sábado, 28 de noviembre de 2020

Gerda

 

Es junio y la tarde empieza a pardear como a las ocho. La esquina de Lorenzo de Médicis y El Dorado, es el punto de encuentro de un grupo de personajes que vienen de distintas direcciones a la Malleus Mallificarum, una añosa taberna mejor conocida por los vecinos del rumbo como El Martillo. Los concurrentes representan una muestra muy variada de profesiones y empleos: empresarios, jueces, policías, sicólogos, animadores de televisión, médicos, directores de escuela, sacerdotes, militares, ginecólogos, actores y políticos. Se reúnen hoy, como el segundo sábado de cada mes, para intercambiar opiniones y experiencias sobre sus actividades de “desarrollo personal”, que en algunos casos también constituyen su mayor fuente de ingresos. Hay ancianos de porte distinguido y respetable que cuentan historias picantes, hombres de gafas y fino bigotillo que coleccionan postales de niños desnudos; jóvenes adustos que calculan con precisión econométrica la materialización de sus fantasías fetichistas y varones de mirada beatífica y afanes necrófilos. El espíritu de la fraternidad y la convivencia los anima.

       
Mientras esperan, se prodigan en abrazos y brindis. De pronto suena una cristalina campanada que interrumpe la conversación. Los participantes desfilan circunspectos a través de una pequeña puerta que conduce a una habitación donde no hay espacio para más de tres personas. Ahí se enfundan en una toga negra y se colocan un antifaz. Descienden parsimoniosos por un pasillo angosto hacia una cámara situada en el sótano del edificio. Despacio y en silencio van ocupando los lugares asignados alrededor de un círculo que contiene una estrella de múltiples perfiles. Tres golpes marcados por la empuñadura de una daga de plata señalan el comienzo.

         “¡Silencio, entra en solemne sesión la sociedad secreta de asesinos, perversos y proxenetas!"

         Un anciano de luenga barba blanca y penetrantes ojos azules, toma la palabra para leer un manuscrito poblado de esbeltos caracteres:

         "Hermanos del vicio y el crimen, nuestra orden, en la que se manifiesta y cultiva la parte oscura que muchos hombres, por miedo o hipocresía, han querido ocultar, es la legítima heredera de las antiguas Sociedades para el Fomento del Vicio y Supresión de la Virtud como el Club del Fuego del Infierno de Brighton y la muy ilustre Sociedad para el Fomento del Asesinato de Hamburgo. Nuestra augusta organización, como aquéllas, se formó con personas que aceptaban de buen grado sus más íntimas inclinaciones y que a fuerza de reconocerlas y practicarlas alcanzaron un refinamiento tal, que hoy la historia recoge sus hazañas con otros nombres o con el suyo propio: Donatien Alphonse de Sade, Barba Azul, Landrú, Jack el Destripador, Charles Manson y Andrei Chikatilo son algunos de nuestros hermanos de ésta y otras latitudes que han dejado tras su ánimo diletante una obra de enorme trascendencia que puede parangonarlos a la altura de los verdaderos maestros. Ad majorem Diaboli gloriam! Podemos decir con orgullo que ellos son, a su manera, los Leonardos o Miguel Ángeles del vicio y el crimen...

         "A pesar de nuestra rigurosa formación e ilustre prosapia hemos constatado con amargura que en los últimos treinta años, las prácticas que eran la expresión más acabada de la evolución de nuestro demonio interno, se han trivializado de la peor manera. Ahora, las ceremonias y ritos que representaban para nosotros un logro de perversidad y nos distinguían en la construcción de La Obra Personal, son tema de reality shows, mientras que sus métodos de preparación y formas de consumación pueden hallarse fácilmente en internet o incluso en manuales de bibliotecas de provincia. Así como el desarrollo de la informática ha desplazado varios oficios, el relajamiento general de las costumbres amenaza seriamente la dignidad de nuestra labor. O tempora! O mores! El cumplimiento de la prueba que antaño significaba la obtención de la maestría en nuestra materia de estudio, hoy simplemente significa una conducta que algunos psicólogos atribuyen a una fase pre-edípica. En los tiempos que corren cualquier adolescente medianamente informado y con la ayuda de un arma adquirida en el mercado negro, puede conseguir en una tarea escolar el reconocimiento que a nosotros nos lleva una larga carrera alcanzar...

