Prólogo
Entre los gritos de las marchas y los mensajes de las pancartas, se fueron gestado los textos de este libro, que debió haberse escrito con tinta roja y podría llevar como subtítulo “Historia de la indignación” o también el de “La esperanza en la lucha”. Cada una de sus palabras son saladas como lágrimas y olorosas a gas lacrimógeno, pero también están impregnadas de las sonrisas de los valientes y de la memoria de los caídos. Cuentan la historia del magisterio rebelde que salió a las calles y alzó su voz para defender sus derechos, pero también la de las comunidades que los apoyaron contra la represión del gobierno.
Es la voz que modulada en distintas expresiones –diarios, crónicas, poemas, reflexiones, cartas, caricaturas, informes, testimonios y cuentos– forma el coro de aquellos profesores de primaria y secundaria, incluso de nivel superior y hasta de posgrado, que han participado en la lucha; también la de aquellos que en el aula, en la tribuna pública o escrita, han defendido la causa de la educación pública, laica y gratuita.
Los autores son compañeros de diversas edades, regiones y estados de la república, pertenecen a diferentes instituciones educativas y a distintas organizaciones de trabajadores. Todos unidos por un sólo propósito: derrotar a la falsa reforma educativa.
Jorge Arturo Borja
Ciudad de México
Mayo de 2018.
Primero de diciembre Entre los gritos de las marchas y los mensajes de las pancartas, se fueron gestado los textos de este libro, que debió haberse escrito con tinta roja y podría llevar como subtítulo “Historia de la indignación” o también el de “La esperanza en la lucha”. Cada una de sus palabras son saladas como lágrimas y olorosas a gas lacrimógeno, pero también están impregnadas de las sonrisas de los valientes y de la memoria de los caídos. Cuentan la historia del magisterio rebelde que salió a las calles y alzó su voz para defender sus derechos, pero también la de las comunidades que los apoyaron contra la represión del gobierno.
Es la voz que modulada en distintas expresiones –diarios, crónicas, poemas, reflexiones, cartas, caricaturas, informes, testimonios y cuentos– forma el coro de aquellos profesores de primaria y secundaria, incluso de nivel superior y hasta de posgrado, que han participado en la lucha; también la de aquellos que en el aula, en la tribuna pública o escrita, han defendido la causa de la educación pública, laica y gratuita.
Los autores son compañeros de diversas edades, regiones y estados de la república, pertenecen a diferentes instituciones educativas y a distintas organizaciones de trabajadores. Todos unidos por un sólo propósito: derrotar a la falsa reforma educativa.
Jorge Arturo Borja
Ciudad de México
Mayo de 2018.
Crónica
Miguel Reyes Pérez
Guerrero
Eran las 8 de la mañana del primero de diciembre del 2012 en la Ciudad de México, el día en que Peña Nieto asumía la presidencia, pudiera parecer un día cualquiera, pero al parecer este era distinto.
Me encontré con que el Zócalo estaba totalmente blindado por cientos de granaderos, todas las esquinas que colindan con la calle de Palma, como la 16 de Septiembre, la Madero y la 5 de Mayo estaban resguardadas por esos policías, así empezaba el primer día del nuevo presidente, con una ciudad sitiada.
La gente estaba asombrada por el impresionante despliegue policiaco que hacía mucho tiempo no se veía, no había ningún motivo para tal situación porque como mexicanos tenemos el derecho de transitar por cualquier lugar de nuestro territorio.
Se oían rumores de que otro numeroso grupo de policías estaba llegando a la zona de la Alameda Central, la mañana transcurría y el miedo e indignación empezaba a crecer, poco a poco pequeños grupos de jóvenes principalmente, se empezaban a agrupar para protestar.
La noticias decían que en la Cámara de Diputados la situación era tensa, parecía un bunker y cientos de manifestantes se enfrentaban a los granaderos que resguardaban el acceso al lugar.
En la esquina de Madero y La Palma se suscitó el primer enfrentamiento, un grupo de jóvenes queriendo pasar al Zócalo, exigiendo el libre tránsito, intentaron romper la valla humana de policías, pero no pudieron hacerlo. Entonces los manifestantes empezaron a arrojar botellas, agua y otras cosas a los policías. Intenté ponerme en la primera fila, entre ellos y los policías, para grabar y tomar algunas fotografías con mi cellular. Se oían los primeros choques entre los jóvenes y los escudos de los granaderos, uno de ellos con pintura en spray color verde empezó a pintar los escudos, alguien sacó una bandera de México, los granaderos sonando sus toletes sobre sus escudos comenzaron a avanzar y nos obligaron a ir retrocediendo sobre Madero, nos fueron empujando hasta casi llegar a Isabel la Católica. Los ánimos se fueron encendiendo y a los pocos manifestantes se unieron algunos más que iban embozados, unos jóvenes empezaron a hacer pintas en las paredes de los edificios, alguno intentó en vano romper los aparadores de vidrio de la tienda Zara, pero resultaron ser muy fuertes.
Entonces yo opté solamente por grabar y fotografiar lo que pudiera, aunque con cierto temor decidí permanecer en el lugar. Algunos empezaron a decir que otro contingente venía en camino, pero frente a la Alameda central un número nutrido de granaderos los detuvo y se originó otro enfrentamiento; mientras tanto acá seguíamos esperando a los policías que venían avanzando, un joven, en su desesperación o indignación, pudo arrancar un poste de iluminación y con el intentó atacar al contingente de granaderos pero casi al mismo tiempo fue “desarmado” por los mismos.
No podía creer lo que estaba pasando, los policías se reían de nosotros, nos provocaban y simplemente estábamos entendiendo que lo que se avecinaba con este nuevo gobierno era la represión. Mientras el presidente, resguardado por cientos de policías recibía el poder, estaban reprimiendo a cientos de ciudadanos. Todos los enfrentamientos se generaban en las esquinas, de esa manera se evitaba que pudiéramos ser encapsulados si nos manteníamos en el centro de las calles.
Se oían gritos, sirenas, había humo y mucho miedo, me fui a la calle 5 de Mayo y me encontré con lo mismo: policías persiguiendo a ciudadanos y agrediéndolos, gente sangrando, manifestantes con trozos de tubos y asbesto que arrancaron de algún lugar y con ellos se defendían de los uniformados, por momentos tenía que correr porque se acercaban los granaderos con la intención de detener a los que andábamos por ahí, ellos con sus toletes y escudos, los manifestantes con sus “armas improvisadas” y yo solo con mi celular en la mano al que se le agotaba la batería.
La situación era caótica, no sabía para dónde correr y estar más seguro, pero no había forma, la gente huía en diferentes direcciones, decidí ir hacia Bellas Artes pero al llegar a la esquina de Filomeno Mata encontré varios carros de granaderos en los que iban metiendo a golpes a los que detenían, dudé en acercarme pero al final llegué a ese lugar justo cuando traían a dos personas, una de ellas gritó que la grabara mientras la subían “¡me llamo Arturo Jasso, soy telefonista, solamente estaba mirando!”. Lo subieron al carro y no supe más de él; pude además fotografiar a otro joven que también llevaban detenido. Dentro de los camiones unos policías golpeaban a una mujer muy joven, la tomaron de los cabellos y así la arrastraron hasta subirla, tenía miedo de que me fueran a detener y a golpear, pero afortunadamente pude salir a tiempo.
También me di cuenta de que en esa pequeña calle había varios granaderos heridos, sobre todo de las piernas, parece ser que los manifestantes usando los tubos y pedazos de concreto los lanzaban por debajo de los escudos y lograban herirlos; mi primer pensamiento fue de gusto luego de ver cómo estaban golpeando a la gente de manera brutal, pero después me dije que también ellos son pueblo y lo que tienen que hacer por mantener su trabajo sirviendo a su gobierno, era tal vez su primera experiencia reprimiendo, lamentablemente a lo largo de este sexenio se les volvió costumbre y ahora ya no les tengo lástima.
Avancé y llegué a Bellas Artes solo para encontrar que la explanada estaba totalmente llena de granaderos, a mi mente vino la imagen de una foto de los setentas de algún latinoamericano sometido por un golpe de Estado y dije en voz alta “¡esto es una dictadura!”. Lo que normalmente era un lugar lleno de turistas estaba lleno de policías que esperaban su momento para atacar, en ese preciso instante sobre Eje Lázaro Cárdenas una mujer era brutalmente golpeada ante los lentes de decenas de fotógrafos y periodistas que buscaban sacar la mejor imagen, esa turba de policías no golpeaban de manera improvisada, al más fiel estilo de la película los 300, un grupo de granaderos se cubrieron con sus escudos formando una especie de tortuga sobre la joven que golpeaban, pasaron segundos o minutos, no lo sé, y vi cómo después deshicieron esa formación y dejaron tirada e inconsciente a la mujer. El paisaje estaba lleno de humo, de sonidos de patrullas, de insultos, de temor y de incredulidad al ver lo que estaba sucediendo en la Ciudad de México, un panorama desolador.
Frente a la Alameda el enfrentamiento era todavía más cruento, había heridos, vandalismo (que fue lo que más difundieron los medios de comunicación “oficiales” demeritando la verdadera causa que originó todo). Regresé nuevamente a la calle Madero pero ahí ya los granaderos había avanzado hasta la Torre Latinoamericana. Eran casi las dos o tres de la tarde y las cosas poco a poco se fueron calmando, la noticias en las redes sociales hablaban de enfrentamientos en diversos puntos de la ciudad, la Cámara de Diputados era un escenario “de guerra”.
Así iniciaba el gobierno de Peña Nieto, así anunciaba el PRI su regreso al poder y así iniciaba una era de medios de comunicación dedicados a ocultar realidades y enaltecer al gobierno, de esta manera empezó un periodo histórico, en donde el presidente más joven que ha tenido nuestro país era repudiado por la juventud. Una época en que la protesta y la libertad de expresión iba a ser perseguida, encarcelada y desaparecida.
Finalmente cansado y temeroso, pero con algunas evidencias gráficas, me retiré del lugar, los enfrentamientos siguieron durante muchos días y han continuado en distintas formas de protesta y exigencia durante los años que lleva este periodo presidencial. Es difícil discernir que antes se veía por televisión que cuando los presidentes llegaban a Palacio Nacional eran vanagloriados entre aplausos y miles de papelitos de colores saludando a “su pueblo”. Ahora este “presidente” no lo pudo y no lo podrá hacer nunca.
Aquel 1 de diciembre quedará para siempre en la memoria de quienes estuvimos ahí, de los que pudimos ver el escenario de la dictadura, la represión, la impotencia, los que sentimos el miedo pero después el rencor; de los que ese día le perdimos el respeto a nuestros gobernantes y vimos desaparecer el poco honor que tenían nuestras fuerzas policiacas.
Prueba de Rorschach (Ayotzinapa, 43 de septiembre)
Poema
Óscar Paul Castro
Sinaloa
Soy puto
Soy un hijo de puta
Soy una puta
Soy un niño de la calle
Soy un niño ignorado por su padre
Soy una niña golpeada por su madre
Soy un niño Soy una niña
Alguien que debía amarme y protegerme abusa de mí
Soy una niña que visten de princesa
en un país que se muere de hambre
Soy un policía
El cañón de la pistola del gobierno toca mi nuca
El cañón de la pistola del crimen toca mi frente
Soy un policía Y el cañón de mi pistola te apunta a ti
Soy madre sola
18 horas de trabajo me desgarran el rostro
Soy madre Sola No tengo rostro
Soy una madre sola No tengo nombre
Soy el negro Soy el joto Soy el prieto Soy la torta del salón
Soy la marimacha Soy el que se viste de mujer
El que vive en la calle
La que tiene hambre El que muere solo
El niño abandonado por sus padres
El viejo abandonado por sus hijos
Soy espejo
Soy espejo y me reflejo
En este momento
Me están desalojando de mi casa
En España En México En Estados Unidos
En este momento
Me están lapidando porque amé a un hombre
que no era mi esposo
Me están moliendo a golpes porque soy hombre
y amo a otro hombre
En este momento
Escucho caer las bombas a unas cuadras de mi escuela
En este momento
Me están tirando a un canal en Culiacán
Mi cuerpo se está disolviendo con ácido en Tijuana
Mi cuerpo se está pudriendo en una fosa en Iguala
En este momento
Está entrando una bala en mi cuerpo
Y la sangre y la vida salen de mí
Porque creo en otro Dios
Porque no creo lo que me dicen
la tele
los curas
los políticos
Toma mi voz
Es tuya
Haz que se eleve
por encima del dolor y la miseria
Y que salga viva de entre el lodo de la muerte
El teorema de Yiovani
Cuento
Pterocles Arenarius
Ciudad de México
La muerte de cualquier hombre me disminuye,
porque yo formo parte de la humanidad (…)
John Donne.
