jueves, 15 de diciembre de 2022

Diez años de voluntad y versos*


De ser un oficio, la escritura se ha convertido en una profesión que se estudia en las universidades para producir textos que se venden en un mercado global, cada vez más de manera digital o en audiolibro, y cada vez menos en su presentación física en papel. El escritor se ha transformado en una especie de intelectual o payaso que tiene el deber de entretener a las audiencias y ganar lectores con libros cuyo perfil, tema y estilo se diseñan en las agencias de marketing. Hemos llegado al tiempo de los escritores sin espíritu y de los libros sin alma que abundan en recetas positivas para aprender a sonreírle a un mundo que se cae a pedazos.

A pesar de estos avances, aún existen los talleres literarios, que son la reminiscencia de una época en que se consideraba a la escritura como un oficio, una obra de artistas o artesanos, y al taller como un espacio donde los maestros instruían a los aprendices en la creación de objetos únicos, alephs o piedras filosofales que mostraban el mundo en su inmensa belleza o en su absurda desgracia.En los talleres se reúnen los solitarios, los aprendices que forjan, templan y velan sus armas para aprender a amar y pelear con la palabra. Ahí se encuentran afinidades, amigos, amores, familia y hasta enemistades y enemigos. Un taller es la puerta hacia el mundo de la “perduta gente”, como decía Alfonso Reyes.

A diferencia de los diplomados y carreras de creación literaria, la función de lo talleres como formadores libres de autores no ha podido sustituirse, pues no siguen reglas estrictas ni materias seriadas, ni un programa académico formal. A ellos acuden personas de diversas profesiones y oficios, y no únicamente los especialistas en la literatura sino quienes tienen una necesidad profunda de expresarse por escrito.

Desde su origen, los talleres han suscitado el debate. El novelista y profesor estadounidense David Foster Wallace comenta:

“Para saber si algo sirve o no, lo primero que hay que preguntarse es: ¿sirve o no para qué? Incluso sus críticos más exacerbados reconocen que —en general—los talleres literarios sirven para varias cosas: para socializar, para conocer a un escritor famoso (aunque sea necesario pagarle para compartir un rato con él), para ejercer el narcisismo, el egocentrismo, el cinismo o muchos otros ismos de los que la naturaleza te haya dotado, para conseguir pareja, etcétera. Se me dirá que esos no son, o no deberían ser, los objetivos de un taller literario. De acuerdo. Pero entonces ¿cuáles sí deberían ser?

Creo que es en este punto donde se produce la confusión. Algunas personas entienden que la finalidad de los talleres literarios es formar a grandes escritores. O a buenos escritores, al menos. Está claro que no todos los que participan de un taller de escritura serán grandes —ni siquiera buenos—escritores, de la misma manera que no todos los que realizan un curso de cocina terminan siendo grandes —algunos ni siquiera buenos—cocineros. De ahí se deduce que los talleres literarios no sirven, que son una estafa.”

Por su parte, el ecuatoriano Miguel Donoso Pareja, insigne formador de escritores en latinoamérica, dice:

“Un taller —para decirlo en la forma más sencilla posible— es una experiencia de trabajo colectivo en la cual un escritor de mayor experiencia transmite sus conocimientos, sus recursos, a un grupo de jóvenes escritores que, de todos modos, habrían adquirido dichos conocimientos y recursos por sí mismos pero en muchísimo más tiempo.

Alguien decía que la literatura es un don, pero también una dificultad adquirida. Un taller, entonces, opera a partir de ese don (talento), sin el cual no puede adquirirse dificultad alguna. La dificultad, en última instancia, se consigue en el trabajo de conjunto, de una manera harto más rápida que en forma individual, solitaria.”

Total que entre opiniones favorables y adversas los talleres han sobrevivido y producido gran literatura (la literatura menor se desecha por sí misma) durante casi dos siglos en México. Primero empezaron como reuniones de personas que sufrían el vicio de la escritura, una suerte de sesiones de AA, después en el convivio de las tertulias y finalmente como talleres artesanales.