         "Sin embargo no todo está perdido. Se han vulgarizado nuestras expresiones pero no nuestro espíritu. Aunque en su modus operandi, los asesinos seriales de hoy busquen emularnos, no rebasan el simple pastiche. La diferencia radica no sólo en la forma sino sobre todo en el fondo. Mientras ellos buscan la efímera notoriedad del noticiero nosotros vamos tras la gloria estética. Después de todo, nuestro conocimiento es el fruto de una decantación secular. En la fidelidad a nuestros principios se encuentra nuestra permanencia. Nuestras obras no son producto de una locura espontánea ni de un desequilibrio pasajero. En nosotros no tienen cabida las amnesias ni los raptos emocionales porque la calidad de nuestras acciones depende de una exigente preparación que pondera exhaustivamente diversos factores: la víctima, el lugar del evento, el grado de sorpresa, el uso de las herramientas, el misterio, etcétera...

         "Por ejemplo, y ya que hemos tocado el punto, hablemos de la víctima. Su elección no debe ser aleatoria. Es recomendable preparar una lista con los candidatos y observarlos durante varios días, conocer sus costumbres, los rumbos que frecuentan y los horarios que siguen. De ser posible se debe entrevistarlos y preguntarles, entre otros tópicos, en qué trabajan, a cuánto ascienden sus honorarios, cuántos son sus dependientes y si sufren de alguna enfermedad hereditaria. Por supuesto que se tiene por más mérito seleccionar aquellos cuya ejecución requiera del despliegue de más recursos y habilidades. Esto no significa que acabar con un experto en artes marciales o desafiar a un pistolero representa una acción de mayor reconocimiento. En estos casos una falta de criterio puede interrumpir La Obra Personal si los victimados resultamos nosotros, además de que por lo regular, de un enfrentamiento en igualdad de circunstancias en muy contadas ocasiones se obtiene un producto estético. Lo más indicado es buscar víctimas ad hoc que a la vez de hacernos aguzar el ingenio sin correr un peligro desmesurado, satisfagan las exigencias estéticas más exquisitas. En ese caso las mujeres jóvenes son las mejores...

         "Se me ha preguntado de manera insistente qué ejecución vale más: ¿la de una beldad o la de una fealdad? Mi experiencia me dicta que todo depende de las circunstancias. Se ha convertido en un argumentum ad populum el adjudicar mayor mérito a la víctima hermosa. Tal vez porque la idea de la belleza, desde los antiguos griegos, se liga con la idea de la moral. De esta práctica se obtiene una doble transgresión: la ética por privar de la vida a un semejante y la moral, por privar del placer que proporciona una belleza particular, a la humanidad entera. La mortificación de una mujer que amén de bella sea virtuosa podría considerarse para un simpatizante pero lego en nuestra materia como el máximo galardón por conseguir en nuestra ardua tarea...

         "Sin embargo la realidad cotidiana nos presenta dos impedimentos mayúsculos para la realización de este ideal. El primero se refiere a que en nuestros días la belleza, en el mejor de los casos, es un producto más del quirófano que de la naturaleza, y en el peor solamente es el espejismo que dietistas, modistos, cultores y especialistas recrearon en un insípido lienzo: lo que natura non datum, Max Factor facit. El segundo impedimento es el más insalvable y tiene que ver con una carencia abrumadora. Aunque la estadística afirma que la probabilidad de encontrar una belleza genuina es de una en un millón, todavía es otro millón de veces más difícil hallarla además virtuosa. Las mujeres más agraciadas en el físico precisamente se distinguen por ser más deshonestas, bien sea por decisión propia o porque son incapaces de discriminar entre lo bueno y lo malo. Por lo tanto, en este panorama tan desolador, si ya resulta sumamente difícil hallar una belleza auténtica, es materialmente imposible encontrarla además virtuosa...

