domingo, 11 de julio de 2021

Recuerdos del Waikikí

—Era enorme, Tocayo, debe haber tenido como doscientas mesas. Ahí se presentaban las mejores orquestas del México de entonces: Beny Moré; Las mulatas de fuego, Elena Burke y Celia Cruz; el acordionista Harry Hartman. También trabajaban las muchachas más guapas, que venían de Centro y Sudamérica.
—¿Y en dónde estaba? —le pregunto a don Jorge Ábrego, viejo periodista que rememora sus andanzas de veinteañero al calor de un martini en una cantina del Centro Histórico.
—En Reforma 13, casi esquina con Bucareli, frente al Excélsior. Empecé a frecuentarlo como por el 50 o 51. Me llevaron unos compañeros que estudiaban Derecho. Eran mis roomies, como se les dice ahora. Rentábamos un departamento en la colonia Roma. Vivíamos tres en un quinto piso, sin nadie que nos supervisara. Ya se ha de imaginar cuántas calaveradas hicimos. Como eran paisanos, cuando apenas llegué a estudiar a la capital, me llevaron a conocer las cantinas y cabarets que les gustaban.

El Waikikí era muy popular y económico, iba gente de todas las clases sociales, desde empleados, periodistas y turistas hasta personas de la farándula. A nosotros que éramos estudiantes de provincia nos alcanzaba para ir de vez en cuando a tomar la copa y bailar. Lo recuerdo como si fuera la playa, un calorón y las oleadas de meseros con charolas rebosantes de alcohol. Las muchachas, guapas todas, luciendo sus vestidos brillantes y escotados, la que menos iba con soirée. Empezaban su desfile por ahí de las dos o tres de la mañana. Mujeres de todos los colores y sabores. Una fiesta para los ojos.

—¿Y hubo alguna en especial que le llamara la atención? 

—¡Cómo no: Perla! Una morena de ojos verdes, frondosa y frutal, como eran aquellas mujeres que tenían de dónde agarrarse. La hubiera usted visto caminar, Tocayo, de verdad que partía plaza en el Waikikí, le robaba cámara a la mismísima Kalantán, la exótica estrella del show. Perlita decía que era brasileña y amiga de Leonora Amar, una de las queridas del presidente Alemán, y la mayoría se lo creíamos. Ya después me enteré que se llamaba Gudelia y era jarocha. Había entrado al Waikikí porque trabajaba con las Marcué, unas modistas que le hacían la ropa a las muchachas de ese antro. 

—¿Y cómo la conoció? 

—Bailando, Tocayo, primero como cliente y luego como su pareja de planta. Mire, en esa época, quien quería ligar tenía que saber cantar o bailar. A mí lo primero no se me dio y eso que me dejé el bigotito a la Pedro Infante; pero lo segundo lo aprendí en casa, con mis primas en las fiestas familiares. Ellas me enseñaron el fox trot, el pasodoble, el swing. Ya el danzón y la rumba los aprendí en casas de asignación, que así se llamaba a los prostíbulos. 

A Perla la vi sola y la invité a bailar una melodía muy romanticona del Son Clave de Oro que tocaba esa noche, y de ahí nos seguimos hasta la madrugada. Mientras la abrazaba, me dijo al oído que no me iba a cobrar las piezas porque yo lo hacía muy bien. 

—¿El baile? —le pregunto con una sonrisa. 

—Claro, ¿o de qué estamos hablando?… —don Jorge sonríe y se abre de capa— en lo “otro”, sin duda, Perlita era una maestra. Me llevaba doce años y kilómetros de experiencia. 

—¿Y no le daban celos, Tocayo? —inquiero vivamente interesado mientras Ábrego chasquea la lengua después de probar su martini. 

—Al principio sí. No me gustaba verla convivir con otros. Pero como por lo general nada más iba una o dos veces a la semana, me fui acostumbrando. Además ella tenía sus detalles conmigo. Me invitaba a cenar, pagaba las cuentas del Waikikí, me regalaba camisas y corbatas, los domingos íbamos al cine o al teatro y cuando anduve corto de recursos hasta me hizo algunos préstamos. Una vez incluso se ofreció a darme una cantidad mensual, pero mi dignidad de caballero nunca lo permitió. Fueron unos años muy intensos que me pasé entre las desveladas del antro y las desmañanadas de la escuela. Creo que me acostumbré a dejar de dormir. No sé ni cómo pude acabar la universidad. 

—¿Y qué pasó con ella? —le pregunto para regresarlo al tema de mi mayor interés, don Jorge apura el resto de su martini y me contesta con parsimonia. 

—Esa es una historia que a nadie le he contado, pero como ya estoy en las orillas de la vida es justo que alguien la conozca. Como usted me inspira confianza, Tocayo, se la voy a referir, pero como caballeros le voy a pedir absoluta discreción —don Jorge, con más de veinte años en la profesión sabe sin duda que pedirle discreción a un periodista es tan absurdo como pedírsela al barbero del Rey Midas—, claro que para poder contársela le voy a rogar que me invite otro martini. 

Le pido otra ronda al mesero para escuchar con la debida atención el relato de mi tocayo, a quien el primer trago lo sumerge en las aguas profundas del pasado. 

