lunes, 22 de junio de 2020

Querido Pancho Villa*

Doroteo Arango el hijo natural, el peoncito de hacienda, el vengador de su hermana, el adolescente abigeo, el bandolero que adopta el nombre del jefe de la gavilla.

Pancho Villa el terror de los rurales, el prófugo de las prisiones, el vaquero que mejor conoce las veredas y vericuetos de la sierra, el más certero tirador a descubierto.

Francisco Villa el revolucionario, el General de División, el Centauro del Norte, el invasor de Columbus, el marido fiel de veinte esposas, el santo milagroso.

Ríos de tinta han corrido en su memoria. Esta nueva biografía a caballo entre la realidad y la ficción, dictada por voces de ultratumba, da cuenta del poderoso espíritu de un hombre que se nos ha perdido en su leyenda.

Pterocles Arenarius, autor de las novelas de culto: Demoniaca (2012), Una muerte inmejorable (2014) y Cualquiera quiere matar (2019), presenta en Querido Pancho Villa la aproximación más entrañable, conmovedora y humana del alma de este hombre inmortal.    

Jorge Arturo Borja



Capítulo 2: El rigor y la benevolencia (fragmento)

Vienes a habitar este planeta llamado Tierra en una familia muy pobre y en un país que estaba enfermo porque lo habitaba una sociedad, por un lado, envilecida y también viciosa; por el otro; una parte sometida, pobrísima y sufriente. La privilegiada, una microminoría, se regodeaba en sus privilegios y se negó siempre a mirar las bárbaras injusticias que sufrían otros seres humanos. Las desigualdades eran tan grandes que acumularon odios sin cuento que, luego de —por decirlo así— millones de toneladas de fuerzas generadas por sentimientos tan negativos, explotaron y provocaron sacudimientos de tal magnitud que ya nada volvió a ser igual. Ahí naces, Doroteo. Y habrás de ser un revulsivo más que eficaz para que ocurrieran cambios muy grandes.

Tienes anécdotas tremendas que se te atribuyen ya desde la infancia. Según dice uno de los que serían tus lugartenientes ya en tus luchas revolucionarias, un señor de nombre Nicolás Fernández, afirmó que al morir tu padre, o ¿padrastro?, Agustín Arango, te dejó en herencia una deuda de trescientos pesos, la que tu familia debía pagar al terrateniente Agustín López Negrete. Y aquel Nicolás que con el tiempo sería fiel epígono tuyo, Doroteo, cuarenta años después de los hechos, decía con singular autoridad que el primer año después de haber tú asumido la deuda como un hombrecito, aunque apenas llegabas a los diez años, pagaste 50 pesos con maíz y 25 con frijol.

Pues como haya sido tu origen, más oscuro de tan humilde. Aunque parezca un caos sin posible orden, aunque los enemigos agarren tal circunstancia para tratar de desgastar tu grandeza, nada de eso importa como lo veremos líneas adelante.

Y luego, siendo ya un niño campesino y sin padre, no había para ti mejor vida que la del más agotador trabajo. Eras un niño campesino y trabajabas, quién lo duda, muy duro; tuviste un burro, unos refieren que se llamaba Canelo. Otros apuestan a que su nombre era Maximiliano; cual sea su nombre, con él —alguna vez en tu vida adulta, tú mismo lo dijiste, pequeño Doroteo—, hablabas. Eras leñador, por ser todavía tan pequeño para trabajar la tierra, y, además, varón mayor de la familia, luchabas por tu vida y tu mamacita hacía lo mismo para sostener a tus cuatro hermanitos en una pobreza siniestra, en una vida sin esperanza. El famoso burrito te lo regaló don Pablo Valenzuela, tu gran amigo y benefactor en tu infancia. Este señor, dueño de una gran tienda, te encargó que fueras su repartidos de mercancía, para ello el regalo del Canelo. Y ya a los diez años recorrías la sierra para entregar los encargos del señor Valenzuela. En la soledad del bosque que más bien tiraba a desierto, la sierra y el valle, hablabas contigo mismo que es, más bien, lo que debemos entender cuando confesaste que hablabas con el famoso burrito. Trabajaste muy duramente siendo un niño y sufriste muy graves carencias. Sin embargo, siendo muy chiquito tu madre supo conseguirte cuanto te fue necesario para que crecieras sano, fuerte y con un genio relumbrante que había de aparecer muy pronto.