         "¿Y qué se puede decir en cuanto a las feas? A los conspicuos caballeros griegos que también creían que la belleza física era un atributo de la bondad debemos la condena de estas desdichadas. Entendemos su horror porque ¡vaya si son execrables! Hay algunas que realmente ofenden con su presencia y otras de una fealdad tan conmovedora que duele en lo más hondo. Pero no es ésta una exhortación a la benevolencia porque ellas no la necesitan, ya que en su mayoría han sabido compensar sus limitaciones físicas con habilidades y talentos harto más complejos que los demostrados por esas bonitas insulsas, pan sin levadura, que como dice el refrán desean la suerte de la fea...







         "En nuestra profesión, la foedus mulier representa un potencial sumamente interesante. En principio es posible afirmar que en este caso, al contrario de lo que sucede con su antónimo, es difícil hallar una falsa fea. Ninguna mujer espanta por convicción sino como dice Helena Rubinstein, sólo ‘por haraganería o descuido’. Además, y debido al constante rechazo que sufren, gran parte de ellas desarrolla la sensibilidad y el virtuosismo que las convierte en una presa verdaderamente apetecible. ¿Qué elogios se pueden ofrecer a aquéllas que incluso se comportan con aquiescencia y participan de buen grado en su ejecución? Ellas determinan claramente la diferencia entre la mera carnicería y el arte total...

"Ahora, si lo que nos llama la atención no es solamente la apariencia final que presenta nuestro trabajo sino todas las posibilidades que pueden llevarse a la práctica entre el artista y la víctima antes de la consumación; en una fea siempre podrá recurrirse a la parte oscura que estuvo reprimida y que la sapiencia del artista puede revelar. En mi larga carrera he participado conmovido de la transmutación que el acto supremo suele operar en las mujeres, convirtiendo a la más repulsiva en la expresión más acabada de la hermosura y de la gracia...

         "A manera de ejemplo quisiera exponer en este altísimo foro una experiencia propia que bien puede ilustrar el potencial que se encierra en esta clase de féminas. Voy a hablarles de Gerda Müeller, Ab una disce muliers, quien es la mujer más fea que he conocido en la vida. Y vaya que si he conocido muchas. Nunca me he negado a una experiencia sensual y menos si esta prologa una ejecución perfecta. Conozco la lujuria procaz de las prostitutas del nublado East End londinense, las artes rotatorias de las meretrices del Cairo, la plasticidad de los efebos camboyanos y hasta la piel suave y las caderas firmes de una venada en un zoológico de California. Pero Gerda es una experiencia extraordinaria, casi mística, diría. Permítanme contarles...

         “Sucedió hace 13 años, un jueves por la noche. Este es un buen día para salir de caza. No se encuentra uno con las multitudes delirantes de los fines de semana ni tampoco con los rezagados del séptimo día. Puede uno convivir con otros connaisseurs como entre iguales. Lo mismo con quienes andan en pos de la aventura efímera que con aquellos que apenas inician el largo periplo del placer. Es un día propicio para encontrarse con otros hermanos de la orden. Se les reconoce fácilmente por la vestimenta: sombrero, gafas negras y gabardina oscura aunque a mí me ha tocado ver algunos que andan en bermudas y camisa hawaiana. En gustos se rompen géneros. Se puede vestir como se quiera. Lo importante es la planeación exhaustiva, la mayor economía de movimientos y el resultado...