Cada acto al cumplirse, adquiere condición estática
equivalente a la muerte.
José Vasconcelos
Yiovani Hernández era mi alumno en el primer curso de secundaria abierta en la Escuela de Superación Activa, ESA; la única escuela de “iniciativa privada” —en realidad fundada en precarias condiciones por tres estudiantes desempleados y urgidos por no ser más dependientes económicos de nuestros papás— en aquellos años en Acayucan, Veracruz. Yiovani, hijo de cañeros, jornalero él mismo desde sus once años, pequeño de estatura y delgadito, pero recio y correoso por el rudo trabajo y casi negro de tanto sol, era muy duro de mollera, estuvo tres veces en el primer curso y nunca logró pasar por completo del primer grado. Avanzó en Ciencias Sociales, en Ciencias Naturales hasta el tercer grado, pero en Matemáticas, aunque llegó a tomar los tres cursos nunca logró aprobar un examen.
—La suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa…
—¿No me lo esplica más fácil, mairo. —Alguna vez le pedí a Yiovani que no me dijera mairo, porque, le aclaré, no soy albañil. Pero no me hizo caso o se le olvidó. Al Final me resigné justificando que “de alguna manera todos somos albañiles, porque siempre algo construimos, aunque sea a nosotros mismos. De alguna manera vivir es construir. Porque el que no construye, destruye. Ni lo permita Dios”.
—Yiovani, es muy fácil; repite, la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa… Mira, cómo te diré…, es una ley de Dios… Es hermosísimo, en serio…
—Aaaah, a poco… ¿Eso qué va a tener de chulo, mairo? A ver: La suma de los catetos es igual a la hipotenusa.
—Casi te lo aprendes, ya na’ más agrégale los cuadrados…
—¿Pos cuáles cuadrados? Ah, sí, los cuadrados de los catetos son igual a la hipotenusa.
—Al cuadrado de la hipotenusa…, la suma…
—¿Los catetos son igual al cuadrado de la hipotenusa?
—Te lo voy a apuntar y te lo aprendes de memoria. Luego te lo explico ya con números.
—¿Y pa’qué le quiere to’avía meter números, mairo?, no manche…
Nunca se aprendió el Teorema de Pitágoras. Ni siquiera como perico, como pensé que podría lograr que, si de tal manera se lo aprendía, sería más fácil enseñarle la relación entre los números y, quizá en algún momento de apoteosis, presentarle la demostración, sin pretender que llegara a aprendérsela, nada más para ver si lograba fascinarlo, deslumbrarlo para que le tuviera un poquito de amor a las Matemáticas. No pude. Un fracaso más.
Pero me justifico y me consuelo pensando que Yiovani, aunque lo parecía, no era un chico normal. Sin duda u cerebro había sido dañado irreversiblemente (¿al momento de nacer por asfixia, en su infancia por desnutrición, en algún otro momento por los golpes y las drogas?) y su inteligencia no había llegado más allá de los ocho años de edad, por más que su oficio —alterno por temporadas al de jornalero— de vendedor ambulante en los camiones foráneos lo hubiera vuelto listo, astuto y rápido para decidir, como un animalito matrero. También me consuela que si hubiera habido mejores condiciones, menos obstáculos, sin duda le habría enseñado al menos el Teorema de Pitágoras, junto con todo lo previo necesario para entenderlo. Porque nos hicimos muy buenos amigos. Y a los buenos amigos, si los tratas con frecuencia, les enseñas hasta sin querer. Y también les aprendes.
Luego pasó el tiempo y dejé de ver a Yiovani. Todavía supe que se había fugado de la casa de sus padres, para entonces él tendría unos dieciocho años. Llegaron muchos más jóvenes a nuestra pequeña escuela. Unos sumamente inteligentes, otros normales. Casi todos alcanzaban el progreso negado a Yiovani. En poco tiempo me llegaban noticias de que ya asistían a escuelas superiores a la secundaria. Con los años me encontré a algunos que fueron a la universidad y hasta supe de alumnos míos que eran exitosos profesionales. Muchos más partieron de Veracruz, porque la circunstancia fue descomponiéndose cada vez más.
Sé que muchos se han ido al extranjero. En este momento su país no le da ni lo elemental a la mayoría de sus hijos, ni siquiera a los más talentosos. En cambio, los ricos y los que han logrado poder político acumulan más y más riqueza obscena e irracionalmente. Al parecer lo harán hasta que esto estalle y se autodestruya. Entonces nadie se salvará. Ni siquiera los ricos ni los poderosos.
Comprendí que ya no estábamos al borde del abismo, sino que íbamos en plena caída libre y éramos impotentes para resolver los grandes problemas que nos afectan y que van a terminar por destruirnos. Cada año hay miles de asesinatos y nadie hace nada. ¿Cuántos de mis ex alumnos habrán muerto? Por fortuna no he sabido.
Una noche reciente, pasadas ya las lluvias, en el otoño de este año, caminaba por mi colonia, iba hacia mi casa. Llovía como despedida de la época de aguas y la calle estaba oscura. Me detuve en la tienda del barrio a comprar algo que cenar. Entré y pedí un litro de leche. Escogí un poco de pan.
—La suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. ¿Sí o no mi mairo? —Me volví a verlo y sentí la avalancha de gusto después de quizá diez años sin saber de él. Era el mismísimo Yiovani. Era otro: estaba muy grueso y había adquirido un gesto brutal. También había crecido mucho más de lo que supongo cabía esperar, vestía ostentoso y chillante, casi ridículo —. Pero ¿cómo le hizo pa’meterse aquí, mairo?
—¡Yiovani Hernández, qué gusto! No entiendo, vengo a comprar algo que cenar. —No me hizo caso y fue apresurado, violento, a la entrada. Le habló a alguien que yo no veía—. Bueno, ¿tú hijue’puta, tragas verga o qué, chingado pendejo? Ya se metieron y tú ni miras. Por una de éstas un día te va a cargar la puritita chingada, vale. Te salva que este ñor que se te metió es mi mairo de la secundaria. Que te valga, chavo. Si no ya ni la contabas. Póngase bien listo y no sea tan pendejo… —me acerqué un poco; le hablaba brutalmente a un jovenzuelo de unos diecisiete años; era un muchachito que incluso me recordó al Yiovani que fuera mi alumno, a esa edad quizá diez años atrás. Creí entender más o menos qué ocurría. El mozalbete tan duramente reconvenido no contestó, aceptó los insultos y el regaño y sacó de su saco una espantosa arma. Una metralleta recortada y se aplicó a vigilar la calle. Yiovani regresó, muy sonriente.
—¿Cómo ve, mi mai, sí me aprendí el…, ¿el cómo se llama?..., el d’ese de Pitágoras. P’s si Pitágoras no miente, ¿sí o no?
—Pero ¿qué haces aquí, Yiovani, quién es ese niño con esa arma? —La tienda estaba sola. Únicamente un hombre abatido, acobardado nos miraba desde detrás de su mostrador.
—Véngase pa’cá, vamos a hablar aquí con el don. Pa’ que vea lo que es mi jale. No estudié porque soy bien pendejo, pero no me va mal, hágase pa’cá… —Me llevó hasta que encaramos al hombre que nos miraba con gesto atroz desde el otro lado del mostrador de la tienda—. Sale, mi compa, ya no aleguemos que ya me voy. ¿Cuánto pagas ’orita, mi buen?, digo, pa’que no tengas un mal problema. Pero échale ganas…
—Mi jefe, por el amor de Dios, no tengo apenas para comer con mi familia.
—¿Cómo ves, mai? Si no cumplen. Luego chillan cuando les quemamos sus cuchitriles.
—Señor, de verdá, perdónemela hoy, deme tres días, ’orita sí estoy bien fregado, no tengo dinero… No puedo pagarle… Por el amor de Dios, tenga tantito así de piedad. —El hombre se puso a llorar. Al ver que Yiovani era mi amigo se dirigió a mí—. Usté, profesor, dígale al jefe que no sea malo, que sea asinita consciente. Orita no puedo pagarle. Dígale que por favor me espere, yo sí pago. Ya tengo el año dándoles. Pero ora sí no puedo. Por este día y dos más… —Es don Andrés, tiene cuarenta y dos años. Es el dueño de la pequeña tienda más cercana a mi casa; su capital invertido acaso llega a los cincuenta mil pesos. Su familia está compuesta por cuatro hijos de diez años para abajo y su esposa de treinta y cinco. Tenía que pagar —después me enteré— diez mil pesos mensuales a la organización.
—Bueno, ya no chilles, cabrón. Dame lo que tengas. Si no orita verás qué desmadre te hago y ni tú ni yo, que todo se vaya a la mierda. Voy a quemar este chingado mugrero.
—Ya le dije, señor, no sea malo. Llévese mercancía. No tengo ni para amanecer mañana.
—¡Y yo pa’qué putas quiero mercancía! —gritó Yiovani furioso, inimaginable, brutal— Vamos a ver. —Sacó un revólver. Cuidadosamente lo manipuló observándolo con el cañón dirigido hacia arriba. Cortó cartucho—. Mira, cabrón, ya tengo cartucho cortao. Orita capaz que se me va un balazo hasta sin querer. Dime, ¿te mato o me pagas? —El tendero lloraba abiertamente.
—No me mate, mi jefe… Por favor, no me mate.
—¡Pos págame, hijo de tu puta madre! —En un arranque Yiovani golpeó a Andrés con la pistola en el rostro. El comerciante no intentó defenderse, ni siquiera hizo por esquivar el impacto. Su cabeza se sacudió con el golpe y me dio la impresión de que quedó balanceándose. Vi que un ojal monstruoso en su pómulo se abría. Vi la carne blanca que muy pronto se enrojeció y empezó a dejar salir la sangre en abundancia. Andrés no reaccionó. Ni intentó limpiarse la sangre que corría por su cara.
—No tengo dinero que darle, señor. —Me llevé las manos al rostro.
—¡Yiovani!... ¡No, por favor!
—No te asustes, cabecilla. Trabajo es trabajo. —Me tomó por el hombro—. No fue bueno encontrarnos así. Ya ni me acordaba que tú eres muy buen plan. Mejor váyase, mi mairo. Yo ya na’más me quiebro a este pendejito y también me voy. Mejor usté ya váyase.
—¿Lo vas a matar?
—Pos no paga.
—Yiovani… —me puse a llorar. No pude evitarlo—, mátame a mí también.
—¿Eh…? —me miró completamente desconcertado—; ¿eso quieres?, ¿y a ti por qué?
—Porque no debes matar a nadie por no tener dinero. —Yiovani me miró como miraría a un extraterrestre.
—Y si no paga, ¡qué? Me lo tengo que quebrar por pendejo. En cualquier ratito me van a quebrar a mí, cabrón, ¿no sabes! A la mejor ’orita que me vaya…, a la mejor al rato o mañana. Pero no tarda. Mientras, me voy a llevar a este compadre que no paga. Además, ¿sabes qué?, yo ya no me ensucio las manos, el que se los quiebra es el chamaco… Ahi nos vemos. Véngase, vámonos, porque ese chavo sí es bien matón.
—Yiovani, aquí me quedo.
—Pos ahi como usté quiera. Yo se lo alvertí… —se quedó pensando un momento—. Ándele, ya vámonos. Total qué, que se lo quiebren… ¿No sabe que todos nos vamos a morir?
—Sí, Yiovani, todos nos vamos a morir. Pero unos nunca se aprendieron que la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. —Me miró sin expresión. Se quedó un minuto eterno mirándome sin gesto. Dos lágrimas asombrosas corrieron de pronto por sus mejillas. Dijo lentamente:
—La suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa… —guardó silencio otro largo rato, inclinó la cabeza, luego me habló como agrediendo— ¿Qué puta mierda es eso? ¿Qué putas es lo que tiene de hermoso? ¿Y para qué chingados sirve? —se limpió las lágrimas con rabia y salió caminando a toda prisa.
Don Andrés, el tendero y yo nos quedamos esperando que entrara el joven sicario de la metralleta recortada a matarnos. Nos fuimos a la trastienda. Pensamos que quizá quemarían el negocio. Esperamos una eternidad, Andrés rezaba con la sangre casi coagulada en su herida de la cara, fueron diez minutos. Luego oímos que alguien, dando toquidos sobre el mostrador decía:
—¿Nadie atiende?, señor Andrés, un kilo de azúcar…
Décimas de la Lucha Magisterial
Vincent Velázquez
Guanajuato
¡Celebro a los profesores!,
que en su apuesta por la vida
con la palabra encendida
Luchan por tiempos mejores.
porque yo formo parte de la humanidad (…)
John Donne.