En junio de 1836, los hermanos José María y Juan N. Lacunza, Manuel Tonat Ferrer y Guillermo Prieto fundaron la Academia de Letrán, cuna de las letras nacionales, en un colegio ubicado en los que hoy es Eje Lázaro Cárdenas en la Ciudad de México. Resulta conmovedor leer en las Memorias de mis tiempos, de Guillermo Prieto cómo inició ese primer taller que si bien no tenía ese nombre funcionaba con un coordinador o presidente que daba la última palabra sobre un texto, después de la lectura y ronda crítica de los integrantes, tal como se hace en los actuales talleres. En el cuarto de José María Lacunza los cuatro miembros inauguraron las sesiones compartiendo una piña bañada en azúcar porque entonces no existían las caguamas. Semanas después, cuenta Guillermo Prieto, recibieron una visita inesperada:

“En una de las tardes, tristona y lluviosa por cierto, llamó a la puerta de la Academia un viejecito con su barragán encarnado a cuadros, con un vestido negro, nuevo y correcto, y su corbata blanca, mal anudada, y un sombrero maltratado con la falda levantada por detrás.

Era penoso el andar del anciano; su cuerpo notablemente inclinado. Tez morena, ojos negros muy expresivos y brillantes, y una frente verdaderamente olímpica y llena de majestad.

El viejecito tocó a la puerta, y sin más espera se entró de rondón en el cuarto y se sentó con el mayor desenfado entre nosotros, diciendo:

-Vengo a ver qué hacen mis muchachos.

La academia se puso en pie y prorrumpió en estrepitosos aplausos que conmovieron visiblemente al anciano… El nombre de Quintana Roo, que tal era nuestro visitante, fue pronunciado por todos los labios y por aclamación irresistible fue elegido nuestro presidente perpetuo.”

Es la historia del encuentro entre aprendices y maestro. La vuelta del abuelo pródigo, o la demostración de lo que afirmaba el poeta sinomexicano Óscar Wong: “el maestro llega cuando los alumnos están preparados”.

El arranque de los talleres en su forma actual se puede situar en las sesiones del Centro Mexicano de Escritores (Mexican Writing Center), fundado por la escritora norteamericana Margaret Shedd en 1951, que además de asesoría literaria también otorgaba becas. Su primer consejo lo integran Alfonso Reyes, Julio Torri y Agustín Yáñez. De esos talleres surgen escritores tan destacados como Juan José Arreola, Jaime Sabines y Juan Rulfo.


Es el maestro Rulfo quien comenta como se reciben los avances de la novela que finalmente se titularía Pedro Páramo, en aquel taller:

“En las sesiones del centro Arreola, Chumacero, la señora Sheed y Xirau me decían: `Vas muy bien´. Miguel Guardia encontraba en el manuscrito sólo un montón de escenas deshilvanadas. Ricardo Garibay, siempre vehemente, golpeaba la mesa para insistir en que el libro era una porquería.

Coincidieron con él algunos jóvenes escritores invitados a nuestras sesiones. Por ejemplo, el poeta guatemalteco Otto Raúl González me aconsejó leer novelas antes de sentarme a escribir una. Leer novelas es lo que había hecho toda mi vida. Otros encontraban mis páginas muy faulkerianas, pero en aquel entonces yo aún no leía a Faulkner.”

Treinta años después, el propio Rulfo, junto con Francisco Monterde y Salvador Elizondo se han convertido en los “maestros” coordinadores o asesores del Centro Mexicano de Escritores. Cuenta Eusebio Ruvalcaba, entonces becario, cómo eran aquellas sesiones de los miércoles:

