domingo, 27 de diciembre de 2020

Una noche en el palacio del placer

Agosto de 2002. Tengo 39 años y soy godínez. Trabajo de ocho de la mañana a cuatro de la tarde en una oficina. Ocho horas culiatornillado frente a una computadora escribiendo pendejada y media para una secretaría de gobierno. Mi único ejercicio espiritual consiste en hacer poemas procaces a imitación de Catulo y crónicas que evocan el Satiricón. A veces me publican en fanzines que ni mis mejores amigos leen. Sin embargo, yo los reparto en la oficina. Mi jefe me aconseja que mejor redacte efemérides o biografías de héroes para la revista de la secretaría. Siempre le prometo escribir algo sobre Morelos o Juárez, pero nunca se me ocurre nada más que los nombres de los antros y las cantinas que se encuentran en esas avenidas.
    En mi oficina trabaja Wendolyn, una secretaria morena de ojos verdes, chaparrita, de escote panorámico donde se agazapan dos palomas torcazas, y pantalones untados que le moldean un culo jugoso como fruta del paraíso. Me pregunta por las crónicas como pidiéndome que le cuente un chiste pelado.
    —¿Oye, y de veras vas a todos esos antros de los que escribes?
    Me hago el interesante.
    —Nada más los fines de semana.
    Me informo sobre ella con las demás secres. Dicen que vive en Neza y lleva como un año separada, tiene dos niños y sale muy poco, es medio apretada pero le gusta bailar. Un jueves me aviento a invitarla.

    —Oye, Wendy, ¿qué vas a hacer mañana en la noche?
    —¿Por qué
o qué?

     ¿Me acompañas a hacer una crónica en el Swinger Palace?
    —No conozco ese salón. ¿Quiénes tocan?
    —Tocan y se dejan tocar todos los que quieren.
    Aunque no comprende del todo, sonríe y acepta. El viernes le encarga los niños a su jefa y cuando paso por ella en taxi me quedo boquiabierto.

    —¿Te parece que voy bien así? 

    El pelo que se recoge en la oficina es ahora una melena ensortijada, los pantalones de mezclilla son un vestido rojo entallado, de donde sobresalen dos piernas rotundas, resplandecientes como faros en la bruma.

     —¿Dónde queda ese Singer Pelas? —me pregunta. 

     —En Bucareli, a una cuadra de Gobernación.

     —En la entrada me pasa báscula un gordo con cara de judas, y a ella le revisan la bolsa. Hay parejas de todo tipo.  Ancianos de camisa sport y pelo en pecho con jovencitas salidas del table; tostachonas de rostro como máscara de teatro kabuki, con muchachos de gimnasio; cuarentones de bigotito de galán de los 50´s y traje de padrote con sus señoras tamalonas de minifalda y alhajas, dándose aires de madrotas de la Narvarte; y Wendy, que recién entra en la treintena , y yo que casi voy de salida.

    Alrededor de una tarima de madera hay como veinte mesas. Propina de por medio, nos conducen a una cerca de la pista.
    Cuando Wendy se da cuenta de las miradas lascivas que se cruzan los asistentes y del descaro de las señoras que bailan muy pegadas con cualquiera que se los pide, me pregunta:
    —¿A qué horas llega la orquesta?
    —Pues no creo que haya orquesta. Más bien puro sonido… gutural −le respondo.
    —He oído al Sonido La Changa y al Súper Remix, pero no el Sonido Gutural.
    —El sonido gutural son puros jadeos y gemidos.
    En su cara se dibuja un gesto de perplejidad.
    —Aquí es un antro swinger y la gente viene a intercambiar parejas para tener sexo —le informo.
    —¿Y para eso me trajiste? —exclama indignada.
    —No, Wendy, te traje para hacer una crónica. Nada más a observar si tú quieres. Aquí sólo hay dos reglas. Primera: Está prohibido molestar a nadie. Todo es de mutuo acuerdo. Segunda: Lo que se hace en el Swinger Palace, se queda en el Swinger Palace.
    Ya no me dice nada. ¿Qué piensa? ¿Se va a salir? ¿Va a entrar en confianza conmigo?... No le insisto porque a mí las mujeres silenciosas son las que más me imponen, nunca se sabe qué esperar de ellas.
    El mesero nos sirve oportunamente dos piñas coladas que repetimos para animar la conversación. Descubro que Wendy es buena bebedora. Me intriga saber si también tiene otras habilidades.
    A las dos de la mañana comienza el show. Las luces bajan de intensidad. Sale un stripper alto, cobrizo y atlético, en tanga, con el torso desnudo y chaparreras de cuero, baila una música country agitando su sombrero stetson. Una bola de espejos empieza a dar vueltas dando la sensación con sus reflejos de que la nave del gran mundo va a zarpar. El hombre pasa de mesa en mesa a que las mujeres le unten un aceite que lleva en un frasco y de paso palpen su paquete ya visiblemente abultado. Unas se atreven a meterle mano debajo de la tanga e incluso a besar o chupar lo que el stripper apenas alcanza a cubrir con su stetson mientras sus acompañantes las miran sonrientes o con ojos ávidos. Antes de pasar por nuestra mesa retorna al centro de la pista a quitarse las chaparreras y la
tanga bajo los aplausos de la entusiasta concurrencia.
    Cambio de música, comienzan a sonar unos tambores africanos. Luces verdes y rojas que se encienden y se apagan. Entra una stripper rubia platinada, medio regordeta, con bikini verde de lentejuelas, moviendo los hombros y las caderas al ritmo de las percusiones. Pasa igual de mesa en mesa a recibir las caricias del público masculino aunque también de alguno femenino. Una mujer le mete mano en el pecho para pellizcarle los pezones mientras la besa en la boca. El público festeja con gritos y aplausos.
    Se encienden las luces. En el centro de la pista el stripper de piernas abiertas se masturba con la mano derecha mientras la izquierda sacude el sombrero lanzando pequeños gritos “¡yihaa, yihaa!”, como si arriara un hato de ganado. La stripper se coloca junto a él y con baile sensual se va despojando lentamente del sostén hasta mostrar unos pezones morenos. Desde las bocinas una voz impostada apremia: “¡Que se la quite, que se la quite!” y el público corea la frase animando a la rubia oxigenada.
    El vaquero se acerca a untarle aceite morosamente en la espalda y las nalgas. Después cuando
ella se vuelve de frente también la unge en los pechos brillantes y empitonados. Se abrazan, se restriegan y se manosean para embarrarse más el aceite. La chica da la vuelta de nuevo y queda de espaldas al vaquero. Se quita la tanga, se agacha para ponerse en cuatro y comienza a menear las nalgas a la altura del miembro enhiesto del vaquero, quien la toma de las caderas y la penetra despacio. Otra vez la voz de las bocinas: “¡Duro, duro, duro!”, el público la sigue eufórico, el vaquero aumenta la velocidad de las embestidas y toma del pelo a la rubia como si estuviera domando una yegua salvaje. 