Cada acto al cumplirse, adquiere condición estática
equivalente a la muerte.
José Vasconcelos
Yiovani Hernández era mi alumno en el primer curso de secundaria abierta en la Escuela de Superación Activa, ESA; la única escuela de “iniciativa privada” —en realidad fundada en precarias condiciones por tres estudiantes desempleados y urgidos por no ser más dependientes económicos de nuestros papás— en aquellos años en Acayucan, Veracruz. Yiovani, hijo de cañeros, jornalero él mismo desde sus once años, pequeño de estatura y delgadito, pero recio y correoso por el rudo trabajo y casi negro de tanto sol, era muy duro de mollera, estuvo tres veces en el primer curso y nunca logró pasar por completo del primer grado. Avanzó en Ciencias Sociales, en Ciencias Naturales hasta el tercer grado, pero en Matemáticas, aunque llegó a tomar los tres cursos nunca logró aprobar un examen.
—La suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa…
—¿No me lo esplica más fácil, mairo. —Alguna vez le pedí a Yiovani que no me dijera mairo, porque, le aclaré, no soy albañil. Pero no me hizo caso o se le olvidó. Al Final me resigné justificando que “de alguna manera todos somos albañiles, porque siempre algo construimos, aunque sea a nosotros mismos. De alguna manera vivir es construir. Porque el que no construye, destruye. Ni lo permita Dios”.
—Yiovani, es muy fácil; repite, la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa… Mira, cómo te diré…, es una ley de Dios… Es hermosísimo, en serio…
—Aaaah, a poco… ¿Eso qué va a tener de chulo, mairo? A ver: La suma de los catetos es igual a la hipotenusa.
—Casi te lo aprendes, ya na’ más agrégale los cuadrados…
—¿Pos cuáles cuadrados? Ah, sí, los cuadrados de los catetos son igual a la hipotenusa.
—Al cuadrado de la hipotenusa…, la suma…
—¿Los catetos son igual al cuadrado de la hipotenusa?
—Te lo voy a apuntar y te lo aprendes de memoria. Luego te lo explico ya con números.
—¿Y pa’qué le quiere to’avía meter números, mairo?, no manche…
Nunca se aprendió el Teorema de Pitágoras. Ni siquiera como perico, como pensé que podría lograr que, si de tal manera se lo aprendía, sería más fácil enseñarle la relación entre los números y, quizá en algún momento de apoteosis, presentarle la demostración, sin pretender que llegara a aprendérsela, nada más para ver si lograba fascinarlo, deslumbrarlo para que le tuviera un poquito de amor a las Matemáticas. No pude. Un fracaso más.
Pero me justifico y me consuelo pensando que Yiovani, aunque lo parecía, no era un chico normal. Sin duda u cerebro había sido dañado irreversiblemente (¿al momento de nacer por asfixia, en su infancia por desnutrición, en algún otro momento por los golpes y las drogas?) y su inteligencia no había llegado más allá de los ocho años de edad, por más que su oficio —alterno por temporadas al de jornalero— de vendedor ambulante en los camiones foráneos lo hubiera vuelto listo, astuto y rápido para decidir, como un animalito matrero. También me consuela que si hubiera habido mejores condiciones, menos obstáculos, sin duda le habría enseñado al menos el Teorema de Pitágoras, junto con todo lo previo necesario para entenderlo. Porque nos hicimos muy buenos amigos. Y a los buenos amigos, si los tratas con frecuencia, les enseñas hasta sin querer. Y también les aprendes.
Luego pasó el tiempo y dejé de ver a Yiovani. Todavía supe que se había fugado de la casa de sus padres, para entonces él tendría unos dieciocho años. Llegaron muchos más jóvenes a nuestra pequeña escuela. Unos sumamente inteligentes, otros normales. Casi todos alcanzaban el progreso negado a Yiovani. En poco tiempo me llegaban noticias de que ya asistían a escuelas superiores a la secundaria. Con los años me encontré a algunos que fueron a la universidad y hasta supe de alumnos míos que eran exitosos profesionales. Muchos más partieron de Veracruz, porque la circunstancia fue descomponiéndose cada vez más.
Sé que muchos se han ido al extranjero. En este momento su país no le da ni lo elemental a la mayoría de sus hijos, ni siquiera a los más talentosos. En cambio, los ricos y los que han logrado poder político acumulan más y más riqueza obscena e irracionalmente. Al parecer lo harán hasta que esto estalle y se autodestruya. Entonces nadie se salvará. Ni siquiera los ricos ni los poderosos.
Comprendí que ya no estábamos al borde del abismo, sino que íbamos en plena caída libre y éramos impotentes para resolver los grandes problemas que nos afectan y que van a terminar por destruirnos. Cada año hay miles de asesinatos y nadie hace nada. ¿Cuántos de mis ex alumnos habrán muerto? Por fortuna no he sabido.
Una noche reciente, pasadas ya las lluvias, en el otoño de este año, caminaba por mi colonia, iba hacia mi casa. Llovía como despedida de la época de aguas y la calle estaba oscura. Me detuve en la tienda del barrio a comprar algo que cenar. Entré y pedí un litro de leche. Escogí un poco de pan.
—La suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. ¿Sí o no mi mairo? —Me volví a verlo y sentí la avalancha de gusto después de quizá diez años sin saber de él. Era el mismísimo Yiovani. Era otro: estaba muy grueso y había adquirido un gesto brutal. También había crecido mucho más de lo que supongo cabía esperar, vestía ostentoso y chillante, casi ridículo —. Pero ¿cómo le hizo pa’meterse aquí, mairo?
—¡Yiovani Hernández, qué gusto! No entiendo, vengo a comprar algo que cenar. —No me hizo caso y fue apresurado, violento, a la entrada. Le habló a alguien que yo no veía—. Bueno, ¿tú hijue’puta, tragas verga o qué, chingado pendejo? Ya se metieron y tú ni miras. Por una de éstas un día te va a cargar la puritita chingada, vale. Te salva que este ñor que se te metió es mi mairo de la secundaria. Que te valga, chavo. Si no ya ni la contabas. Póngase bien listo y no sea tan pendejo… —me acerqué un poco; le hablaba brutalmente a un jovenzuelo de unos diecisiete años; era un muchachito que incluso me recordó al Yiovani que fuera mi alumno, a esa edad quizá diez años atrás. Creí entender más o menos qué ocurría. El mozalbete tan duramente reconvenido no contestó, aceptó los insultos y el regaño y sacó de su saco una espantosa arma. Una metralleta recortada y se aplicó a vigilar la calle. Yiovani regresó, muy sonriente.
—¿Cómo ve, mi mai, sí me aprendí el…, ¿el cómo se llama?..., el d’ese de Pitágoras. P’s si Pitágoras no miente, ¿sí o no?
—Pero ¿qué haces aquí, Yiovani, quién es ese niño con esa arma? —La tienda estaba sola. Únicamente un hombre abatido, acobardado nos miraba desde detrás de su mostrador.
—Véngase pa’cá, vamos a hablar aquí con el don. Pa’ que vea lo que es mi jale. No estudié porque soy bien pendejo, pero no me va mal, hágase pa’cá… —Me llevó hasta que encaramos al hombre que nos miraba con gesto atroz desde el otro lado del mostrador de la tienda—. Sale, mi compa, ya no aleguemos que ya me voy. ¿Cuánto pagas ’orita, mi buen?, digo, pa’que no tengas un mal problema. Pero échale ganas…
—Mi jefe, por el amor de Dios, no tengo apenas para comer con mi familia.
—¿Cómo ves, mai? Si no cumplen. Luego chillan cuando les quemamos sus cuchitriles.
—Señor, de verdá, perdónemela hoy, deme tres días, ’orita sí estoy bien fregado, no tengo dinero… No puedo pagarle… Por el amor de Dios, tenga tantito así de piedad. —El hombre se puso a llorar. Al ver que Yiovani era mi amigo se dirigió a mí—. Usté, profesor, dígale al jefe que no sea malo, que sea asinita consciente. Orita no puedo pagarle. Dígale que por favor me espere, yo sí pago. Ya tengo el año dándoles. Pero ora sí no puedo. Por este día y dos más… —Es don Andrés, tiene cuarenta y dos años. Es el dueño de la pequeña tienda más cercana a mi casa; su capital invertido acaso llega a los cincuenta mil pesos. Su familia está compuesta por cuatro hijos de diez años para abajo y su esposa de treinta y cinco. Tenía que pagar —después me enteré— diez mil pesos mensuales a la organización.
—Bueno, ya no chilles, cabrón. Dame lo que tengas. Si no orita verás qué desmadre te hago y ni tú ni yo, que todo se vaya a la mierda. Voy a quemar este chingado mugrero.
—Ya le dije, señor, no sea malo. Llévese mercancía. No tengo ni para amanecer mañana.
—¡Y yo pa’qué putas quiero mercancía! —gritó Yiovani furioso, inimaginable, brutal— Vamos a ver. —Sacó un revólver. Cuidadosamente lo manipuló observándolo con el cañón dirigido hacia arriba. Cortó cartucho—. Mira, cabrón, ya tengo cartucho cortao. Orita capaz que se me va un balazo hasta sin querer. Dime, ¿te mato o me pagas? —El tendero lloraba abiertamente.
—No me mate, mi jefe… Por favor, no me mate.
—¡Pos págame, hijo de tu puta madre! —En un arranque Yiovani golpeó a Andrés con la pistola en el rostro. El comerciante no intentó defenderse, ni siquiera hizo por esquivar el impacto. Su cabeza se sacudió con el golpe y me dio la impresión de que quedó balanceándose. Vi que un ojal monstruoso en su pómulo se abría. Vi la carne blanca que muy pronto se enrojeció y empezó a dejar salir la sangre en abundancia. Andrés no reaccionó. Ni intentó limpiarse la sangre que corría por su cara.
—No tengo dinero que darle, señor. —Me llevé las manos al rostro.
—¡Yiovani!... ¡No, por favor!
—No te asustes, cabecilla. Trabajo es trabajo. —Me tomó por el hombro—. No fue bueno encontrarnos así. Ya ni me acordaba que tú eres muy buen plan. Mejor váyase, mi mairo. Yo ya na’más me quiebro a este pendejito y también me voy. Mejor usté ya váyase.
—¿Lo vas a matar?
—Pos no paga.
—Yiovani… —me puse a llorar. No pude evitarlo—, mátame a mí también.
—¿Eh…? —me miró completamente desconcertado—; ¿eso quieres?, ¿y a ti por qué?
—Porque no debes matar a nadie por no tener dinero. —Yiovani me miró como miraría a un extraterrestre.
—Y si no paga, ¡qué? Me lo tengo que quebrar por pendejo. En cualquier ratito me van a quebrar a mí, cabrón, ¿no sabes! A la mejor ’orita que me vaya…, a la mejor al rato o mañana. Pero no tarda. Mientras, me voy a llevar a este compadre que no paga. Además, ¿sabes qué?, yo ya no me ensucio las manos, el que se los quiebra es el chamaco… Ahi nos vemos. Véngase, vámonos, porque ese chavo sí es bien matón.
—Yiovani, aquí me quedo.
—Pos ahi como usté quiera. Yo se lo alvertí… —se quedó pensando un momento—. Ándele, ya vámonos. Total qué, que se lo quiebren… ¿No sabe que todos nos vamos a morir?
—Sí, Yiovani, todos nos vamos a morir. Pero unos nunca se aprendieron que la suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa. —Me miró sin expresión. Se quedó un minuto eterno mirándome sin gesto. Dos lágrimas asombrosas corrieron de pronto por sus mejillas. Dijo lentamente:
—La suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa… —guardó silencio otro largo rato, inclinó la cabeza, luego me habló como agrediendo— ¿Qué puta mierda es eso? ¿Qué putas es lo que tiene de hermoso? ¿Y para qué chingados sirve? —se limpió las lágrimas con rabia y salió caminando a toda prisa.
Don Andrés, el tendero y yo nos quedamos esperando que entrara el joven sicario de la metralleta recortada a matarnos. Nos fuimos a la trastienda. Pensamos que quizá quemarían el negocio. Esperamos una eternidad, Andrés rezaba con la sangre casi coagulada en su herida de la cara, fueron diez minutos. Luego oímos que alguien, dando toquidos sobre el mostrador decía:
—¿Nadie atiende?, señor Andrés, un kilo de azúcar…
Décimas de la Lucha Magisterial
Vincent Velázquez
Guanajuato
¡Celebro a los profesores!,
que en su apuesta por la vida
con la palabra encendida
Luchan por tiempos mejores.