         “Es importante advertir que en este tipo de cacerías, por lo general, se carece de un plan detallado. No obstante, se debe seguir un cierto patrón. En primer lugar es indispensable proveerse de las herramientas necesarias. Recuerdo que a mediados del siglo pasado, la mayoría utilizaba un pesado mazo, con el que se ejercitaba para dar un golpe seco y bien colocado en la nuca o en el occipital. Con posterioridad, en pleno romanticismo, se extendió el uso de un fino estilete o incluso una aguja de tejer para emular el magnicidio que el anarquista Lucheni realizó en la persona de la emperatriz Elisabeth de Austria: un golpe certero y rápido para introducir el estilete entre la tercera y cuarta costilla derecha hasta atravesar el ventrículo izquierdo del corazón: O altitudo! En cambio, a partir del siglo XX, como expresión de un pésimo gusto, se popularizó la navaja de resorte, el bat de béisbol e incluso la escopeta, artilugios con los cuales sólo puede aspirarse a un producto tan ambiguo y difuso como el arte abstracto. En lo personal, no desdeño los avances tecnológicos pero creo que es más conveniente la combinación de lo tradicional y lo moderno. Así que, aquel jueves de marras, como en muchas otras ocasiones, salí provisto de un cortauñas, un estilete atado a la espinilla, un alambre de acero escondido en el cinturón y, por si algo fallaba, una Taurus semiautomática oculta bajo el forro de la gabardina. ¿Quién puede sospechar de un senecto de tan respetable figura y tan finos modales?...

         "Empecé mi recorrido como a las once de la noche. Buena hora para observar los movimientos frescos de los noctámbulos en su propio hábitat. Recorrí cabarets oscuros y vacíos y me detuve frente al Circo Romano, un luminoso tugurio en busca de algún morituri a quien facilitar la despedida, pero sólo hallé una pareja intercambiando confidencias y mordiscos, un barfly abismado en el azul de su bebida y tres mujeres solas ensayando grotescos contoneos y sonrisas marchitas para pedir cigarrillos y fuego. Ninguno me pareció ni siquiera una presa potencial. Para no desentonar, entablé conversación con una pelirroja de sonrisa artificial llamada Lola Weiss. Mientras me hablaba de su exótico nombre que en español significa pena o dolor o algo así, yo no podía despegar la mirada de sus senos enhiestos y redondos. Me imaginé explorando con escalpelo esa piel blanca y tibia, abriendo un profundo tajo casi en el nacimiento de la suave curvatura, reventando los vasos sanguíneos y oyendo el tenue desprendimiento de los nervios rotos, separando las texturas con delicadeza como si desarmara las piezas de un modelo, cercenando con alegría ligamentos, músculos y depósitos de grasa hasta hallar un objeto ajeno, algo que de sólo pensarlo me produjo escalofrío: una bolsa transparente y lisa, rellena de sal metálica, una auténtica Dow Corning. Entonces sentí repugnancia e hice un gesto que ella juzgó de lascivia. Sonrió y me tomó de la mano para llevarla sobre uno de sus pechos. Me dijo: ‘apriétame, siente su dureza’. Acopé su protuberancia en mi mano mientras con la punta del meñique palpaba la cicatriz delatora. Apreté su pezón erecto y sentí como si mis dedos sostuvieran la válvula de una muñeca inflable. Esta mujer, como algunas esculturas del renacimiento, no era sin-cera, pero sería más apropiado decir sin-silicón, sin-colágeno, era solamente el gólem de otro prestidigitador con título de cirujano...

“Por más que Lola intentaba atraer mi atención, yo me distraía escudriñando en busca del material adecuado. Las mesas se fueron llenando de parejas de distinta ralea, tipos de aretes en la nariz y cabeza rasurada ostentando sonrientes calaveras en sus chamarras de cuero y mujeres de botas y camisolas militares. Me levanté y fui a los sanitarios, atravesé la pista, me detuve junto a la barra, comparé cuerpos y calculé posibilidades. Esta noche bien podría hacer una excepción al elegir víctimas. Aunque no había una observación rigurosa de por medio, podía confiar en la intuición que me indicaba esperar el momento en que iba a aparecer la persona apropiada. Me sentía como un lobo que ha olido en el aire la sangre caliente de su presa. No me importaba correr ningún peligro porque la ansiedad de esos instantes y la promesa de su feliz culminación son la sal que condimenta los sinsabores de la rutina diaria...