“Cuando terminé la carrera de abogado, Perla, la muchacha del Waikikí, me invitó a cenar a un restaurante de postín. Me acuerdo que pidió varias copas, no del ponche con piquete que acostumbraba en la Guay, que así le decían al Waikikí, sino de un brandy finolis que le pegó muy rápido.

—¿Y ahora qué piensas hacer, ya convertido en todo un señor licenciado? —me preguntó ella. 

En ese momento le di evasivas, pero en el cocodrilo, el taxi que nos llevaba de regreso, me armé de valor y le aclaré: 

—Me voy a regresar a mi tierra. 

—¿Y yo? —me dijo ella con un tono de tristeza que pensé que iba a echarse a llorar. 

—Pues nos vamos a escribir y cada que regrese a México te voy a buscar —Perla se empezó a poner roja y de pronto se soltó a gritarme. 

—¡Qué crees que soy el pañuelo donde nomás te viniste a sonar el nabo! 

Me dijo hasta de lo que me iba a morir con un lenguaje tan soez que el taxista nos pidió que nos bajáramos. Como estábamos cerca de mi edificio apuré el paso y estuve a punto de cerrarle la puerta en las narices si no es porque ella puso el pie y se metió a empujones. 

La vi tan enfurecida, le juro, tocayo, que corrí hacia las escaleras. No quería que los vecinos se fueran a despertar con el escándalo. Ella me persiguió, y entre la planta baja y el primer piso se quitó una zapatilla y comenzó a golpearme con el tacón en la cabeza. Por puro reflejó la empujé y cayó rodando por los escalones hasta quedar en el suelo, desmadejada, como muñeca de trapo.

La fui a levantar. 

—Mi amor, despierta... por favor, cariñito —le dije, pero no respondía. En los pasillos no había luz y tampoco se oía ningún ruido. Ni el de su respiración. Esa madrugada no se me ocurrió más que ir a despertar a los compañeros con los que vivía en el quinto piso. 

Enrique y Raúl, bajaron conmigo a ver a Perla. Raúl le tomó el pulso y luego dijo con la mayor frialdad

 —Está muerta, hay que llamar a la Cruz Roja. 

—Mejor vamos a subirla al departamento —dijo Enrique, el mayor de nosotros, quien ya trabajaba en un bufete jurídico y era la voz de la experiencia. 

Así que mientras Enrique se adelantaba para advertirnos si había alguien, entre Raúl y yo la llevábamos abrazada, como si viniera muy cuete. Yo sentía que se me salía el corazón y que los vecinos nos observaban por las mirillas de las puertas. Afortunadamente a esa hora el edificio parecía desierto. 

Cuando llegamos al departamento, Enrique se adelantó a servir tres copas de mezcal. Después de depositar a Perla en el sillón, nos las bebimos como agua. Entonces Enrique dijo con la mayor lucidez que le he conocido: 

—Compañeros, como estudiantes de Derecho ustedes saben que quien apoya la comisión de un delito también resulta cómplice del mismo. Y como los tres hemos ayudado a subirla, entonces estamos en problemas. No es mi intención juzgar a nadie, sino encontrar la mejor solución. Y como a esta señorita ya no habrá manera de volverla a la vida, les propongo que la llevemos al balcón y desde ahí la soltemos. Podemos decir que estuvo bailando y bebiendo con nosotros y que luego quiso asomarse a vomitar pero perdió el equilibrio... 

—¿Y qué hacemos si llega la policía? —preguntó Raúl muy nervioso. 

—Podemos recurrir al cohecho en caso necesario, pero antes llamamos a los contactos que tenemos en el Ministerio Público —dijo Enrique tomando la botella de mezcal. 

—¿Y si nos vio algún vecino? —pregunté yo. 

—Sólo vio a una mujer que dos caballeros venían ayudando porque se hallaba en estado inconveniente, —sirvió otra ronda y mirándonos a los ojos preguntó— ¿estamos de acuerdo, compañeros? —los dos asentimos y chocamos las copas con Enrique para sellar ese juramento. 

Encendimos el tocadiscos para que los vecinos oyeran que estábamos en una reunión. Yo me quedé viendo a Perla, así despeinada, con el rimel y el maquillaje corridos, aún se veía riquísima. Esas piernas que eran mi puerta al paraíso. Luego me acerqué a bajarle la falda que tenía por encima de las rodillas.

—¿Estamos listos? —preguntó Enrique. 

Y justo cuando Raúl la agarraba de las muñecas y yo de los tobillos para llevarla al balcón, Perla abrió los ojos. 

—¡Órale, cabrones, qué me están haciendo? —exclamó con una voz fuerte que nunca voy a olvidar. Casi se nos vuelve a caer del susto pero la devolvimos al sillón. Todos aplaudimos aliviados. Yo la cubrí de besos. Enrique le ofreció un mezcal y seguimos la fiesta hasta que amaneció.” 

Lo interrumpí para devolverlo al tema de esta crónica.

—Perdón, Tocayo, pero ya no me acabó de contar del Waikikí.

—Pues no hay mucho que añadir, Tocayo. Al año siguiente, en el 55, Uruchurtu, el regente de la ciudad, clausuró el Waikikí en una campaña de moralización. Dos años después, en abril murió Pedro Infante, y en julio un terremoto tiró la construcción en donde estaba ese famoso cabaret. De Perla nunca volví a saber nada. Se acabó aquella vida y aquellas noches tan intensas.







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