Los maestros que anteriormente
en muy duras travesías
llegaban a rancherías
para enseñar a la gente,
le batallaban realmente,
no había aulas ni proyectores,
generosos, luchadores
dejaban su corazón
en el humilde salón…
La educación, la docencia
es una gran vocación
si se abraza con pasión
y lúcida inteligencia.
es sembrar en la conciencia
como auténticos mentores
ideas, principios, valores,
sueños de amor y esperanza
que alumbren la lontananza…
Si hoy la oficial estulticia
enferma nuestra raíz,
hay profes en el país
luchando por la justicia.
si llegan a ser noticia
los llaman “provocadores”,
pero más que agitadores
ellos están en los hechos
defendiendo sus derechos…
El Tepeyac
Crónica
Tonatiuth Mosso Vargas
Guerrero
en muy duras travesías
llegaban a rancherías
para enseñar a la gente,
le batallaban realmente,
no había aulas ni proyectores,
generosos, luchadores
dejaban su corazón
en el humilde salón…
La educación, la docencia
es una gran vocación
si se abraza con pasión
y lúcida inteligencia.
es sembrar en la conciencia
como auténticos mentores
ideas, principios, valores,
sueños de amor y esperanza
que alumbren la lontananza…
Si hoy la oficial estulticia
enferma nuestra raíz,
hay profes en el país
luchando por la justicia.
si llegan a ser noticia
los llaman “provocadores”,
pero más que agitadores
ellos están en los hechos
defendiendo sus derechos…
El Tepeyac
Crónica
Tonatiuth Mosso Vargas
Guerrero
La barricada
En su voz, el orador, encarnaba la desesperación, la rabia y el dolor que los padres de familia de los 43 habían expresado en la reunión previa. Vociferaba con el micrófono en mano:
–¡Vestido de verde olivo, políticamente vivo, no has muerto, no has muerto, no has muerto camarada, tu muerte, tu muerte, tu muerte será vengada!
Al final de las columnas que iban de tres en fondo, resonaban los gritos desgarradores de los compañeros que se aglutinaban en el Movimiento Popular Guerrerense (MPG), solo la voz quieta y el semblante inmutado de Juan daba quietud. Volteaba a mirar al fondo de la columna y, miraba rostros llenos de esperanza, ojos que reflejaban animosidad por lograr capitalizar nuestra lucha, que no era nada simple, pues nuestro punto central de demanda era la presentación con vida de los #43 compañeros desaparecidos de la escuela normal rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, Gro.
Ya las columnas exhibían inmensidad de carteles que demandaban la aparición de los compañeros desaparecidos. La organización del contingente fue parte de la actividad previa en la comisión política del MPG. Al frente, siempre la escuela normal, pues era la inmediatez del normalismo, por lo que luchábamos y, después, las zonas escolares, las escuelas de nivel superior y al final las organizaciones sociales.
El contingente se enfilaba ya sobre el puente del río Jale de la Ciudad de Tlapa de Comonfort, en Guerrero. No habíamos estimado la cantidad de compañeros que llegarían, y diez mil compañeros habían excedido nuestro presupuesto.
Toño, me alcanzó a gritar:
–Diles que se paren, vamos a hacer un balance. Grité a la avanzada: -hey, camaradas, deténganse.
El sonido de la bocina no cayó en silencio mientas la comisión política del MPG valoraba si se redireccionaba la actividad. Juan, tomaba con su mano izquierda el sombrero de palma que lo cubría de los embates terribles del sol, mientras con la mano derecha indicaba con ademanes la ruta que sugería. Su seño adusto y su semblante endurecido, no daba pie a dudar. Se había decidido, nos enfilamos a la bodega que habían habilitado para resguardar las papeletas de la elección de aquel trágico 7 de junio de 2015.
Con el rostro embozado por una playera negra, el orador que llevaba el perifoneo al frente del contingente, señalaba sagazmente las maniobras políticas y las embestidas del Estado al respecto del caso de los desaparecidos. Desde la rispidez de su voz, se entendía la incredulidad ante las explicaciones endebles que había ofrecido el gobierno federal con la verdad histórica, pero en sus palabras, como armas de punzo cortantes, se entreveía la displicencia del Estado para dar pronta solución al conflicto que había ya escalado el escenario internacional.
Llegamos con el micrófono en mano, con la rabia encarnada en los huesos y con la sangre a punto de ebullición, ya eran más de nueve meses de la desaparición de los estudiantes. Nos estacionamos frente a la malla verde, las columnas se divisaban al fondo de la gran avenida, tapizada por el mosaico colorido de las banderas que ondeaban con la fuerza del viento, empujando a la avanzada, que pletórica de rabia, sacudía sin cesar la malla. Los militares se encontraban postrados en las atalayas del edificio, apuntando firmemente al contingente, que poco a poco se adelgazaba por la gran probabilidad de represión, mientras que el orador no dejaba de increpar a los militares que nos amedrentaban encañonándonos con sus fusiles de asalto.
Momento a momento, grito a grito, los militares se alejaban de la malla, el MPG, aglutinado, se replegaba a consecuencia del gas lacrimógeno, con prontitud sacamos los pañuelos con vinagre, pero ello no detuvo el ardor y la incomodidad que provoca el lacrimógeno. Con palos, piedras y resorteras hicimos frente a la embestida de la fuerza del estado. El vaivén del contingente sobre la malla, hizo mella, pero decidimos no entrar, pues ello ocasionaría un enfrentamiento que tal vez, podría tener un desenlace fatal.
Nos reagrupamos, las columnas eran más delgadas, tal vez por el temor al enfrentamiento, que a la postre, era inevitable. Partimos, los pocos que permanecíamos en la actividad, a una concentración para rediseñar las estrategias.
El campamento
Hijo de la chingada, ya nos cargó pinche Ulbaldo, con la mirada triste y voz quieta me respondió:
–Así es esto, a ver cómo nos va.
Mientras permanecíamos en cuclillas tras de una camioneta blanca, que se alumbraba por la luz de la media noche. Se escuchaban los gritos y el estallido de las bombas molotov sobre las camionetas. Las maestras y los pocos comerciantes que aún nos acompañaban, corrían despavoridos. Veíamos cómo pasaban en pequeñas células de 3 o 4 compañeros. De pronto, escuchamos el motor revolucionado de una camioneta, que se detuvo justo frente a nosotros, mientras pegábamos aún más nuestras espaldas a la puerta de la camioneta para resguardarnos.
–Tona, Tona, súbete –gritó Mario, asomé apenas la cabeza para mirar, y al ver que el grupo de choque que nos seguía estaba lejos de nosotros, nos abalanzamos sobre la caja de la camioneta que apestaba a gasolina.
Mientras la velocidad del vehículo nos apartaba del Ayuntamiento, veía que ardía en llamas nuestro campamento. Se consumían las camionetas de las dependencias del gobierno estatal y federal que el MPG tenía bajo resguardo. Así, nos alejábamos del campamento en el que moramos por más de ocho meses.
De inmediato y como los cánones de la lucha y resistencia exigen, buscamos reagruparnos, y tratar de explicarnos qué había pasado. Llegamos poco a poco y a cuenta gotas cada uno de los compañeros que nos resguardábamos en el campamento. Ya cerca de las 3 de la madrugada iniciamos una reunión improvisada. Toño acababa de llegar y dijo:
–¡Por qué corrieron compas, nosotros no debemos tener miedo, no debemos nada!
Algunas voces aún exaltadas le refutaron el comentario:
–¿Acaso no los viste?
El silencio quieto y tenso, nadie lo agitó. A pesar de estar resguardados en la escuela normal, claramente escuchábamos cómo las patrullas de policías estatales rondaban las inmediaciones de la barda de la escuela. Estábamos ahí, de pie, nos parecía inverosímil que nos hubiesen desalojado del Ayuntamiento, y más que hubiesen sido civiles, movidos por intereses político-partidista. Habían logrado su cometido, enfrentar al pueblo contra el pueblo.
El enfrentamiento
–¡Bueno! ¿Profe, cómo está?
–Bien, ¿por qué la pregunta? –respondí con voz agitada.
Chava, fotorreportero de La Jornada me cuestionaba, preocupado porque no sabía de mí. Le pregunté:
–¿Qué pasa?
Insistentemente pedía que le dijera dónde me había resguardado. Le dije que estaba fuera de Tlapa, pero que su nerviosismo me decía que algo había pasado. Respondió aliviado al saber que estaba fuera.
–Profe, acaba de haber un enfrentamiento cerca de la normal, se llevaron a Juan y lo golpearon.
A la distancia, escuchaba en la voz de Chava la impotencia por el atroz hecho. Describía a Juan con la sangre irrigada por todo el rostro, atacado por el grupo de choque y los policías estatales, quienes mantenían cercado el Zócalo de la ciudad para evitar que incursionáramos a tomar nuevamente el Ayuntamiento. Se lo habían llevado, exhibiéndolo por la calle, como si hubiesen detenido a un gran delincuente.
Me explicaba Chava. Las columnas se enfilaron de norte a sur, sobre la Av. Morelos, y a la altura de la central del Sur y OCC una cuadra antes de la escuela normal, se encontraron de frente con el grupo de choque, Juan, fiel a su discurso, y a la vanguardia del contingente, dirigiendo la actividad en el carro de sonido, fue el primero en hacer frente a los golpes asestados por el grupo de choque. Mientras los demás compañeros corrían despavoridos por la violencia desmedida generada por los policías y civiles. Los compañeros tuvieron que resguardarse en casas particulares, negocios y zonas abiertas. Juan fue detenido y, exhibido en el Ayuntamiento del municipio, hasta allá, llegaron los compañeros que finalmente lograron que se le trasladara para que recibiera atención médica.
De forma abrupta, dirigí mis pasos a la montaña, a Tlapa, regresé por la tarde de ese día 5 de junio.
Olía a gasolina, ese hedor que lastima la nariz, que pica, que incomoda. Empujé la puerta roja para entrar al edificio de la CNTE, entré, me sorprendieron con un buenas tardes, era Toño, de inmediato me abordó:
–¿Cómo viste lo de Juan? –me cuestionó.
No había estado en la actividad, así que me costaba trabajo reconstruir los hechos y los pocos que lograba hilar, lo hacía por los escenarios que Chava me había dibujado. Platicando aún sobre Juan, subimos los peldaños de la escalera, uno a uno, pareció que no queríamos terminar de subir, pues nuestra conversación se entablaba, también, en términos de la estrategia que pensábamos debería seguir el movimiento. Finalmente, terminamos de subir las gradas, ya avizoraba mucho movimiento en las instalaciones, en nuestro edificio.
Llegué hasta un cuarto semicerrado. Claramente escuchaba la voz fuerte de Pacheco, preguntando por la salud de Juan; Ubaldo le decía que no había noticias, que la situación que guardaba era muy hermética, por cómo se habían suscitado las cosas. Toqué la puerta entreabierta y entré. Sólo escuché lo acontecido el día anterior y las propuestas de qué hacer, pues era la víspera del 7 de junio, las elecciones en el Estado. Se tomaron solo dos acuerdos, que la comisión política se debía resguardar y la base se presentaría al día siguiente a las 8 de la mañana. Nos despedimos consternados aún, pero empujados por el coraje de lo sucedido a los compañeros el día anterior.
Bajé las escaleras, el olor a gasolina se había intensificado, pero no pregunté.
Llegué a descansar. Dormí inquieto, elucubrando los escenarios del mañana, pero al final, dormí.
Me despertó el trinar de las aves que retumbaba en mis oídos, lastimaba la luz del foco al abrir los ojos, el foco que había quedado encendido toda la noche junto con la televisión.
Me levanté, dirigí mi cuerpo casi inerte al baño, con las palmas de mis manos me recargué sobre el lavabo para mirarme de frente al espejo. Lo primero que vi, fue una mirada llena de esperanza, que contrastaba con lo sombrío de mis ojos. Tomé agua con las dos manos, la salpiqué sobre mi rostro para lavarlo y así despertar de ese aquel sueño; empero no, no era un sueño, la realidad nos había alcanzado, tenía que enfilarme ya a la actividad, rompiendo el primer acuerdo pues era parte de la comisión política.
Recé, a mi abuelo y a mi madre, que seguro estoy, de vivir me hubiesen dicho:
–Ve con bien, pero ve.
Coloqué mis brazos sobre las dos paredes que hacen esquina en la casa, puse mi cabeza en medio de estos, cerré los ojos y murmuré en voz baja:
–Abuelo, madre, aquí estoy, posiblemente al filo de la vida, solo siguiendo lo que me enseñaron en casa, solo pido valor para enfrentar las cosas que vienen, que cuiden de mi y de mis hijos.
Di gracias. Bajé rápidamente los brazos, abrí los ojos y tomé mi sombrero de palma.