mo no recordar que siendo niño, como todo infante, te gustaba mucho el juego, aunque tenías que trabajar duramente recogiendo leña y enseñando a tus hermanitos a hacerlo, a acomodarla, atarla al burrito y venderla, finalmente te dabas tu tiempo para jugar. Eras un verdadero astro de las carreras andando de manos, te encantaba ganarle a los niños caminando de manos y patas pa’rriba. Hay un detalle que fuiste forjando desde estas edades y es el de que siempre te gustó ganar. Para las canicas eras un demonio. Más que invencible jugando con las canicas, ibas prefigurando lo que serías muchos años después, porque eras de un tiro durísimo y si no estaba muy lejos la del contrincante, con la tuya acostumbrabas romper las canicas de los niños que tenían el infortunio de jugar contra ti. Llegaste a juntar más de doscientas canicas las que, aunque no todas, repartías entre tus hermanitos. Otro juego que te gustó siendo de muy chamaquito fue la matatena que se jugaba con las piñitas de los pinos o con los huesos del chabacano.

Doroteo, el gran hombre, el gigante que fuiste, es el resultado de estos momentos, de tu niñez. De lo que te dio tu mamacita, Micaela, un cariño tan grande que no podías sino ser un hombre de veras. Hay muchos que van a la escuela, estudian y se gradúan. Pero no llegan a ser hombres y mucho menos a dirigir a la sociedad y a cambiar el rumbo de la historia. Estamos hablando, mi general, de palabras mayores. Esas virtudes de persona, esa fuerza interior la creaste, la vislumbraste para hacerla tuya en el momento adecuado, de tu mamacita Micaela. Mira, Doroteo, se ha dicho siempre: mientras los hombres andan en la brega partiéndose la madre para darle rumbo a este mundo (aunque muchas veces sea la ruta equivocada), digamos creando (o quizá destruyendo) las mujeres se quedan en su casa sosteniendo al universo sobre sus espaldas, criando a la descendencia y haciendo que la existencia continúe. Los hombres crean. Las mujeres crían. Ellas otorgan, dan vida. Los hombres —bien frecuentemente— la arrebatan, dan la muerte.

De tu mamacita sacaste los arrestos para responderle a la vida como le respondiste, Doroteo.

En los viajes para vender la leña, a los nueve o diez años te recorrías hasta diez kilómetros, Doroteo, y ya de regreso a tu casita, sacabas el aro y lo conducías al pasito del burro usando un palito de horqueta. Para aligerar el viaje.

Para trepar a los árboles también fuiste un artífice. Los robles y los oyameles, los mezquites y hasta los pinos duranguenses conocieron de tus habilidades y, cómo no, de la temeridad para treparte hasta donde nadie llegaba de altura. Digamos algo, Pancho, si algún adulto te hubiera visto trepado tan alto en un árbol —llegaste a subir hasta los veinte metros en alguna ocasión—, una vez salvando el espanto, sin duda hubiera pensado que ibas a hacer cosas muy grandes en tu vida de adulto… si es que llegabas a ella. Así eras de atrabancado, Pancho.

Y ya que hablamos de alturas, pocos lograron hacer papalotes como los que tú hiciste, Doroteo. Era una maravilla elevar ese papel que tú mismo hicieras desde lo que llamaríamos el diseño, debidamente reforzado con varitas de mezquite o al menos de pirul, desbastadas a navaja y fijadas con cáñamo y una cola larguísima de trapos viejos, para que no te lo revolcara el viento, y ponerlo tan alto como si estuviese a la altura de los más altos cerros de la sierra si no es que hasta las nubes.

Ahora que para el trompo fuiste un verdadero tahúr. Hacías un tiro durísimo, pero lo más fuerte era el tirón a la cuerda, para que el trompo llegara a durar más del minuto bailando y luego, así, sin que dejara de girar, te lo echabas a la palma de la mano y sacabas del círculo la mayoría de los centavos que tus amigos apostaban en el juego. Nunca te gustó perder, Doroteo, era un grave defecto y una formidable virtud. Como lo primero te atraería fuertes dificultades y como lo segundo tus más grandes triunfos. Porque todo dependió siempre de tu fuerza personal, de tu firmeza, de tu reciedumbre de carácter.

También jugaste con el yoyo de madera y el balero, éste con apuesta para ganar dinero en serio. Hay ensartadas de balero harto difíciles que llegaste a ejecutar, ahora que las fáciles, el capirucho de cinco puntos, te hacías tandas interminables hasta ganar los juegos. Y en el terreno de los juegos más de fuerza física, en cierto momento te divertiste a lo grande jugando aquella tremenda competencia que llamamos burro entamalado. Ahí probaste tus fuerzas para, estando empinado y con la cabeza en el trasero de otro niño, aguantar a los que te caían encima, pero también tu agilidad y ligereza para brincar más alto y caer más fuerte para, ni modo, doblar a los que competían contra ti. En el burro corrido te volviste tan bueno que brincabas a los niños hasta más altos que tú bien verticales. En ese juego desarrollaste fuerza y agilidad.