         "De pronto, sin ningún aviso, se apagaron las luces y se hizo un pesado silencio. Se escuchó el rodar chirriante de un armatoste. Desde el equipo de sonido una estentórea voz anunció: ‘Con ustedes, la fiera más peligrosa de la Selva Negra’ y un reflector iluminó la pista. En el centro apareció un gran sillón de terciopelo rojo donde una presencia majestuosa se estiraba con movimientos lánguidos mientras su mirada lejana y fría, como la serenidad que precede a las tempestades, se perdía en un horizonte imaginario. Entonces comenzaron a escucharse ligeras percusiones como gotas de lluvia en techos de lámina, primero lentas y luego aumentando de velocidad hasta alcanzar un ritmo frenético mientras el espacio se inundaba de luces multicolores que giraban vertiginosamente como un torbellino de mariposas desbocadas. Con el mismo asombro con que el capitán Ahab vio por primera vez a la ballena blanca, mis ojos parpadearon incrédulos ante esa visión. No me hubiera sorprendido más la aparición del mismo Leviatán que lo que vi en ese momento: en medio de la pista una mujer rubia y redonda se erguía poderosa y desafiante: Gerda Müeller, vestida con una túnica vaporosa muy ceñida y un casco de vikinga, ejecutaba una especie de danza ritual con sus dos metros de altura y sus casi 120 kilos de peso asidos a un tembloroso tubo de acero atravesado entre el piso y el techo. Se sostenía en una pierna y balanceaba la otra mientras contoneaba las caderas y el vientre, en ondas que se expandían hacia arriba y hacia abajo por los pliegues de sus muslos y antebrazos pálidos y pecosos. Sus dos senos ubérrimos se balanceaban como probóscides de paquidermo para luego aplastarse y restregarse lúbricamente contra un muro cubierto de espejos que multiplicaban su imagen en un espectáculo que sólo podría compararse con el apareamiento de una manada de cachalotes. Luego, y al mismo ritmo demencial de la música, se fue despojando de su atuendo con la agilidad de una auténtica walkiria. Quedó en la más completa desnudez ante ese improvisado tribunal que condenó su fealdad, como una inversa Friné, con una sonora rechifla rematada en gritos obscenos y comentarios procaces. Margaritas ante porcos. La sensibilidad de este público de discotecas y raves no alcanzaba a entender que el arte no tiene límites y que lo más grotesco, mirado a profundidad, también tiene su lado sublime. Gerda bajó del escenario desnuda, bañada en sudor y con una sonrisa apenas dibujada en su rostro regordete, formando un gesto a la vez altivo y condescendiente que aumentaba la distancia entre ella y la astrosa grey que la vituperaba. Yo, sin sombra de duda, encontré por fin a quien buscaba...

 “Tan luego como se refugió en su camerino, busqué la manera de estar a solas con ella. Pregunté a un solícito mesero llamado Peter Pantera, quien en tono cómplice me dijo que la Müeller era de las ‘señorritas’, así en español lo pronunció, más solicitadas y que el costo de sus ‘servicios’ era realmente bajo considerando la singular experiencia que podía obtenerse. Le comenté que malinterpretaba mis intenciones, que a mi edad existen otros motivos para encontrarse con una mujer. Contestó que no sabía de un motivo mejor y que yo no debía subestimar a esta milagrosa taumaturga capaz de, y lo dijo con toda intención, ‘levantar cualquier muerto’. Hizo hincapié en que individuos con apariencias más estropeadas que la mía habían demostrado aptitudes hasta entonces desconocidas para ellos mismos cuando tuvieron la fortuna de ponerse en manos de la Müeller. Aunque me entusiasmó la descripción, respondí lacónico que carecía de los recursos suficientes para gozar de tal prodigio. El señor Pantera se fue refunfuñando maldiciones ininteligibles. Como pude comprobar después, la desmedida promoción que hacía de las cualidades de las chicas iba en proporción directa a las comisiones que cobraba por cada ‘servicio’. Sin embargo, en el caso de Gerda no cabía exageración alguna...