La chapa de la puerta rechinó al jalarla, asomé la cabeza para tener certeza de mi salida, la calle se notaba sólida, ya iniciaba el calor del verano, ese calor sofocante, que al conjugarse con la tierra convertida en polvo, mancha la ropa. La sensación de ser perseguido era latente, había llegado hasta nuestras manos un informe del CISEN, en el cual, a algunos compañeros se les vinculaba con la guerrilla y a otros con la policía comunitaria.
Caminé hasta el Tepeyac, sobre el camino encontré compañeros que dirigían sus pasos y esfuerzos al mismo lugar de concentración, la CNTE. Cuando llegué, el hedor a gasolina se había intensificado, pero ahora veía de dónde surgía. Cruz, familiar directo de uno de estudiantes desaparecidos llenaba, junto a otros camaradas, botellas de refresco con gasolina, colocaban azúcar en ellas y, empujaban la mecha sobre la boca del envase de vidrio. Tele, ajustaba la sintonía de la radiodifusora que se instalaba, mientras otros compañeros preparaban el material para brigadear las casillas de votación.
Nos reunimos los que estábamos y decidimos que la única actividad que se realizaría sería brigadear las casillas, hubo molestia en algunos compañeros, pero la decisión ya se había tomado.
Tele se acercó y me dijo:
–Tú le sabes a la radio, has sido locutor, éntrale.
Sin dudar, tomé el micrófono y lo acerqué a mi, y ese mismo discurso utilizado durante el perifoneo, dirigiendo la marcha, permeó la señal de radio que irradiaba la cañada que es Tlapa.
Poco a poco, el edificio se fue quedando vacío a consecuencia de cumplir con las comisiones encomendadas.
–Compa, vámonos, tenemos que dejar solo el edificio –le dije a Tele.
Me respondió que me adelantara, y así lo hice, me acompañé de Miguel y de Ail.
Salimos con prisa del edificio y decidimos respetar el acuerdo, resguardarnos. Abrimos las puertas del auto, un calor sofocante nos aguardaba en el interior, sin menoscabo, subimos. Ail lo encendió, se escuchaba acelerado, tal vez por la intensidad del calor; empezamos a bajar por las serpenteadas calles del Tepeyac, mientras nos preguntaba qué camino seguir. Decidimos cruzar Tlapa por debajo del puente, veníamos de norte a sur, pero al llegar justo al puente, observamos una columna de humo, de ese humo escandaloso, del que no da tiempo a sutilezas, que en cuanto lo miras, inmediatamente te preguntas qué pasó. Mientras nos acercamos más al puente, veíamos que ardía en llamas una camioneta, poco a poco se consumía. Conforme se apagaban las llamas, la gente se acercaba más a observar, no dejando hacer su trabajo plenamente a protección civil para mitigar el fuego.
Asombrados, continuamos nuestro andar sin voltear a ver.
–Van a culparnos –dijo Miguel.
El silencio se apoderó del interior del vehículo, Ail conducía sin gesto alguno, inmutada, con un pálido color en el rostro.
Llegamos hasta nuestro sitio, nos resguardamos; encendimos la televisión y nos mantuvimos atentos a las redes sociales. Eran ya las 3 de la tarde, cuando de repente, sonaron nuestros teléfonos, la voz quebrada por el coraje, no dejaba el mensaje claro, no terminábamos de entender qué había pasado. Colgué y me dirigí a Miguel:
–¿Qué habrá pasado?
De inmediato, tomé el teléfono y llamé a Ubaldo, un tono de ocupado me contestó, mientras los ojos grandes y asustados de Miguel me miraban, colgué nuevamente y vibró mi teléfono, Pacheco me marcaba, contesté, con el temor de escuchar lo que había sucedido.
–Tona, entraron a la CNTE, se llevaron a varios compañeros, fueron los federales.
Me explicaba, un poco aturdido, que la policía federal después del incidente de la camioneta en llamas sobre el puente, había entrado a nuestro edificio y se habían llevado a cinco compañeros, a quienes trasladaron de inmediato en helicóptero a la ciudad de Acapulco, amenazando con procesarlos de manera inmediata.
–Entre los cinco va Pablo –un compañero de la escuela, disidente desde hace mucho tiempo, desde su andar como normalista en Ayotzinapa. –Si puedes, vente al Tepeyac, la colonia está muy enojada, porque detuvieron a dos maestras que son de aquí, y han cercado a los federales. Se cortó la llamada, y no volvimos a hablar.
Miguel escuchó la conversación, pues el altavoz estaba encendido. Nos volteamos a mirar, asustados, asombrados, pero llenos de indignación y nos preguntamos:
–¿Vamos?
Tomamos nuestra mochilas y salimos a la calle nuevamente.
Salimos a la incesante resolana, los ojos se lastimaban con tanta claridad, coloqué mis lentes de sol y empezamos a avanzar, paso a paso. No alcanzábamos a dimensionar qué estaba pasando en el Tepeyac. Detuvimos un taxi para pedirle que nos llevará y por supuesto se negó; con el segundo intento tuvimos mayor fortuna, pero advirtió:
–Sólo los acercaré hasta donde pueda.
Asentimos con la cabeza. Llegamos hasta la primera barricada, ya la entrada a la colonia estaba cerrada por piedras, llantas, y resguardada por los vecinos. En cuanto quisimos cruzar la barricada fuimos increpados por los colonos; uno de ellos, alto, robusto, con una estrella tatuada en el hombro y con el rostro cubierto nos dijo:
–¿A dónde van, qué no ven que no hay paso?
Respondí que íbamos a ayudar, y que muchos maestros nos conocían. Llegó Toño y, con voz firme dijo:
–Déjalos pasar compa, son de la normal.
Tuvimos acceso, y de inmediato nos dirigimos a la iglesia, buscando al Delegado. Mientras subíamos por la calle empinada, el agua que escurría sobre el pavimento hacía mella en mis botas, bajé la mirada para revisarlas, y al levantarla, vi de frente a Yose.
–Padrino, ¿qué anda haciendo por acá?
La saludé, traté de hacerlo cordialmente, aunque la verdad no fue así, pues todo era confuso. Me detuve un par de minutos para platicar con ella y, de inmediato me ofreció su casa, me indicó dónde vivía, por si algo se ofrecía, agradecí el gesto, pues ello salvó mi integridad física a la postre.
Llegamos agitados a la iglesia. La primer imagen que recuerdo es la del delegado, tratando de contener a los vecinos de la colonia para que no ingresaran a linchar a los federales. En cuanto me miró, me gritó:
–Tona, ven, ayúdame a contenerlos.
Me acerqué, llegó Toño también, platicamos con los colonos, les explicamos que no podíamos tocarlos porque eran la moneda de cambio por nuestros cinco compañeros detenidos. Los ánimos se controlaron y Toño se encargaba ya de las barricadas.
–¿Ya los desarmaron? –le pregunté al delegado refiriéndome a los policías federales. Respondió de inmediato que sí.
Con esa respuesta a cuestas, entré a la iglesia, había dos compañeras ofreciéndoles agua a los policías, les pedí que salieran y que no les dieran nada. Al verlos de frente, logré contar 28 policías federales, y algunos de ellos aún con escudos y toletes.
Poco a poco caía la tarde, el número reducido de compañeros que tratábamos de dar orden a la situación se veía rebasado, puesto que la negociación y entrega de nuestros compañeros y vecinos retenidos la celebraba Tlachinollan, el Centro de Derechos Humanos de la Montaña del estado, y eso nos acortaba el tiempo de maniobra. Ya estimábamos que de caer la profunda noche, nos enfrentaríamos a un problema realmente serio, lo que así sucedió. Las noticias llegaban, las salidas del Tepeyac estaban ya cercadas por policías federales y militares que buscaban arribar a la iglesia, para rescatar a los "puercos" (policías) que tenía retenidos la colonia.
Eran aproximadamente ya las 9 de la noche, Pacheco me llamó para decirme que Abel Barrera, titular del Tlachinollan, estaba por lograr la liberación de los detenidos, pero que su regreso se realizaría vía terrestre, lo que al comunicarlo enardeció más a los colonos, pues se entendía una clara provocación. Se enfilaron al atrio y, pidieron se sacara a los federales. Nos opusimos, pues sabíamos que de ser así, se les lincharía y no habría oportunidad de intercambiarlos por nuestros compañeros.
Mientras discutíamos, la noche ya nos cubría, y los bloques de soldados y de policías federales nos rodeaban por los flancos y el frente, habían llegado hasta la puerta del atrio sobre el flanco derecho, y el frente, dejando solo el flanco izquierdo como válvula de escape. Tomamos piedras y las arrojamos contra los cascos, petos y escudos del equipo antimotines que portaban, poco a poco avanzaban sobre el atrio, retrocedíamos, y estábamos siendo rebasados; a un costado mío seguía Toño, que con voz fuerte, gritaba:
–¡Duro, compañeros!
Casi nos obligaron a salir del atrio, quedamos fuera de vista de la entrada de la iglesia, cuando de pronto escuché dos estruendos, como si retumbara el cielo, como si la tierra se rompiera, eran dos detonaciones de arma de fuego que había sido accionada desde el interior de la iglesia por un "puerco", nos arrojamos al piso, pero Toño ya no pudo, se tumbó por los impactos de bala recibidos, uno, el más profundo, sobre el costado de su pecho, que seguramente le perforó el corazón, asesinando así las ilusiones de ver un mundo mejor, de ser libre y ayudar a los que más lo necesitan; en esa detonación y, en ese impacto, fenecieron muchas ilusiones, pero nacieron mayores motivos para continuar en nuestra exigencia por los compañeros caídos y desaparecidos.
Prehistoria del puño
Poema
Enrique González Rojo
Ciudad de México
En un tiempo yo fui, lo que podría
llamarse una persona
decente.
Buena educación.
Eructos clandestinos.
Modales aprendidos con metrónomo.
Y un cajón rebosante de dieces en conducta.
Pero un día,
ante los golpes de culata,
las ráfagas de párpados vencidos,
el furor lacrimógeno,
me nació un inesperado
«hijos de puta».
Se trataba de mi primer arma,
de un odio que a dos pies
cargaba la sorpresa de su propio nacimiento.
A partir de entonces,
dentro de mi gramática iracunda,
dentro del diccionario en que mi cólera
se encontraba en un orden alfabético,
disparaba palabras corrosivas,
malignas expresiones que eran áspides
con la letra final emponzoñada.
Pero yo me encontraba insatisfecho.
Ningún hijo de puta
corría hacia su casa, ante mi grito,
para zurcir el sexo de su madre.
Mis alaridos eran inocentes,
inofensivos eran
como besos que Judas ofreciese
tan sólo a sus amantes.
Ante eso,
pasé de un insatisfecho «cabrones»
-pólvora humedecida por mi propia saliva
a una pequeña piedra,
el pedestal perfecto de mi furia,
la lápida mortuoria que encerraba
la pretensión guerrera de mi lengua.
Y ahora, en la guerrilla,
mientras limpio mi rifle.
recuerdo cuando yo era, camaradas,
lo que podría llamarse una persona
decente.
La lucha magisterial de luto
Crónica
Federico Herrera Carvajal
Chiapas
A la memoria del compañero David, hermano de nuestra lucha
Escribo lo siguiente con un profundo sentimiento de rabia e indignación porque lo que ocurrió hoy en Chiapas (8 de diciembre de 2013) pasa a formar parte de los crímenes de Estado que larga cuenta tienen en nuestra historia reciente. El escenario es el crucero que va a la escuela de protección civil en el municipio de Ocozocuautla a pocos kilómetros de Tuxtla Gutiérrez, la tarea del magisterio combativo era manifestar nuestro repudio a la aplicación de la evaluación que lacera nuestros derechos laborales (una evaluación bajo la tutela del acuartelamiento militar).
Las consignas en voz de varias decenas de miles de maestros resuenan al unísono y ante nuestro avance la primera lluvia de gases lacrimógenos comienza a caer sobre nosotros, nos replegamos unos metros por el ardor en los ojos y la asfixia pero avanzamos de nuevo, los minutos se convierten en horas, detrás de los contingentes de la policía federal se abren las enormes vallas metálicas y aparecen los "Rinos" escupiendo chorros potentes de agua en contra de muchos compañeros. De nuevo nos replegamos, pero ahora a una mayor distancia sin embargo a la distancia observamos a los caídos quienes fueron embestidos y uno de ellos yace sin movimiento, Las fuerzas represoras habían propiciado el asesinato vil de nuestro compañero por la soberbia de un Estado que a sangre y a fuego pretende imponer una reforma que viola nuestros derechos.
Creo que está de más enumerar las causas que nos trajeron aquí puesto que el magisterio a lo largo y ancho del país ha dejado clara nuestra postura ante las pretensiones del Estado-gobierno de despojarnos de nuestra seguridad laboral. Lo sucedido hoy traspasa los umbrales de la infamia, ni en Oaxaca ni en Guerrero observamos tanta saña por parte de las fuerzas represoras.