Luego, aunque ya desde bien chiquillo eras un infalible tirador con resortera, en la preadolescencia te convertiste en un cazador. Eras capaz de matar un pajarito, un zanate, hasta un pato o una güilota de una terrible pedrada que expulsaba tu resortera. No es de extrañar que ya en tu época de muchacho y de adulto tuvieras tan buena puntería con la pistola, si siempre tuviste pulso perfecto para atinar proyectiles, desde que jugabas canicas, pasando por la resortera y hasta cuando empezaste a palpar la pistola o la carabina que llegaban a traer tus amiguitos habiéndosela robado un rato a sus padres. Qué días aquellos tan bonitos, Doroteo, cuando eras tan feliz en tu inocencia bárbara y purísima.

Luego, siendo ya un recio adolescente, serías campesino. Labrabas la tierra que les permitía en alquiler el patrón López Negrete. A las tres de la mañana salías con tus aperos. Caminabas —tú así lo dijiste— ¡quince kilómetros! para llegar hasta la parcela que trabajabas. ¿No estarías exagerando, querido Doroteo? Importa saberlo, porque sólo vida de tan arduo rigor y tan duros esfuerzos explica que poquitos años después fueras el que llegaste a ser y acometieras tan grandes hazañas y perpetraras tan formidables crímenes, los que ejecutaste porque no tenías de otra, Doroteo, y tu mérito que es muy grande consiste en que precisamente hiciste lo que hiciste, porque si no, te hubieran matado. Se puede decir que tú renaciste muchas veces. Pero hablábamos de tu trabajo como campesino, para cubrir quince kilómetros emplearías, por lo menos, y a muy buen paso, tres horas de dura caminata por ser en terreno basto y de grandes irregularidades en su topografía. Pero también recordemos que muy pronto tuviste una montura, un caballito. Luego habías de sostener por muy largas horas la intensa energía que exige el trabajo del que labra la tierra. El sufrimiento, la pobreza y tan duro esfuerzo te endurecieron, Doroteo, quién puede dudarlo. Tantos avatares te hicieron muy fuerte de músculo, demasiado recio de tesón y gigantesco de genio.

Tú has dicho que no fuiste a la escuela ni un día de tu vida. Otros afirman que cómo no, que por lo menos ocho días llegaste a pararte en el aula de un profesor del que hasta dan su nombre para acreditar su verdad y dicen que tal era Francisco Lireno. Es más, algún compañerito de banca te identificó diciendo que eras “muy travieso y muy aplicado”. Pero además te recuerdan precoz y gran jugador de cartas. En algún momento aprendiste el pókar. Y te volviste el más astuto jugador. Te gustaba el abierto, porque es el que menos depende de la suerte y sí de la desorientación que les provocaras a tus contrincantes con tus actitudes. Cómo no, en el pókar aprendiste mucho de cómo medir a la gente. Descubriste, Pancho, que a veces hay que ser bien sincero y transparente, pero a veces hay que simular si quieres ganar, para que nadie sospeche cuál es tu juego. Y la otra es observar muy bien a la gente. El que siempre simula no siempre gana, tampoco el que siempre es natural. Y tiene más victorias el que sabe usar la simulación cuando es necesario y también la sinceridad en su mejor momento. Pero lo más importante es descifrar al jugador que tienes que vencer.

Tu vida fue muy dura, Doroteo, y es claro que a ti, como a todo el que transcurre por esta existencia, el hado nos pone pruebas de muy grande rigor. Y hacemos lo que se puede. Pero tú, Doroteo, labraste tu estatura de hombre respondiendo a esas pruebas con un exceso de fuerza, con el más descomunal brío y una reciedumbre muy extrañas de ver entre seres humanos.

El humano ser, mi querido Doroteo, es malo; dime tú, qué orden tiene un hombre de tratar por cuantos medios es capaz de darse, para trepar encima de sus semejantes, abusar de ellos, beneficiarse sin límites a su costa —ya hablamos de los avariciosos—, humillarlos jodiéndolos, pues, al ponerlos a trabajar para engrandecer su peculio y darse una vida que, mientras otros tengan hambre, ningún hombre merece.

*Eterno Femenino Ediciones acaba de publicar esta novela, 229 páginas.


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