“El joven autor lee nervioso sus textos. Opinan sus compañeros, unos tímidamente y otros con certezas que el tiempo se va a encargar de quitarles. Al final vienen los maestros a ofrecer su juicio definitivo. Salvador Elizondo hace gala de sus conocimientos literarios en varias lenguas y en distintos periodos históricos para llenar de observaciones y referencias los textos. Don Panchito Monterde se concentra en ubicar las faltas de ortografía o de sintaxis: ̀En el segundo renglón del sexto párrafo de la página cuatro, sería más conveniente eliminar el enclítico y en vez de la coma usar un... punto y coma´. Y el Maestro Rulfo remata con su proverbial laconismo: ̀Este cuento demuestra que cuando se puede se puede; y cuando no se puede, pues no se puede´. Y si el escritor en ciernes pide que el maestro abunde sobre el significado de sus observaciones, Rulfo vuelve a decir: ̀Es que cuando se puede se puede; y cuando no se puede, pues no se puede´. Ya si insiste el aprendiz, Rulfo llega al extremo de aventar las copias por la ventana del tercer piso del edificio del Centro Mexicano de Escritores, donde se realizan las sesiones. Y el autor además de enfrentar esa crítica tan contundente, la más de las veces tiene que bajar corriendo los tres pisos para rescatar la copia donde los maestros han hecho sus anotaciones.”

En 1963, con el auspicio del Instituto de la Juventud Mexicana, Juan José Arreola funda Mester, el taller literario donde surgió una generación de autores destacados como José Agustín, René Avilés Fabila, Gerardo de la Torre, Alejandro Aura, Hugo Hiriart y Elsa Cross.

La misma Elsa Cross ofrece su testimonio sobre Mester:

“Me parecía increíble que pudiéramos aprender directamente de un gran escritor como era Arreola. Tenía muchas virtudes de maestro: un oído extraordinario para el lenguaje, mucha intuición, perspicacia, una cultura literaria muy vasta y refinada, respeto hacia los trabajos de los participantes en el taller, y una total antipatía por las preceptivas y las teorías literarias, que, decía, eran para los ensayistas y los críticos.

Algo que Arreola infundía en todos era el amor por el lenguaje. Nos ayudaba a desarrollar una percepción para el ritmo y el sonido, para captar la cristalización verbal precisa de una imagen o una idea. A partir de lo que aportaba cada quien, se iban trabajando sus materiales hasta lograr la mayor perfección posible. El trabajo de los textos era una cuestión verdaderamente artesanal. Arreola decía que para llegar a ser un artista había que empezar por ser un buen artesano. Y en realidad, muy medievalmente, no éramos más que aprendices de un gremio. De ahí vino su idea de llamar Mester a la revista que el taller empezó a publicar en enero de 1964, bajo su supervisión.”

De los años setenta vale la pena mencionar los talleres que impartieron en la UNAM, el ecuatoriano Miguel Donoso Pareja, del que surgieron figuras como David Ojeda, Ignacio Betancourt, Alberto Huerta, Alberto Enríquez, Juan Villoro y Carlos Chimal; y el taller que en CU impartió Juan Bañuelos, poeta de La Espiga Amotinada, del que luego se iba a desprender una camada de rebeldones e iconoclastas conocidos como los infrarrealistas.

En la década de los ochenta se dio una verdadera explosión de talleres privados o promovidos por instituciones oficiales. La literatura por fin se había masificado. Surgió en México una nueva generación de innumerables lectores, pero también de escritores que se daban a conocer en las antologías de Gabriel Zaid o de Gustavo Sainz. Como afirmaba Gustavo García sobre nuestra patria, parafraseando el himno nacional: “que en el cielo tu eterno destiiino/ un poeta en cada hijo te diooo/ uuun poeta en cada hijo te diooo”.


De los privados vale la pena destacar el taller Icaria, coordinado por Elena Poniatowska, que comenzó como un gineceo (grupo de damas de sociedad dedicadas al aprendizaje del arte) en el Instituto Kairós y luego se independizó tomando distintas sedes en las casas de las participantes, todos los jueves de 10 de la mañana a dos de la tarde. De ahí surgen las escritoras Alicia Trueba, Silvia Molina, Rosa Nissán, Ángeles Mastretta, Laura Esquivel y Guadalupe Loaeza. El trabajo de lectura y escritura las sensibiliza de tal manera que después del terremoto del 85 se organizan para hacer acopio de víveres que reparten entre los damnificados y recaban testimonios para el libro Nada, nadie, las voces del temblor (Elena Poniatowska, Ediciones Era, 1986).

