miércoles, 24 de junio de 2020
De apañones*
¿Quién que es bebedor no ha sufrido un apañón? Y me refiero con este término, que en alguna de sus acepciones de diccionario significa “adueñarse o hurtar”, no a un asalto común, sino a un desafortunado encuentro con los representantes de la ley, sobre todo al salir del templo etílico y ya con el espíritu iluminado por los fogonazos del trago.
De acuerdo a la Ley de Cultura Cívica de la Ciudad de México sólo es sujeto de infracción quien ingiera bebidas alcohólicas en lugares públicos no autorizados o en la calle, y quien maneje en estado inconveniente; en cambio, no amerita ninguna sanción aquel que con moderada euforia etílica camina por las calles sin alterar el orden ni la convivencia social.
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Allá por los 80s, el Doctor Alfonso M y yo sufrimos un triste apañón una noche saliendo de un bar en Calzada de Tlalpan: una julia con luces apagadas se nos apareció de la nada, dos policías nos subieron a empellones a la camioneta, nos exigieron dinero y como nos negamos pidiéndoles que mejor nos llevaran a la delegación, nos dieron varias vueltas hasta que me bajaron, a mí primero, en una calle oscura, donde me ordenaron quitarme los anteojos y me rociaron con gas lacrimógeno, luego aprovecharon mi confusión por el ardor y la ceguera, para bolsearme. Repitieron el procedimiento con Alfonso dos calles después. Nunca hicimos la denuncia porque la considerábamos tiempo perdido, pues ni siquiera habíamos visto el número de las placas de la camioneta. Esta experiencia nos convenció de temerle más a la policía que al hampa y nos dejó los versos para un rap: “Me ha pasado muchas veces/ que camino haciendo eses/ y me atacan los feroces/ policías con sus gases.”
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Otra noche, mientras brindábamos sanamente con una panameña en un bar de Artículo 123, y el poeta Marco Tulio L presumía el libro Los asesinos, de Hemingway, que en la portada tenía una pistola humeante, la policía entró de repente en busca de un ratero, el mesero nos sacó rápido por una puerta trasera al callejón de Dolores en el Barrio Chino, nos fuimos corriendo hacia Victoria, como estaba lloviendo, Marco Tulio resguardó el libro entre la camisa y la chamarra, y metió los brazos en las bolsas laterales para sujetarlo. Una patrulla nos cerró el paso y desde la ventanilla un policía nos gritó el alto.
−¡Alcen las manos! −exigió apuntándonos con su pistola. −¿Qué tienes ai? −le preguntó a Marco Tulio que no sacaba las manos de la chamarra.
−Un libro -dijo Marco Tulio.
El policía nos apuntó con su pistola.
−No, ustedes andan asaltando −dijo el patrullero−, alza despacito las manos y no te quieras pasar de verga.
Marco Tulio levantó los brazos y de su chamarra cayó el libro mostrando la portada con la pistola humeante. El policía abrió bien los ojos y sonrió.
−Pinche libro −dijo el policía−, a ver si dejas de leer mamadas.
Guardó el arma y la patrulla se arrancó dejándonos bajo la lluvia.
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Una mañana salimos Rafael G y yo, con gesto de vampiros, del Charleston que estaba en Insurgentes, donde habíamos pasado toda la noche y nos habían sacado con media botella de vodka y unos vasos de plástico. Antes de que pudiéramos echarnos la del estribo se detuvo una patrulla. No opusimos resistencia. Entre dos policías nos tiraron los vasos, nos quitaron la botella y nos basculearon para encontrar apenas un billete de baja denominación.
−¿Es todo lo que train? −preguntó el poli negociador−, búsquense bien, acuérdense que se van al Torito por lo menos 72 horas.
−Ya vamos a remitirlos, pareja −dijo el poli ojete.
Como último recurso les ofrecí mi reloj de Mickey Mouse y el Rafa una pulsera tejida.
−Estos pendejos no train ni en qué caerse muertos, pareja −dijo el negociador guardándose en la bolsa nuestras pertenencias.
−¡Órale, a chingar a su madre! −nos gritó el poli ojete como si espantara unos perros.
Se subieron a la patrulla y arrancaron lentamente. Hacía un frío de a madres. Caminamos con las manos en las bolsas. Recogimos nuestros vasos. Vimos que la patrulla venía en reversa. “¡Puta madre, ahora qué pedo?”, dijo el Rafa. Ni siquiera teníamos ganas de correr.
−Párense ai, cabrones! −dijo el poli ojete desde la ventanilla.
De la otra ventanilla dijo el poli negociador.
−A ver, chavos, traigan sus vasos.
Extendimos los vasos y nos sirvieron un chorrito de la misma botella que nos habían incautado.
−Órale, chavos, pa que no digan que la Poli es culera −se despidió el poli ojete.
*Publicado en la columna "Elogio de las cantinas". Play Boy México 209, marzo de 2020.
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