lunes, 20 de abril de 2020

La segunda ola

 Después de noventa días y noventa noches, entre un enjambre de micrófonos, el Secretario de Salud anunció que había pasado una semana sin decesos que lamentar, y el número de recuperados cada día superaba al número de infectados, la epidemia por fin había cedido; los mexicanos mostrando una voluntad inquebrantable y una disciplina excepcional habían sido ejemplo para el mundo obteniendo las cifras más bajas de muertos y contagiados en el continente, y su sistema de salud se había convertido en uno de los mejor calificados del planeta; por lo que ya se podían ir retomando las actividades en el trabajo, en la escuela, en la calle, con las previsiones elementales de salud pero sin temor.


En principio la gente se asomó cautelosa, dejó sus casas y respiró un aire limpio, admiró un cielo transparente, tan azul y lleno de pájaros como si apenas se acabara de crear el mundo, vio con renovado afecto a sus vecinos, se reunió con sus amores, con sus amigos, organizaron convivios, festejos en los que quemaban cubrebocas como si quisieran acabar con los malos recuerdos de la soledad, la impotencia y la muerte; fueron muchos los que se dirigieron a las plazas, a los monumentos, a la Minerva, a la Macroplaza, a las fuentes y jardines a expresar su desbordado júbilo.


Al Ángel de la Independencia llegaron miles de hombres, mujeres y niños de todas las colonias de la ciudad, mirreyes del Pedregal y las Lomas, universitarios y politécnicos, oficinistas de Reforma, mariachis de Garibaldi, globeros de Chapultepec, tragafuegos y payasos de Eje Central, mecapaleros de la Merced, suripantas de la Cuauhtémoc que aun sin conocerse se abrazaban y se besaban, aficionados del Guadalajara y el América tocando sus trompetas, políticos de distintos partidos alborotando con sus matracas, charros llevando en la grupa de sus caballos a feministas y transexuales soplando espantasuegras, policías y rateros pasándose de mano en mano caguamas, botellas de tequila y carrujos de mota.

Comentaban que “nuestra raza” era inmune a los virus porque comía nopales y bebía el jugo del maguey, porque estaba acostumbrada a acompañar sus alimentos con picante y con limón, porque podían vivir casi sin dinero y habían aguantado más de setenta años un sistema político de corruptos, asesinos y ladrones, porque los mexicanos habían enfrentado y vencido invasiones de españoles, gringos y franceses, cuantimás la invasión de un bicho que por muchas coronas que tuviera jamás podría dominar un país de guerreros forjados en la lucha y el sacrificio, porque finalmente, y lo decían entre lágrimas y sonándose los mocos, puta madre, a todo el mundo le constaba, “¡el chile es invencible, cabrones!”
 

En lo más emocionante de la fiesta, cuando tres ruedas de personas tomadas de la mano le daban vueltas al Ángel mientras otros cientos hacían la ola, echaban porras y aplaudían, cuando los mariachis remataban por enésima vez la misma melodía, ay, aay, ayaay, canta y no llores, porque cantando se alegran Cielito Lindo los corazones, desde la puerta del monumento se oyó como amplificado, el estornudo de un niño que su mamá llevaba en brazos y luego discretamente y después más alto se escucharon varias toses que se fueron juntando, unas sobre otras, con la fuerza de una granizada, y las personas empezaron a mirarse, de varias gargantas surgieron idénticas exclamaciones: “¡Ay, diosito santo! ¡Virgencita de Guadalupe! ¡Ángel de mi guarda…!”, y primero despacio pero después en estampida los festejantes salieron corriendo hacia sus colonias, hacia sus casas, dejando heridos y aplastados en el camino.
 

Dos semanas después, el secretario de salud con ojeras y rostro impertérrito anunció en conferencia de prensa que había llegado la segunda ola de la epidemia y México era el epicentro, y repitió la misma frase que tantas veces había dicho: “Quédense en sus casas, quédense en sus casas, quédense en sus casas”.

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