Un terrible sentimiento de tristeza nos inunda mientras la pertinaz llovizna nos moja, pareciera que la nublada mañana acompaña nuestro luto. Hoy alguien tuvo que dar la vida para demostrar lo justo de nuestra lucha y aquellas voces que nos critican tendrán que callar por respeto a la sombra de muerte que nos acompaña. Aquellos cómplices del charrismo sindical y el servilismo oficialista que se prestaron a la farsa de asistir a la aplicación de la evaluación(muy pocos) tendrán mucho que pensar y valorar si valió la pena traicionar a nuestro movimiento.
La tregua entre policías y maestros se prolonga hasta el levantamiento del cuerpo del caído que hoy es mártir, la mañana transcurre entre sobrevuelo de helicópteros militares y la zozobra de una próxima reyerta para la cual nos preparamos.
Después de 13 horas de estar en el sitio se anuncia nuestra retirada rumbo a Tuxtla, realizaremos una marcha del puente Mactumatza hacia el palacio de gobierno para exigir la libertad de algunos compañeros detenidos y rendir homenaje a la memoria de David a quien le acompañará el pensamiento de todos los que luchamos junto a ti este día.
Décimas de Nochixtlán
Frino
Coahuila
Para la gente de Asunción Nochixtlán, Nuanduco, que en mixe significa "lugar de la grana cochinilla":
Es cobarde quien ataca
a la sociedad civil,
no importa si es uno o mil
como sucedió en Oaxaca.
Se ha destapado la cloaca
de este gobierno asesino:
seis cruces en el camino
son el saldo del ultraje,
mi verso es un homenaje
para Anselmo Cruz Aquino.
Y otra vez el mismo cuento:
la violencia es su decálogo,
en vez de plantear un diálogo
prefieren el argumento
de la pólvora en el viento,
los heridos, los retenes,
y el olivo de tus sienes
se hace corona de espinas
¡Oh, Patria! cuando asesinas
a tu hijo Yalid Jiménez.
Sanabria Aguilar Andrés,
hoy paso lista en tu nombre
para que el suelo se alfombre
de flores bajo tus pies.
La tierra más fértil es,
tu sueño no está caduco:
orquídeas, lirios, bejuco,
girasoles y azucenas
renacerán de las venas
de los hijos de Nuanduco.
¡La historia sabrá quién fue!
¡Quien profanó su terruño!
Los nombres de Aurelio Nuño
de Chong y Gabino Cué
se condenarán porque
tienen manchadas las manos
con sangre de sus hermanos
y en el momento propicio
habrá de hacerles un juicio
todo el pueblo mexicano.
En su voz, el orador, encarnaba la desesperación, la rabia y el dolor que los padres de familia de los 43 habían expresado en la reunión previa. Vociferaba con el micrófono en mano:
–¡Vestido de verde olivo, políticamente vivo, no has muerto, no has muerto, no has muerto camarada, tu muerte, tu muerte, tu muerte será vengada!
Al final de las columnas que iban de tres en fondo, resonaban los gritos desgarradores de los compañeros que se aglutinaban en el Movimiento Popular Guerrerense (MPG), solo la voz quieta y el semblante inmutado de Juan daba quietud. Volteaba a mirar al fondo de la columna y, miraba rostros llenos de esperanza, ojos que reflejaban animosidad por lograr capitalizar nuestra lucha, que no era nada simple, pues nuestro punto central de demanda era la presentación con vida de los #43 compañeros desaparecidos de la escuela normal rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, Gro.
Ya las columnas exhibían inmensidad de carteles que demandaban la aparición de los compañeros desaparecidos. La organización del contingente fue parte de la actividad previa en la comisión política del MPG. Al frente, siempre la escuela normal, pues era la inmediatez del normalismo, por lo que luchábamos y, después, las zonas escolares, las escuelas de nivel superior y al final las organizaciones sociales.
El contingente se enfilaba ya sobre el puente del río Jale de la Ciudad de Tlapa de Comonfort, en Guerrero. No habíamos estimado la cantidad de compañeros que llegarían, y diez mil compañeros habían excedido nuestro presupuesto.
Toño, me alcanzó a gritar:
–Diles que se paren, vamos a hacer un balance. Grité a la avanzada: -hey, camaradas, deténganse.
El sonido de la bocina no cayó en silencio mientas la comisión política del MPG valoraba si se redireccionaba la actividad. Juan, tomaba con su mano izquierda el sombrero de palma que lo cubría de los embates terribles del sol, mientras con la mano derecha indicaba con ademanes la ruta que sugería. Su seño adusto y su semblante endurecido, no daba pie a dudar. Se había decidido, nos enfilamos a la bodega que habían habilitado para resguardar las papeletas de la elección de aquel trágico 7 de junio de 2015.
Con el rostro embozado por una playera negra, el orador que llevaba el perifoneo al frente del contingente, señalaba sagazmente las maniobras políticas y las embestidas del Estado al respecto del caso de los desaparecidos. Desde la rispidez de su voz, se entendía la incredulidad ante las explicaciones endebles que había ofrecido el gobierno federal con la verdad histórica, pero en sus palabras, como armas de punzo cortantes, se entreveía la displicencia del Estado para dar pronta solución al conflicto que había ya escalado el escenario internacional.
Llegamos con el micrófono en mano, con la rabia encarnada en los huesos y con la sangre a punto de ebullición, ya eran más de nueve meses de la desaparición de los estudiantes. Nos estacionamos frente a la malla verde, las columnas se divisaban al fondo de la gran avenida, tapizada por el mosaico colorido de las banderas que ondeaban con la fuerza del viento, empujando a la avanzada, que pletórica de rabia, sacudía sin cesar la malla. Los militares se encontraban postrados en las atalayas del edificio, apuntando firmemente al contingente, que poco a poco se adelgazaba por la gran probabilidad de represión, mientras que el orador no dejaba de increpar a los militares que nos amedrentaban encañonándonos con sus fusiles de asalto.
Momento a momento, grito a grito, los militares se alejaban de la malla, el MPG, aglutinado, se replegaba a consecuencia del gas lacrimógeno, con prontitud sacamos los pañuelos con vinagre, pero ello no detuvo el ardor y la incomodidad que provoca el lacrimógeno. Con palos, piedras y resorteras hicimos frente a la embestida de la fuerza del estado. El vaivén del contingente sobre la malla, hizo mella, pero decidimos no entrar, pues ello ocasionaría un enfrentamiento que tal vez, podría tener un desenlace fatal.
Nos reagrupamos, las columnas eran más delgadas, tal vez por el temor al enfrentamiento, que a la postre, era inevitable. Partimos, los pocos que permanecíamos en la actividad, a una concentración para rediseñar las estrategias.
El campamento
Hijo de la chingada, ya nos cargó pinche Ulbaldo, con la mirada triste y voz quieta me respondió:
–Así es esto, a ver cómo nos va.
Mientras permanecíamos en cuclillas tras de una camioneta blanca, que se alumbraba por la luz de la media noche. Se escuchaban los gritos y el estallido de las bombas molotov sobre las camionetas. Las maestras y los pocos comerciantes que aún nos acompañaban, corrían despavoridos. Veíamos cómo pasaban en pequeñas células de 3 o 4 compañeros. De pronto, escuchamos el motor revolucionado de una camioneta, que se detuvo justo frente a nosotros, mientras pegábamos aún más nuestras espaldas a la puerta de la camioneta para resguardarnos.
–Tona, Tona, súbete –gritó Mario, asomé apenas la cabeza para mirar, y al ver que el grupo de choque que nos seguía estaba lejos de nosotros, nos abalanzamos sobre la caja de la camioneta que apestaba a gasolina.
Mientras la velocidad del vehículo nos apartaba del Ayuntamiento, veía que ardía en llamas nuestro campamento. Se consumían las camionetas de las dependencias del gobierno estatal y federal que el MPG tenía bajo resguardo. Así, nos alejábamos del campamento en el que moramos por más de ocho meses.
De inmediato y como los cánones de la lucha y resistencia exigen, buscamos reagruparnos, y tratar de explicarnos qué había pasado. Llegamos poco a poco y a cuenta gotas cada uno de los compañeros que nos resguardábamos en el campamento. Ya cerca de las 3 de la madrugada iniciamos una reunión improvisada. Toño acababa de llegar y dijo:
–¡Por qué corrieron compas, nosotros no debemos tener miedo, no debemos nada!
Algunas voces aún exaltadas le refutaron el comentario:
–¿Acaso no los viste?
El silencio quieto y tenso, nadie lo agitó. A pesar de estar resguardados en la escuela normal, claramente escuchábamos cómo las patrullas de policías estatales rondaban las inmediaciones de la barda de la escuela. Estábamos ahí, de pie, nos parecía inverosímil que nos hubiesen desalojado del Ayuntamiento, y más que hubiesen sido civiles, movidos por intereses político-partidista. Habían logrado su cometido, enfrentar al pueblo contra el pueblo.
El enfrentamiento
–¡Bueno! ¿Profe, cómo está?
–Bien, ¿por qué la pregunta? –respondí con voz agitada.
Chava, fotorreportero de La Jornada me cuestionaba, preocupado porque no sabía de mí. Le pregunté:
–¿Qué pasa?
Insistentemente pedía que le dijera dónde me había resguardado. Le dije que estaba fuera de Tlapa, pero que su nerviosismo me decía que algo había pasado. Respondió aliviado al saber que estaba fuera.
–Profe, acaba de haber un enfrentamiento cerca de la normal, se llevaron a Juan y lo golpearon.
A la distancia, escuchaba en la voz de Chava la impotencia por el atroz hecho. Describía a Juan con la sangre irrigada por todo el rostro, atacado por el grupo de choque y los policías estatales, quienes mantenían cercado el Zócalo de la ciudad para evitar que incursionáramos a tomar nuevamente el Ayuntamiento. Se lo habían llevado, exhibiéndolo por la calle, como si hubiesen detenido a un gran delincuente.
Me explicaba Chava. Las columnas se enfilaron de norte a sur, sobre la Av. Morelos, y a la altura de la central del Sur y OCC una cuadra antes de la escuela normal, se encontraron de frente con el grupo de choque, Juan, fiel a su discurso, y a la vanguardia del contingente, dirigiendo la actividad en el carro de sonido, fue el primero en hacer frente a los golpes asestados por el grupo de choque. Mientras los demás compañeros corrían despavoridos por la violencia desmedida generada por los policías y civiles. Los compañeros tuvieron que resguardarse en casas particulares, negocios y zonas abiertas. Juan fue detenido y, exhibido en el Ayuntamiento del municipio, hasta allá, llegaron los compañeros que finalmente lograron que se le trasladara para que recibiera atención médica.
De forma abrupta, dirigí mis pasos a la montaña, a Tlapa, regresé por la tarde de ese día 5 de junio.
Olía a gasolina, ese hedor que lastima la nariz, que pica, que incomoda. Empujé la puerta roja para entrar al edificio de la CNTE, entré, me sorprendieron con un buenas tardes, era Toño, de inmediato me abordó:
–¿Cómo viste lo de Juan? –me cuestionó.
No había estado en la actividad, así que me costaba trabajo reconstruir los hechos y los pocos que lograba hilar, lo hacía por los escenarios que Chava me había dibujado. Platicando aún sobre Juan, subimos los peldaños de la escalera, uno a uno, pareció que no queríamos terminar de subir, pues nuestra conversación se entablaba, también, en términos de la estrategia que pensábamos debería seguir el movimiento. Finalmente, terminamos de subir las gradas, ya avizoraba mucho movimiento en las instalaciones, en nuestro edificio.
Llegué hasta un cuarto semicerrado. Claramente escuchaba la voz fuerte de Pacheco, preguntando por la salud de Juan; Ubaldo le decía que no había noticias, que la situación que guardaba era muy hermética, por cómo se habían suscitado las cosas. Toqué la puerta entreabierta y entré. Sólo escuché lo acontecido el día anterior y las propuestas de qué hacer, pues era la víspera del 7 de junio, las elecciones en el Estado. Se tomaron solo dos acuerdos, que la comisión política se debía resguardar y la base se presentaría al día siguiente a las 8 de la mañana. Nos despedimos consternados aún, pero empujados por el coraje de lo sucedido a los compañeros el día anterior.
Bajé las escaleras, el olor a gasolina se había intensificado, pero no pregunté.
Llegué a descansar. Dormí inquieto, elucubrando los escenarios del mañana, pero al final, dormí.
Me despertó el trinar de las aves que retumbaba en mis oídos, lastimaba la luz del foco al abrir los ojos, el foco que había quedado encendido toda la noche junto con la televisión.