En el 85, el ISSSTE organiza una serie de talleres de cuento, de poesía, de periodismo, con Edmundo Valadés, Ethel Krauze y Huberto Batis, de los que surgen nuevas generaciones de escritores que como las hojas de los árboles van sucediéndose unas a otras.

Así en los noventa y después del dos mil valdría la pena anotar los talleres que van apareciendo en las orillas de la sociedad gracias a iniciativas personales; grupos que sesionan en lugares insólitos como reclusorios o incluso cantinas y pulquerías; cuento y crónica, ensayo y poesía de la mano de personajes excluidos de la mafia cultural como Emiliano Pérez Cruz, Eusebio Ruvalcaba o Marco Fonz.

En 2012, R. Israel Miranda, un polígrafo y rockero, prófugo de la academia y diletante de los talleres de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, decide renovar la manera anticuada, aburrida e improductiva con que las instituciones de la alta Kultura y de la cultura oficial conciben la creación literaria.

Así que a contrapelo decide abrir un nuevo taller de poesía con la idea de producir textos menos cuadrados pero más salvajes y arrojados, sin tantos formalismos pero con sangre y alma. Además con la idea de dejar siempre un registro del trabajo de los participantes en una serie de publicaciones.

De esta manera comienza la historia del Taller de Creación Literaria en el borde, de los borders o La Jauría, que en su nombre evoca el Liceo Cínico de Diógenes con otros Kynikos (perros), desvergonzados y libres que en su manera de pensar y en sus textos practican la sana impudicia.

Un taller que ha resistido por una década la indiferencia del Estado, las políticas culturales de devastación; las catástrofes personales, económicas y naturales: divorcios, anexos, terremotos y pandemias han quedado con meras anécdotas de una década que se ha vaciado más rápido que el contenido de una botella de vino en una reunión de poetas.

En estos diez años, R. Israel Miranda ha coordinado más de 400 sesiones en 43 talleres, la mayoría en distintas sedes de la Ciudad de México (incluyendo cervecerías y cantinas) y cinco de ellos en Neza (en el Centro Cultural Las Dos Fridas), cada uno con su publicación correspondiente. También ha publicado 74 libros que incluyen a más de 100 autores que han pasado por el taller.

En la presente antología aparecen 37 autores formados en las filas o simpatizantes de esta jauría: Sara Ayala Juárez, Pamela González, Silvia Jiménez, Rocío Castro, Sheila V. Rivas, Elizabeth Rosas, Alexis Rodríguez, Diana Mondragón, Laura Velarde, Selma Carmona, Aleida Cuevas Zanatta, Viviana Castillo, R. Israel Miranda, Eduardo García Sánchez, José Luis Gutiérrez Rocha, Braulio Aguilar, Gustavo Ramírez, Gerardo Castillo Antúnez, Sergio García, Gerry Meneses, Jonathan Zavala, Miguel Torres, Jorge Arturo Borja, Abel Rubén Romero, Henry D. Luque, Dante Hernández, Óscar Hernández Carvallo, Un Carlos Hidalgo, Alejandro Volta, Ángel Santiago, Julio Villanueva, Julio Huertas, Fausto Leyva, Antonio Herrera, Rodrigo Aldaco, Juanito Kíntaro y Víctor Palomino. Nombres que probablemente aparecerán en la nomenclatura de los escritores de este siglo o del otro.

Tal vez este taller como todos, no garantice convertirse en un gran poeta, pero por lo menos ha llevado a sus participantes a asomarse al borde del abismo personal, desde el cual se puede mirar la miseria pero también la grandeza del alma humana que se expresa en las palabras.

Por diez años a puro verso y voluntad, vale la pena leer esta antología.

Jorge Arturo Borja

Ciudad de México, 2022, tercer año de la pandemia.

*Prólogo a la antología del X Aniversario del Taller de Creación Literaria.






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