         “Para informarme sin llamar la atención, acudí de nuevo a Lola Weiss que andaba de mesa en mesa buscando cliente. Para impresionarla hice gala del mayor encanto que puede exhibir un hombre: una cartera repleta de billetes, de la que extraje lo necesario para pagarle varias copas que fueron un excelente incentivo para su locuacidad. Me contó que era íntima amiga de la Müeller, con quien compartía un departamento en el centro de la ciudad y una amplia camioneta que habían comprado con los ahorros de ambas. Y agregó con un tono por demás sugerente que era un vehículo muy cómodo donde ‘una pareja podría retozar muy a sus anchas’. Evohé, evohé! Entendí de inmediato la indirecta y con fingido interés solicité conocerlo, ofreciéndole una justa remuneración proporcional a sus aptitudes. Así que los dos quedamos complacidos: ella porque podría ahorrarse la comisión de la empresa y yo porque conseguía un lugar idóneo para llevar a cabo mis planes. Las cosas se estaban resolviendo solas. Ya tenía la víctima, el lugar propicio para la ejecución y sólo me faltaba resolver unos cuantos detalles...

         “Salí lo más cautelosamente que pude y fui a esconderme detrás de la camioneta que se hallaba estacionada a un costado del Circo Romano. Desde ahí pude observar el trajín descuidado de los guardias de la entrada, escuchar la algarabía de la gente y el volumen de la música, que fácilmente podrían opacar cualquier grito de auxilio. Lola me encontró sonriente y, con la paciencia que se le tiene a un abuelo, me mostró el interior de su más querida pertenencia. Era un espacio amplio y acogedor, forrado de terciopelo, con tapetes oscuros, sillones de imitación cuero, y lo más importante: con vidrios polarizados que le daban una atmósfera de verdadera intimidad. Me explicó con la elocuencia de un vendedor experto que su camioneta tenía dirección hidráulica, asientos ergonómicos, clima artificial, autoestéreo con reproductor de discos compactos, sistema eléctrico y un espacioso sillón reclinable al que podía dársele ‘diversos usos’. Como externé mi incredulidad por la dirección hidráulica, la propia Weiss se sentó al volante, abrió el bastón de seguridad y me lo entregó como si presintiera mis intenciones y estuviera totalmente dispuesta a cooperar. Antes de que continuara con su exposición mercadotécnica le envié un bastonazo directo a la sien. Por reflejos alcanzó a esquivarlo y sólo pude atinarle en el pómulo izquierdo dejándola aturdida y sangrante. Sin permitirle siquiera reaccionar le propiné otro golpe, preciso y contundente en la nuca, que la hizo emitir un chillido semejante al de un lechón tierno, antes de desplomarse. Sin embargo aún tenía pulso. De modo que aproveché su inconsciencia momentánea para estrangularla tranquilamente con el alambre de acero que llevaba en el cinturón. Las venas azules de su cuello se hincharon hasta amoratarse. Se sacudía espasmódicamente y en un momento llevó sus manos hacia el cuello. Apreté, apreté y apreté hasta que después de un ligero estertor aflojó la cabeza y los esfínteres con un grave gorgoteo. De la boca le brotó un oscuro y viscoso hilillo de sangre revuelta con saliva y en el ambiente se advirtió la presencia de otros fluidos de olor más penetrante. Con cuidado le abrí la blusa porque sentí el impulso de atravesarle los Dow Corning con el estilete pero me contuve al pensar que podía manchar los asientos y, lo que es peor, que podría dejar señales que delataran mi presencia. De manera que procedí a dejar mi rúbrica desprendiéndole limpiamente el lóbulo de la oreja izquierda con el cortauñas. Después amortajé el cuerpo con los tapetes, le cubrí la cabeza con la blusa y lo acomodé bajo el sillón donde me recosté a esperar.

         Me sentía complacido por el producto. Pese a no haber contado con la suficiente planeación, el efecto sorpresa había contribuido de manera tan efectiva que la propia ‘Dolores’ había sufrido muy poco, y lo que es más meritorio, había muerto casi sin darse cuenta. El trabajo podría haberse calificado por encima del nivel medio no obstante que era una víctima secundaria. Me sentía con el ánimo exaltado de un Julio César en las Galias, un Nelson en Trafalgar o del piloto del Enola Gay antes de lanzar la bomba...