   En ese momento, de forma anticlimática, entran dos meseros con camisas floreadas, pantalón negro entallado y mangas rosas de mambolero, marcando el ritmo de la música con pasos torpes, cargan una especie de sillón ondulado que dejan en medio de la pista. El público les chifla y les lanza mentadas.
    Empieza a sonar “Payaso de rodeo”. Una luz cenital alumbra a la pareja. Los strippers se acomodan en el sillón. Ella de espaldas sobre la parte alta y él en la parte baja penetrándola por la grupa, luego los dos frente a frente, después él recostado y ella encima, “Ven, ven, ven, caballito, ven”, suena la música y la rubia comienza a cabalgar al vaquero, el público lleva el ritmo con las palmas. Entre las mesas ya se puede ver a algunas mujeres practicándole el sexo oral a sus acompañantes; en otras, mujeres con los pechos afuera del vestido, amamantando a los señores.
    Cuando cesa la música el anunciador dice “¡Fueron Claudine y Henry de Lux en su potro del amor!”, apenas se escuchan aplausos dispersos. La mayoría del público se ha esfumado.
    —¿A dónde van? —me pregunta Wendy señalándome varias parejas que suben unas escaleras al fondo del local.
     El mesero nos informa que en el primer piso se efectúa el intercambio, que si queremos subir pidamos antes nuestras bebidas porque ellos tienen prohibido acceder a esa planta.

    Pedimos dos desarmadores con mucho hielo porque la temperatura se ha tornado súbitamente cálida y nos disponemos a subir. Las luces se van atenuando a cada escalón. En el primer piso hay diseminadas varias mesitas redondas con taburetes alrededor de una mesa alargada como de cuatro metros que tiene varias colchonetas encima, hacia el fondo sillones largos en donde se acomodan los tríos. En la mesa varias parejas se entregan al placer. Muy pocas se desnudan, la mayoría fornica con urgencia, casi con furia, faldas levantadas y pantalones en las rodillas, zapatillas y botas puestas. Hay mujeres recostadas con los ojos cerrados, que disfrutan del vaivén del coito o del sueño del cunilingus, otras sudan y reparan en afanes de cuadrúpedo, como gatos, como cerdos, algunas hasta babean en el frenesí del 69; hay incluso parejas de pie, haciéndolo como garcita o a la chimpance, o en posturas de animales más exóticos.
    Wendy y yo apuramos nuestras bebidas observando el espectáculo. Ella me mira extrañamente y sonríe.
    —¿Quieres otro desarmador? —le pregunto. Wendy asiente sin decir palabra, pienso que ya está mareada. —Espérame, no tardo —ni siquiera me responde, está absorta mirando los ejercicios de calistenia que se ejecutan en la mesa.
    Cuando regreso con los dos vasos descubro junto a la escalera una habitación que no vi al subir. Descorro una cortina morada. Me asomo, la fascinación que siempre he sentido por los abismos me domina. En la penumbra apenas se perfilan las siluetas de los cuerpos moviéndose. Es como entrar a un vapor donde se confunden perfumes finos y sudores rancios. Siento que una mano me aprieta el trasero y otra me manosea la entrepierna. Me arrebatan los vasos de las manos. Una mujer se derrama el contenido y me invita a beberlo del surco de sus pechos. Me desabrochan la camisa, me abren la bragueta y me bajan los pantalones, libertan al animal que llevo dentro. Aprieto, lamo, chupo y muerdo lo que tengo al alcance de la mano sin importar su condición. Hacen lo mismo conmigo. Soy un mar de sensaciones que estalla entre gritos. Me olvido de la crónica, de la oficina, de los jefes y de... ¿Wendy?
    Salgo apurado a buscarla. Apenas estuve unos minutos en el cuarto oscuro pero parece que pasaron horas. No se encuentra donde la dejé. Miro por todas partes. La hallo en un sillón, con la mirada extraviada, montando a horcajadas a un joven veinteañero y recibiendo el miembro de otro en la boca, muy ocupada. Bajo por otros dos tragos para hacer tiempo.
 
  De vuelta en el taxi, Wendy se recuesta en mi hombro y duerme como un alma bendita. Yo me siento melancólico, como dice aquella vieja máxima latina: homme post coitum animal triste (el hombre después de coger es un animal triste). Pienso que algún día, en un improbable futuro, tendré que hacer una crónica sobre esta visita.

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