El incesto es un deseo atávico que muchas sociedades y religiones han intentado controlar con maldiciones, anatemas, traumas y argumentos científicos que afirman que los hijos de quienes incurren en esta práctica nacen con taras que les provocan desde hemofilia hasta cretinismo. Sin embargo, este deseo nace de una costumbre que se pierde en la noche de los tiempos o entre los esqueletos que cada familia esconde en sus armarios.
En la Biblia, el incesto es uno de los temas más recurrentes, comienza con Caín, que al parecer se casa con su hermana, pasa por Lot y Abraham, y muchos otros nombres que se permitieron “conocer” a sus familiares consaguíneos, sin ningún remordimiento, y en ocasiones con el único afán de mantener la estirpe.
La literatura latinoamericana tiene frecuentes ejemplos de incesto. José Arcadio Buendía, el patriarca de Cien años de soledad, decide atravesar la sierra y la selva para fundar Macondo, huyendo del asedio y hostigamiento que la gente de su pueblo le prodiga por haberse casado con su prima Úrsula Inguarán, para que después de cinco generaciones y 400 páginas, el lector descubra que último hijo de los Buendía, Aureliano Rodrigo, producto del ayuntamiento de Aureliano Babilonia con su tía Amaranta Úrsula, nace con cola de puerco.
En su novela La tía Julia y el escribidor, Mario Vargas Llosa cuenta con gran humor el escándalo que se suscita cuando a sus 18 años se enamora y luego se casa con su tía política de 32 años, demostrando que en el incesto además de las ganas y la cercanía también puede existir el amor. Amor como el apellido, que según la leyenda, nació de dos hermanos que para vivir y procrear juntos -sin los reclamos de la sociedad ni de los jueces- acordaron cambiarse el apelativo para perpetuar el sentimiento que los unía.
Hasta en las caricaturas aparece este sentido reclamo amoroso. En Los Simpson, la ciudad de Shelbyville, enemiga acérrima de Springfield, se funda en 1796, cuando Shelbyville Manhattan se pelea con Jebediah Springfield, por defender el derecho a casarse con las primas.
Ya el poeta Rolando Rosas Galicia lo ha descrito con fruición en el relato “Primos”, de su magnífico libro Pájaro en mano:
“−No lo hagas, la abuela puede enterarse.
−Nadie va a contárselo.
−Martina nos observa por el ojo de la cerradura.
−Entonces préstame una aguja de las que usas para tejer. Y espera: voy a picarle un ojo.
−No. Mejor junta más tu cuerpo al mío. A la abuela le gusta escuchar las fantasías de Martina.
Y estuvieron así: él recogiéndole el pelo, mordisqueando su oreja, unta y unta su saliva por la piel morena de un cuello tembloroso. Arrastraba su lengua, luego la detenía y otra vez el arrastrarse hasta encontrar un caracol encendido, que se retorcía en la cal de las ganas. Y luego los te amo, tú eres el mar. Ella escuchaba apenas, sentía su cuerpo retorcerse como un reptil, como un gusano, crepitar a la mitad del incendio. Echaba sus manos hacia atrás, las estiraba tratando de alcanzar las nalgas. Las acariciaba. Encontraba en su redondez el rostro de la abuela y volvía a escuchar la voz que hablaba de la carne, del demonio, el incesto, los niños que nacen sin nariz y con cola de cerdo porque fueron hijos del pecado. Sin embargo, alguna vez había escuchado a su padre decir, en su permanente embriaguez, que también por la carne se llega al cielo.”
Sin duda el incesto es problema ancestral que tal vez por su fuerza instintiva y su resabio aristocrático nunca ha sido resuelto porque en la mayoría de las ocasiones ni siquiera se intenta evitarlo. Como dijo Óscar Wilde: “La única manera de librarse de la tentación es caer en ella”.
Esa tentación resulta muy apremiante durante la adolescencia cuando uno convive más con la familia. Ahí el fantasma del incesto se nos insinúa al oído con su voz cálida y oscura.
Contaba yo con 13 años, iba en una secundaria católica para varones. En su mayoría éramos muchachos prestos para los pleitos pero tímidos para la conversación con mujeres. Solamente en vacaciones podía convivir con mis primas, muchachas en flor, que iluminaban con sonrisas las reuniones familiares. Por tener fama de tranquilo y educado yo gozaba de la entera confianza de sus padres que sin ningún temor las dejaban salir conmigo; a diferencia de mi primo Gilberto que ya había repetido dos veces el tercero de secundaria en una escuela pública.
Con mis primas paternas aprendí a bailar salsa, a cantar baladas románticas e incluso a diferenciar a una mujer “sincera” de una “interesada”. Con mis primas maternas, en cambio, aprendí a contar chistes colorados, a fumar cigarrillos mentolados y a beber cerveza. Con todas llevé una buena relación de primos y hasta de confidentes. Cuando ellas comenzaron a salir con sus primeros novios incluso las acompañé al cine en calidad de chaperón.