Me levanté, dirigí mi cuerpo casi inerte al baño, con las palmas de mis manos me recargué sobre el lavabo para mirarme de frente al espejo. Lo primero que vi, fue una mirada llena de esperanza, que contrastaba con lo sombrío de mis ojos. Tomé agua con las dos manos, la salpiqué sobre mi rostro para lavarlo y así despertar de ese aquel sueño; empero no, no era un sueño, la realidad nos había alcanzado, tenía que enfilarme ya a la actividad, rompiendo el primer acuerdo pues era parte de la comisión política.
Recé, a mi abuelo y a mi madre, que seguro estoy, de vivir me hubiesen dicho:
–Ve con bien, pero ve.
Coloqué mis brazos sobre las dos paredes que hacen esquina en la casa, puse mi cabeza en medio de estos, cerré los ojos y murmuré en voz baja:
–Abuelo, madre, aquí estoy, posiblemente al filo de la vida, solo siguiendo lo que me enseñaron en casa, solo pido valor para enfrentar las cosas que vienen, que cuiden de mi y de mis hijos.
Di gracias. Bajé rápidamente los brazos, abrí los ojos y tomé mi sombrero de palma.
La chapa de la puerta rechinó al jalarla, asomé la cabeza para tener certeza de mi salida, la calle se notaba sólida, ya iniciaba el calor del verano, ese calor sofocante, que al conjugarse con la tierra convertida en polvo, mancha la ropa. La sensación de ser perseguido era latente, había llegado hasta nuestras manos un informe del CISEN, en el cual, a algunos compañeros se les vinculaba con la guerrilla y a otros con la policía comunitaria.
Caminé hasta el Tepeyac, sobre el camino encontré compañeros que dirigían sus pasos y esfuerzos al mismo lugar de concentración, la CNTE. Cuando llegué, el hedor a gasolina se había intensificado, pero ahora veía de dónde surgía. Cruz, familiar directo de uno de estudiantes desaparecidos llenaba, junto a otros camaradas, botellas de refresco con gasolina, colocaban azúcar en ellas y, empujaban la mecha sobre la boca del envase de vidrio. Tele, ajustaba la sintonía de la radiodifusora que se instalaba, mientras otros compañeros preparaban el material para brigadear las casillas de votación.
Nos reunimos los que estábamos y decidimos que la única actividad que se realizaría sería brigadear las casillas, hubo molestia en algunos compañeros, pero la decisión ya se había tomado.
Tele se acercó y me dijo:
–Tú le sabes a la radio, has sido locutor, éntrale.
Sin dudar, tomé el micrófono y lo acerqué a mi, y ese mismo discurso utilizado durante el perifoneo, dirigiendo la marcha, permeó la señal de radio que irradiaba la cañada que es Tlapa.
Poco a poco, el edificio se fue quedando vacío a consecuencia de cumplir con las comisiones encomendadas.
–Compa, vámonos, tenemos que dejar solo el edificio –le dije a Tele.
Me respondió que me adelantara, y así lo hice, me acompañé de Miguel y de Ail.
Salimos con prisa del edificio y decidimos respetar el acuerdo, resguardarnos. Abrimos las puertas del auto, un calor sofocante nos aguardaba en el interior, sin menoscabo, subimos. Ail lo encendió, se escuchaba acelerado, tal vez por la intensidad del calor; empezamos a bajar por las serpenteadas calles del Tepeyac, mientras nos preguntaba qué camino seguir. Decidimos cruzar Tlapa por debajo del puente, veníamos de norte a sur, pero al llegar justo al puente, observamos una columna de humo, de ese humo escandaloso, del que no da tiempo a sutilezas, que en cuanto lo miras, inmediatamente te preguntas qué pasó. Mientras nos acercamos más al puente, veíamos que ardía en llamas una camioneta, poco a poco se consumía. Conforme se apagaban las llamas, la gente se acercaba más a observar, no dejando hacer su trabajo plenamente a protección civil para mitigar el fuego.
Asombrados, continuamos nuestro andar sin voltear a ver.
–Van a culparnos –dijo Miguel.
El silencio se apoderó del interior del vehículo, Ail conducía sin gesto alguno, inmutada, con un pálido color en el rostro.
Llegamos hasta nuestro sitio, nos resguardamos; encendimos la televisión y nos mantuvimos atentos a las redes sociales. Eran ya las 3 de la tarde, cuando de repente, sonaron nuestros teléfonos, la voz quebrada por el coraje, no dejaba el mensaje claro, no terminábamos de entender qué había pasado. Colgué y me dirigí a Miguel:
–¿Qué habrá pasado?
De inmediato, tomé el teléfono y llamé a Ubaldo, un tono de ocupado me contestó, mientras los ojos grandes y asustados de Miguel me miraban, colgué nuevamente y vibró mi teléfono, Pacheco me marcaba, contesté, con el temor de escuchar lo que había sucedido.
–Tona, entraron a la CNTE, se llevaron a varios compañeros, fueron los federales.
Me explicaba, un poco aturdido, que la policía federal después del incidente de la camioneta en llamas sobre el puente, había entrado a nuestro edificio y se habían llevado a cinco compañeros, a quienes trasladaron de inmediato en helicóptero a la ciudad de Acapulco, amenazando con procesarlos de manera inmediata.
–Entre los cinco va Pablo –un compañero de la escuela, disidente desde hace mucho tiempo, desde su andar como normalista en Ayotzinapa. –Si puedes, vente al Tepeyac, la colonia está muy enojada, porque detuvieron a dos maestras que son de aquí, y han cercado a los federales. Se cortó la llamada, y no volvimos a hablar.
Miguel escuchó la conversación, pues el altavoz estaba encendido. Nos volteamos a mirar, asustados, asombrados, pero llenos de indignación y nos preguntamos:
–¿Vamos?
Tomamos nuestra mochilas y salimos a la calle nuevamente.
Salimos a la incesante resolana, los ojos se lastimaban con tanta claridad, coloqué mis lentes de sol y empezamos a avanzar, paso a paso. No alcanzábamos a dimensionar qué estaba pasando en el Tepeyac. Detuvimos un taxi para pedirle que nos llevará y por supuesto se negó; con el segundo intento tuvimos mayor fortuna, pero advirtió:
–Sólo los acercaré hasta donde pueda.
Asentimos con la cabeza. Llegamos hasta la primera barricada, ya la entrada a la colonia estaba cerrada por piedras, llantas, y resguardada por los vecinos. En cuanto quisimos cruzar la barricada fuimos increpados por los colonos; uno de ellos, alto, robusto, con una estrella tatuada en el hombro y con el rostro cubierto nos dijo:
–¿A dónde van, qué no ven que no hay paso?
Respondí que íbamos a ayudar, y que muchos maestros nos conocían. Llegó Toño y, con voz firme dijo:
–Déjalos pasar compa, son de la normal.
Tuvimos acceso, y de inmediato nos dirigimos a la iglesia, buscando al Delegado. Mientras subíamos por la calle empinada, el agua que escurría sobre el pavimento hacía mella en mis botas, bajé la mirada para revisarlas, y al levantarla, vi de frente a Yose.
–Padrino, ¿qué anda haciendo por acá?
La saludé, traté de hacerlo cordialmente, aunque la verdad no fue así, pues todo era confuso. Me detuve un par de minutos para platicar con ella y, de inmediato me ofreció su casa, me indicó dónde vivía, por si algo se ofrecía, agradecí el gesto, pues ello salvó mi integridad física a la postre.
Llegamos agitados a la iglesia. La primer imagen que recuerdo es la del delegado, tratando de contener a los vecinos de la colonia para que no ingresaran a linchar a los federales. En cuanto me miró, me gritó:
–Tona, ven, ayúdame a contenerlos.
Me acerqué, llegó Toño también, platicamos con los colonos, les explicamos que no podíamos tocarlos porque eran la moneda de cambio por nuestros cinco compañeros detenidos. Los ánimos se controlaron y Toño se encargaba ya de las barricadas.
–¿Ya los desarmaron? –le pregunté al delegado refiriéndome a los policías federales. Respondió de inmediato que sí.
Con esa respuesta a cuestas, entré a la iglesia, había dos compañeras ofreciéndoles agua a los policías, les pedí que salieran y que no les dieran nada. Al verlos de frente, logré contar 28 policías federales, y algunos de ellos aún con escudos y toletes.
Poco a poco caía la tarde, el número reducido de compañeros que tratábamos de dar orden a la situación se veía rebasado, puesto que la negociación y entrega de nuestros compañeros y vecinos retenidos la celebraba Tlachinollan, el Centro de Derechos Humanos de la Montaña del estado, y eso nos acortaba el tiempo de maniobra. Ya estimábamos que de caer la profunda noche, nos enfrentaríamos a un problema realmente serio, lo que así sucedió. Las noticias llegaban, las salidas del Tepeyac estaban ya cercadas por policías federales y militares que buscaban arribar a la iglesia, para rescatar a los "puercos" (policías) que tenía retenidos la colonia.
Eran aproximadamente ya las 9 de la noche, Pacheco me llamó para decirme que Abel Barrera, titular del Tlachinollan, estaba por lograr la liberación de los detenidos, pero que su regreso se realizaría vía terrestre, lo que al comunicarlo enardeció más a los colonos, pues se entendía una clara provocación. Se enfilaron al atrio y, pidieron se sacara a los federales. Nos opusimos, pues sabíamos que de ser así, se les lincharía y no habría oportunidad de intercambiarlos por nuestros compañeros.
Mientras discutíamos, la noche ya nos cubría, y los bloques de soldados y de policías federales nos rodeaban por los flancos y el frente, habían llegado hasta la puerta del atrio sobre el flanco derecho, y el frente, dejando solo el flanco izquierdo como válvula de escape. Tomamos piedras y las arrojamos contra los cascos, petos y escudos del equipo antimotines que portaban, poco a poco avanzaban sobre el atrio, retrocedíamos, y estábamos siendo rebasados; a un costado mío seguía Toño, que con voz fuerte, gritaba:
–¡Duro, compañeros!
Casi nos obligaron a salir del atrio, quedamos fuera de vista de la entrada de la iglesia, cuando de pronto escuché dos estruendos, como si retumbara el cielo, como si la tierra se rompiera, eran dos detonaciones de arma de fuego que había sido accionada desde el interior de la iglesia por un "puerco", nos arrojamos al piso, pero Toño ya no pudo, se tumbó por los impactos de bala recibidos, uno, el más profundo, sobre el costado de su pecho, que seguramente le perforó el corazón, asesinando así las ilusiones de ver un mundo mejor, de ser libre y ayudar a los que más lo necesitan; en esa detonación y, en ese impacto, fenecieron muchas ilusiones, pero nacieron mayores motivos para continuar en nuestra exigencia por los compañeros caídos y desaparecidos.
Prehistoria del puño
Poema
Enrique González Rojo
Ciudad de México
En un tiempo yo fui, lo que podría
llamarse una persona
decente.
Buena educación.
Eructos clandestinos.
Modales aprendidos con metrónomo.
Y un cajón rebosante de dieces en conducta.
Pero un día,
ante los golpes de culata,
las ráfagas de párpados vencidos,
el furor lacrimógeno,
me nació un inesperado
«hijos de puta».
Se trataba de mi primer arma,
de un odio que a dos pies
cargaba la sorpresa de su propio nacimiento.
A partir de entonces,
dentro de mi gramática iracunda,
dentro del diccionario en que mi cólera
se encontraba en un orden alfabético,
disparaba palabras corrosivas,
malignas expresiones que eran áspides
con la letra final emponzoñada.
Pero yo me encontraba insatisfecho.
Ningún hijo de puta
corría hacia su casa, ante mi grito,
para zurcir el sexo de su madre.
Mis alaridos eran inocentes,
inofensivos eran
como besos que Judas ofreciese
tan sólo a sus amantes.
Ante eso,
pasé de un insatisfecho «cabrones»
-pólvora humedecida por mi propia saliva
a una pequeña piedra,
el pedestal perfecto de mi furia,
la lápida mortuoria que encerraba
la pretensión guerrera de mi lengua.
Y ahora, en la guerrilla,
mientras limpio mi rifle.
recuerdo cuando yo era, camaradas,
lo que podría llamarse una persona
decente.
La lucha magisterial de luto
Crónica
Federico Herrera Carvajal
Chiapas
A la memoria del compañero David, hermano de nuestra lucha
Escribo lo siguiente con un profundo sentimiento de rabia e indignación porque lo que ocurrió hoy en Chiapas (8 de diciembre de 2013) pasa a formar parte de los crímenes de Estado que larga cuenta tienen en nuestra historia reciente. El escenario es el crucero que va a la escuela de protección civil en el municipio de Ocozocuautla a pocos kilómetros de Tuxtla Gutiérrez, la tarea del magisterio combativo era manifestar nuestro repudio a la aplicación de la evaluación que lacera nuestros derechos laborales (una evaluación bajo la tutela del acuartelamiento militar).