         “Estuve esperando alrededor de dos horas hasta que sentí cómo se abría la puerta: los amortiguadores de la camioneta resentían el peso de la chuleta más suculenta del Rhur y los vidrios se empañaban con el aliento de la cerveza más espumosa del Rhin: Gerda Inge Müeller, su majestad, la dama del gran geschlossen. Quise sorprenderla saliendo detrás del sillón con el estilete, pero por primera vez en mi larga carrera me quedé estático, suspendido, alelado, cuando mis ojos se encontraron con su mirada gris acero en el espejo retrovisor. Me dijo casi en un susurro: ‘No me hagas daño estoy dispuesta a lo que sea pero no me lastimes’. No supe qué contestar y por mi cabeza sólo pasó aquel antiguo refrán de Mahoma y la montaña cuando esa montaña de carne se derramó como avalancha sobre mi cuerpo.

         Lo demás lo recuerdo como entre destellos: el intenso muelleo de la camioneta, los roncos jadeos de Gerda y una sensación ultraterrena para la que no existen palabras ni testigos. Yo me sentí caer en un abismo mientras ella iba y venía de un clímax a otro, desfallecía y se recuperaba llevándome de la vida a la muerte en un viaje directo y sin escalas. Me hacía sentir como el mayor de los magnicidas para convertirme después en el triste animal del Post coitum.

         Al terminar, exhaustos y revolcados entre la sangre y la mierda de Lola, supe que Gerda tenía que seguir viva para poder morirse una y otra vez entre mis brazos. Entendí que el producto de le grand mort puede fragmentarse en varias e intensas petit morts. Conocí el punto exacto en donde se tocan los extremos y la serpiente se muerde la cola. El lugar donde ni la maldad ni la fealdad existen...

         “Todo lo que ocurrió con posterioridad entre Gerda y yo, bien puede entrar en el discurso banal de quienes han creído reencontrar la unidad perfecta que Aristófanes nombra en el Symposium. Se hallan afinidades, se afianzan vínculos y puede procederse a la construcción de un proyecto común. En nuestro caso ella descubrió que también le excitaba la sangre y yo encontré el complemento ideal para mis correrías nocturnas. Juntos formamos el andrógino integral que se dedica por entero al único propósito que da sentido a su existencia: Finis coronat opus...

         “De esta experiencia que ahora les refiero, espero que ustedes puedan extraer una importante lección. Para mí fue la certeza de que La Obra de cada uno, como un castillo interior, no tiene por fuerza que construirse de una piedra sino que puede edificarse ladrillo con ladrillo. Me queda la satisfacción de haber obrado de la manera más conveniente para un miembro de nuestra orden y la certidumbre de que la planeación y la cautela de nuestros actos criminales deben prevalecer sobre los impulsos. Espero que ustedes así mismo puedan comprenderlo”.

       Se hace un silencio grave en la cámara mientras el anciano ocupa su sitio con movimientos torpes y cansinos. En la concurrencia se observan gestos meditabundos y algunas faces tan concentradas que sus dueños parecen haberse despojado de su envoltura corpórea para viajar, en una de las altas ideas expuestas en la sesión, hacia otros mundos. Más tarde se escuchan de nuevo los tres golpes de daga. Los asistentes se incorporan uno por uno y en fila india van abandonando el recinto. A la salida se escuchan los comentarios de un invitado:

         Siempre es lo mismo, aprovechan las enseñanzas como un desahogo a su nostalgia.

         Mientras otro remata displicente:

         Lo que nos faltaba: un asesino viejo y sentimental.

         Y después de varias rondas de abrazos y efusivos apretones de manos, todos van desapareciendo por la misma ruta por la que llegaron. Así la Malleus Mallificarum se va quedando sola hasta el segundo sábado del próximo mes.

 

*Cuento incluido en el libro Campos de Batalla. Eterno Femenino Ediciones. México 2012.

No hay comentarios:

Publicar un comentario