A Oyuki la conocí en el Salón Orizaba (Dolores casi esquina con Victoria –y no es consigna−). Nunca supe su nombre. La habían apodado como la heroína de una historieta por sus rasgos orientales, que a muchos parroquianos de aquella cervecería les recordaban los de Lin May, por su piel nacarada y sus ojos razgados. La llegué a ver usando un Qipao rojo, corto, muy ceñido, que si bien resaltaba su vientre chelero, también dejaba entrever sus piernas blancas y varicosas, envueltas en medias negras de red. A veces apoyaba el servicio subiendo las caguamas al tapanco donde había tres mesas y decenas de cajas de cartón. En otras ocasiones introducía monedas a la rockola para tocar sus preferencias de la Matancera o la Santanera y bailarlas por 15 pesos. De cajón, iba calibrando los agasajos de los clientes de acuerdo con el número de cervezas que le invitaran. Se presentaba con 27 años recién cumplidos pero parecía mayor de 40.
Ya después de la sexta cerveza era generosa en brindarse a las caricias e ir desgranando capítulos de su vida aventurera. Había sido meretriz en Acapulco. Y afirmaba que cuando atracaban en el puerto barcos de USA, ella llegaba a dar hasta 20 servicios en un día. “Los gringos son como conejos, cogen rápido pero varias veces. Por eso los únicos novios que he tenido son mexicanos. Lo malo es que son posesivos y pegalones, y luego quieren quitarle a una el dinero”, contaba Oyuki. Cuando quería dejaba de servir y se dedicaba a alternar con los clientes: limosneros, vendedores, albañiles, merolicos, burócratas, cancioneros y maestros; la fauna bebedora y de bajos recursos del Centro Histórico.
El Orizaba era un lugar de sana convivencia en donde hombres y mujeres podían sostener una conversación en el único baño unisex de todas las cantinas de la Ciudad de México; en el que se servía una botana exigua que no pasaba de un vaso de caldo con esqueleto de pescado o chicharrones y cacahuates, pero en el que las caguamas costaban apenas dos o tres pesos más que en la tienda de la esquina; un lugar en que los parroquianos eran la parte principal del show, a veces de box y otras cantando y haciendo strip tease; en el que Furia Ciega, un invidente de bastón y lentes oscuros, autentificaba a mano limpia a las damas que dormían la mona sobre la mesa para asegurarse de que no se tratara de travestis. En resumen, un bar donde combebían y confraternizaban seres de orígenes asaz disímbolos y en el que afuera podían asaltar los mismos que antes habían convidado el trago.
A Oyuki también le escuché que el tapanco del Orizaba era nido de hampones, donde se reunían a preparar sus golpes, o rincón de los chismosos que gustaban observar el desmadre desde arriba. Me platicó que nunca atendía a unas machorras que le habían propuesto encandilar a los clientes al hotel para desplumarlos. “Como me negué, me amenazaron. Pero no les tengo miedo. Para cabrón, cabrón y medio”, decía mostrándome una navaja de fuelle que guardaba en el bolso. Ella practicaba una ética de trabajo que le impedía sustraer el dinero a los hombres que alquilaban su cuerpo; sin embargo era descuidada cuando se perdía en el alcohol, y el Tiburón, un mesero con una cicatriz que le iba de la comisura de la boca hasta la oreja, subía a quitarle de encima a quienes ya se le habían encaramado sin pagar.
El “Horrorizaba” o “La Apestosa”, como también se conocía a ese abrevadero alguna vez fue punto de encuentro de William Burroughs y Jack Kerouack durante su estancia mexicana. En sus mesas también departieron periodistas como el legendario Jesús Luis Benítez, El Búnker, o el jefe Manuel Blanco. Sin embargo, el lugar se empezó a descomponer cuando a fines de los ochenta lo invadieron hordas de universitarios e intelectuales, que en principio acudían ahí como a una práctica de campo, haciendo comentarios sociológicos y anotaciones, o como espectadores de una función de Los olvidados. Y poco después, con sus exposiciones de foto o de pintura, sus conciertos de música clásica, acabaron definitivamente con el espíritu desmadroso y libertario del Orizaba.
A su desaparición sobreviven dos leyendas. Una, que la tarde del 93 en que se anunció la candidatura de Luis Donaldo Colosio a la presidencia, entró Manuel Camacho Solís a La Apestosa, de lentes oscuros y acompañado de dos guaruras, a beber y emborracharse para olvidar la traición de su amigo Carlos Salinas.
Otra leyenda, me la cuenta un amigo a las puertas de la tienda de lámparas que ahora ocupa el lugar de la cantina: “a Oyuki la picaron por la espalda y murió desangrada aquí afuera.” La noticia me hace cimbrar. Me recorre la espalda un sudor frío. El amigo me abraza y dice “Así es la vida”. Y me vienen a la memoria unos versos:
“Sí, la vida, comento,/
¡la vida es esta niña descarriada!/
y me llevo clavada la brutal puñalada/
en lo más hondo de mi pensamiento.”(1)
1.- “La Terciopelo”. Poema de José de Jesús Núñez y Domínguez (México, 1887-1959).
*Texto publicado en la columna "Elogio de las cantinas". Play Boy México, número 194, correspondiente a diciembre de 2018.
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