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De este jardín de primas solamente me estaba vedada una flor: Giselle. Mi madre me advirtió siempre que con esa prima tuviera yo cuidado. De ella se contaban muchas cosas en la familia. Además de estrenarse como madre soltera a los 15 y usar la minifalda cuando apenas empezaba esa moda, se murmuraba que algunos tíos le servían solícitos la cuba o le hacían corrillo en la plática porque la invitaban a salir a escondidas de sus esposas, y que una vez la habían sorprendido con Rubén, el tío crápula y divorciado, bailando en un cabaret de mala fama. A sus 25 años, Giselle era una morena de melena de Medusa, ojos de gato, labios carnosos, pechos que desbordaban las copas del brasier y caderas rotundas y acompasadas. Cuando reía se le hacían dos hoyuelos en las mejillas y se carcajeaba con el mismo estruendo de las olas al romperse. Pero lo más impresionante era su mirada, siempre directa a los ojos de su interlocutor, y tan encendida como una invitación al infierno.
Giselle vendía fayuca. Desde cremas o perfumes que le encargaban las tías hasta calzoncitos de encaje que traía en oferta. Vivía con su hija en el departamento de la tía Laurie, su madre, en la Colonia del Valle, en un edificio moderno y tan seguro que se podía dejar la puerta abierta y nadie entraba a robar. Hasta allá me llevó mi mamá un viernes de verano para dejarme encargado con la tía porque tenía que cumplir con un asunto del trabajo.
La cuestión es que al poco rato de salir mi mamá también se fue muy apurada la tía Laurie para arreglar un problema con la pensión del ex marido. Así que para mi sorpresa me quedé solo con Giselle porque su hija estaba en la escuela.
En el departamento, mi prima acostumbraba andar descalza y en camiseta y shorts. De manera que con esa vestimenta se me apareció en la sala. Venía recién bañada, con el pelo húmedo como una sirena. Después de poner un disco de José José me dijo que hacía mucho calor y me preguntó que si no se me antojaba una cubita. Le dije que prefería un refresco.
−No. Aquí no hay nada de eso, Gordo –me replicó Giselle con una gran sonrisa y llamándome por el apodo cariñoso que me daban en la familia.
−Es que si viene mi mamá…
−Yo creo que se va a tardar. Y además tú ya eres un hombrecito y puedes acompañarme con una copa –dijo Giselle sin darme tiempo de responder y se fue a la cocina de donde regresó después con dos vasos.
Me dio un vaso y luego chocó el suyo suavemente, mirándome a los ojos. Bebió un trago y esperó a que yo probara el mío. A mí me dieron nervios pero no podía quedarle mal. Tomé aire y bebí un traguito. Yo creo que hice gestos al sentir el licor en la garganta porque Giselle se carcajeó.
−Todo es cuestión de práctica –me dijo−, así como los besos… ¿y tú tienes novia, Gordo? –me soltó a bocajarro.
Para impresionarla me bebí otro trago más grande, tratando de no hacer gestos.
−Ahorita estoy dedicado a mis estudios y todavía no pienso en eso.
−Ay, no seas mentiroso, Gordo, todos los hombres piensan en eso; es lo único en que piensan –me aseguró casi pegando su frente con la mía. –No has de tener novia porque seguro no sabes bailar –dijo en el momento de cambiar el disco por uno de música más calmada.
−Acuérdate que fui chambelán en los 15 de mi prima Romelia.
−No digo valses, Gordo, digo de las que se bailan para sentir a la mujer –y después de decirlo me tomó de los brazos para bailar, muy cerca, tanto que sentía el perfume de su respiración en mi cuello y la locura de sus cabellos en mis hombros. La piel se me erizaba.
−No te quedes tan tieso. Ponte flojito.
Dimos varias vueltas y en cada una se me repegaba más, tanto que ya no pude ocultar la erección y me puse rojo. La música terminó. Ella solamente sonrío y se le hicieron dos hoyuelos en las mejillas.
Me llevó a sentar a un sillón y luego le dio un largo trago a su cuba para dejarla en la mesita de centro. Sentí un estremecimiento cuando se sentó en mis piernas. Me tomó la mano derecha con sus dos manos y comenzó a acariciar la palma con las yemas de sus dedos.
−Qué manos tan suavecitas.
Me quedé paralizado, casi se me va el aire. En el umbral de la puerta estaba mi madre cruzada de brazos mirando la escena. Nunca supe cómo había entrado.
Giselle se levantó como resorte. Mi madre no dijo nada, solamente le dio una cachetada y me agarró de la mano para sacarme a jalones. En el camino me dijo:
−¡No voy a dejar que a esta edad te pierdas con una puta!
No supe que pasó después, pero nunca más volvimos al departamento de la tía Laurie.
Cuando murió mi tía, Giselle heredó el departamento. Gilberto me contó que varias noches él y otros primos habían terminado la parranda en aquel sitio. Que ahí se armaban muy buenos reventones.
Una madrugada de años después, al terminar una borrachera sentimental con mis compañeros de la universidad, le pedí a un taxista que me dejara en la esquina del edificio donde vivía Giselle.
Estuve tocando el timbre varias veces, pero nadie me abrió.
Me acordé de un cuento de Julio Torri, que habla sobre un marino: “¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.”
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