el arduo camino

nos prodiga su música, su fuego y sus leones.



En la noche del júbilo o en la jornada adversa

exalta la alegría o mitiga el espanto

y el ditirambo nuevo que este día le canto



otrora lo cantaron el árabe y el persa.

Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia

como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.


De la divinidad del vino se ha hablado largamente en la literatura, pero la ciencia también ha dado cuenta de sus virtudes salutíferas. En plena pandemia del Covid-19, se informó que “el ácido tánico que se encuentra en las uvas y el vino inhibe dos enzimas clave en el coronavirus. Al entrar en contacto, este último ya no puede penetrar en las células humanas.” Y agrega que “investigadores estadounidenses demostraron in vitro que los polifenoles presentes en las uvas y el vino alteran la forma en que el virus Sars-Cov2 que causa el Covid-19, se replica y se propaga.”

Así mismo, La Universidad Médica de Taiwán descubrió que los taninos del vino inhiben eficazmente la actividad de dos enzimas clave del virus, impidiéndoles penetrar el tejido celular. El Biólogo Molecular y presidente de la mencionada universidad, Mien Chie Hung, afirmó que “de todos los compuestos naturales que probamos en el laboratorio, el ácido tánico es el más efectivo”.

En fin, el vino además de su potencial médico para quienes quieren evitar el contagio, también es un consuelo para aquellos que buscan mitigar la soledad y la depresión; bebida de poetas, bohemios y amorosos; es el fuego secreto de la uva que enciende la alegría en el alma y el deseo en el cuerpo.

Ya lo dijo el rebelde Martín Lutero: “Quien no ame el vino, las mujeres y las canciones, será un estúpido toda su vida”.




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