Las consignas en voz de varias decenas de miles de maestros resuenan al unísono y ante nuestro avance la primera lluvia de gases lacrimógenos comienza a caer sobre nosotros, nos replegamos unos metros por el ardor en los ojos y la asfixia pero avanzamos de nuevo, los minutos se convierten en horas, detrás de los contingentes de la policía federal se abren las enormes vallas metálicas y aparecen los "Rinos" escupiendo chorros potentes de agua en contra de muchos compañeros. De nuevo nos replegamos, pero ahora a una mayor distancia sin embargo a la distancia observamos a los caídos quienes fueron embestidos y uno de ellos yace sin movimiento, Las fuerzas represoras habían propiciado el asesinato vil de nuestro compañero por la soberbia de un Estado que a sangre y a fuego pretende imponer una reforma que viola nuestros derechos.
Creo que está de más enumerar las causas que nos trajeron aquí puesto que el magisterio a lo largo y ancho del país ha dejado clara nuestra postura ante las pretensiones del Estado-gobierno de despojarnos de nuestra seguridad laboral. Lo sucedido hoy traspasa los umbrales de la infamia, ni en Oaxaca ni en Guerrero observamos tanta saña por parte de las fuerzas represoras.
Un terrible sentimiento de tristeza nos inunda mientras la pertinaz llovizna nos moja, pareciera que la nublada mañana acompaña nuestro luto. Hoy alguien tuvo que dar la vida para demostrar lo justo de nuestra lucha y aquellas voces que nos critican tendrán que callar por respeto a la sombra de muerte que nos acompaña. Aquellos cómplices del charrismo sindical y el servilismo oficialista que se prestaron a la farsa de asistir a la aplicación de la evaluación(muy pocos) tendrán mucho que pensar y valorar si valió la pena traicionar a nuestro movimiento.
La tregua entre policías y maestros se prolonga hasta el levantamiento del cuerpo del caído que hoy es mártir, la mañana transcurre entre sobrevuelo de helicópteros militares y la zozobra de una próxima reyerta para la cual nos preparamos.
Después de 13 horas de estar en el sitio se anuncia nuestra retirada rumbo a Tuxtla, realizaremos una marcha del puente Mactumatza hacia el palacio de gobierno para exigir la libertad de algunos compañeros detenidos y rendir homenaje a la memoria de David a quien le acompañará el pensamiento de todos los que luchamos junto a ti este día.
Décimas de Nochixtlán
Frino
Coahuila
Para la gente de Asunción Nochixtlán, Nuanduco, que en mixe significa "lugar de la grana cochinilla":
Es cobarde quien ataca
a la sociedad civil,
no importa si es uno o mil
como sucedió en Oaxaca.
Se ha destapado la cloaca
de este gobierno asesino:
seis cruces en el camino
son el saldo del ultraje,
mi verso es un homenaje
para Anselmo Cruz Aquino.
Y otra vez el mismo cuento:
la violencia es su decálogo,
en vez de plantear un diálogo
prefieren el argumento
de la pólvora en el viento,
los heridos, los retenes,
y el olivo de tus sienes
se hace corona de espinas
¡Oh, Patria! cuando asesinas
a tu hijo Yalid Jiménez.
Sanabria Aguilar Andrés,
hoy paso lista en tu nombre
para que el suelo se alfombre
de flores bajo tus pies.
La tierra más fértil es,
tu sueño no está caduco:
orquídeas, lirios, bejuco,
girasoles y azucenas
renacerán de las venas
de los hijos de Nuanduco.
¡La historia sabrá quién fue!
¡Quien profanó su terruño!
Los nombres de Aurelio Nuño
de Chong y Gabino Cué
se condenarán porque
tienen manchadas las manos
con sangre de sus hermanos
y en el momento propicio
habrá de hacerles un juicio
todo el pueblo mexicano.
Me voy, no sé si regrese a casa, tal vez mañana…
Crónica
Rosa González Bautista
Oaxaca
Crónica
Rosa González Bautista
Oaxaca
La televisión anunciaba la captura de los líderes sindicales de la sección XXII de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación de Oaxaca, justo el fin de semana que ya íbamos a regresar a clases, después de casi un mes de paro de labores en protesta de la reforma educativa. Ante esta aprehensión de los líderes se intensificaron las protestas, se paralizó la autopista Oaxaca-México a la altura de Nochixtlán. Increíblemente empezaron a unirse los padres de familia de cerca y de lejos, llegaban a apoyar en los bloqueos y, en las noches, los comerciantes de Nochixtlán llegaban con café; durante el día, comités de padres de familia llevaban comida, el pueblo empezaba a unirse. Y la guerra psicológica comenzó por parte del gobierno. ¡Increíble!, hasta los padres de familia y las religiosas de la escuela privada “Concepcion Avendaño de Viazcán”, de Nochixtlán, a donde acuden los hijos de quienes mueven la economía de la región, nos llevaban de comer. ¿Otro 2006?, nos preguntábamos. El pueblo se empezaba a unir por voluntad propia; al sentir ese apoyo constatábamos que los maestros no estábamos equivocados en nuestra lucha, a pesar de la estigmatización de los medios de comunicación al servicio del Estado.
Una tarde fría vimos llegar a casi 800 padres de familia del distrito de Tlaxiaco, hombres, mujeres y algunos niños, pernoctaron con nosotros apoyando el bloqueo dispuestos a lo que fuera, por si había represión. Pasó lunes, martes, miércoles… cada vez más tensión, miedo e incertidumbre; sabíamos que en cualquier momento el gobierno le apostaría más a la represión que al diálogo. Uno de esos días del bloqueo llegó un convoy de militares y quisieron pasar, pero los padres y madres de familia los enfrentaron con palabras: “aquí no pasan, está cerrado”, “estamos reclamando al gobierno nuestros derechos, por una educación pública y gratuita”…
Llevábamos ya tres días de bloqueo total. Los choferes de autobuses, de carros de carga y particulares tuvieron que permanecer día y noche; compartíamos con ellos un poco de café y pan. Cada vez se unía más gente y junto con esa unidad se intensificaba el rumor de un desalojo. Llegó el fin de semana, que es cuando somos más vulnerables, puesto que el número de manifestantes se regresa a su lugar de origen a descansar un poco; los maestros van para ver a sus hijos, o para resolver algunas necesidades de la casa. Los 800 padres de fueron; llegó viernes y, por la noche, nada, todo tranquilo. Sábado, día y noche, nada de presencia de policías. ¡Ufff!, respiramos tranquilos, no hubo desalojo. Pero jamás imaginamos que el gobierno represor ya tenía su plan y justo el día domingo 19 de junio, como a las 7 de la mañana, cuando se realizaba el cambio de guardia llegaron en muchos autobuses y helicópteros la policía federal y la gendarmería a desalojar la carretera. Los compañeros eran pocos, por eso los policías bajaron luego de sus autobuses y, sin protocolos, llegaron golpeando. Los que pudieron corrieron el centro de la población, llegaron a la iglesia del pueblo en donde pidieron permiso al sacerdote, que en ese momento oficiaba una misa, para subir al campanario y tocar las campanas para llamar a la población a que apoyara. Ante el peligro la gente comenzó a bajar a la carretera.
Eran las siete y media de la mañana y los mensajes de ayuda empezaron a llegar en los celulares. Yo estaba en la casa, resolviendo unos asuntos del pueblo porque se acercaba la fiesta patronal y, como era agente municipal, nos correspondía organizar la fiesta. Cuando vi en mi celular “compañeros nos están desalojando”, me puse muy nerviosa. Sentí coraje y temor, porque ya sabemos cómo se vive una represión, ya pasé la represión del 2006 en la capital de Oaxaca. Tomé las llaves de mi carro y le dije a mi hija Arissa: “me voy, no sé si regrese al rato a la casa, o tal vez mañana, pero yo te hablo más tarde” (parecía que adivinaba lo que nos iba a pasar con mi hermano). Le expliqué: “entró la policía en Nochixtlán a desalojar el bloqueo”, porque nuestros hijos desde temprano edad van asimilando la idea de que nos vamos a las manifestaciones y los riesgos que esto conlleva.
Cuando llegué a Nochixtlán dejé estacionado mi carro a un costado de la terminal de autobuses y me fui caminando hacia la autopista. Eran como las ocho y media de la mañana; a esa hora ya había varios compañeros y compañeras golpeados y gaseados, un carro de pollos envuelto en llamas –los pollos se quemaban vivos–, bombas de gas lacrimógeno… Recibí una llamada de mi hermano Javier preguntando que en dónde estaba; le explique que ya estaba en Nochixtlán y lo que estaba pasando. Él me contestó: “ahorita voy para allá a buscarte”. Le pedí que no lo hiciera por el peligro y, además, él nunca ha participado en este tipo de movimientos. La situación estaba muy difícil, insistió en llegar. Colgué y empecé a buscar a mis compañeros de la delegación sindical de mi zona y de otras zonas y niveles educativos; la gente del pueblo, taxistas, los de Bienes Comunales y varios más que valientemente iban hasta enfrente y regresaban gaseados. La gente corría, llevaba agua, vinagre, limones, coca cola para amortiguar un poco los gases lacrimógenos; llevaban cobijas mojadas, sábanas, cobertores para contener la explosión de las bombas de gas. Fue cuando me di cuenta que mi hermano Javier ya estaba junto a mí; me fue a buscar. Hablamos de lo que estaba pasando y decidió ir hasta enfrente donde estaba el punto más fuerte del enfrentamiento; le sugerí no lo hiciera porque él no ha participado en esto, no sabe lo que significa y el riesgo. Aún así decidió ir. Yo me quedé con mis compañeros; algunos nos animaban a avanzar para replegar a los policías. Cuando empezamos a hacerlo se escucharon las denotaciones, que no eran parecidas a las de los cohetones. Gritaron: “¡Compañeros, están disparando balas!, ¡tírense al suelo!”
Nos dejamos caer, no sabíamos de dónde venían las balas; si venían de enfrente, de atrás o del panteón. En ese momento mi hermano regresó de donde estaba el enfrentamiento y me informó que mi hermano mayor, que se llama Enrique, andaba ahí apoyando a los maestros; que le dijo que se regresara y no lo quiso hacer. Otra ráfaga de balas, nuevamente “¡compañeros, al suelo!” Mi hermano, todos los que estábamos cerca de un comedor de madera nos dejamos caer. Gritos, angustia… Algunos compañeros señalaban los hoteles “Juquila”, “Merli”, “Fandangos” que están junto a la carretera, “¡de ahí están disparando, compañeros!” Y justo enfrente, en la carretera, cayó herido de bala un joven y empezaron los gritos: “¡Aquí compañeros, aquí un herido!… ¡rápido, un taxi!”
Los taxis que se solidarizaron; iban y venían llevando heridos, uno tras otro. Empezamos a llorar cuando dijeron: “Compañeros, ya están cayendo, los están matando… Por favor, repliéguense”. La gente ya no escuchaba, ya estaba enardecida, más balas. Nos metimos atrás del restaurante pero con miedo no sabíamos si atrás también nos dispararían. Un grupo de mujeres decía: “No se vale que el presidente Daniel Cuevas, el Presidente Municipal del PRI, no haya defendido a su pueblo. ¡Vamos a quemar el palacio municipal!” Y nos llamaban, “¡vamos maestras!” Se fueron al centro de la población.
En la confusión, cuando nos tirábamos al suelo, me acordé de Rigoberto González Nicolás; él y otros maestros de la Ciudad de México conocen medios de comunicación para que difundieran lo que estaba pasando. No contestó. Le marqué a Roberto Pulido, me contestó y rápidamente le expliqué lo que estaba pasando y que llamara a medios de comunicación; me dijo que iba a ver esa posibilidad. Mi teléfono se empezó a descargar, las llamadas no entraban la señal era lenta… No sé quién me prestó un machete y corté los hilos de un anuncio que nos estorbaba cuando nos tirábamos al suelo. La carretera quedó semi-desierta, todos nos resguardamos en las orillas; las balas seguían pasando.
Empezaron a llegar las ambulancias de los pueblos vecinos; no eran suficientes. “¡Heridos, aquí hay un herido!”, gritaban los compañeros. Las ambulancias prendieron sus sirenas, iban y venían entre los disparos y se llevaban a los heridos de balas, de cohetones, de gases lacrimógenos. Las balas empezaron a incrustarse en el hombro, la clavícula, la pierna, el tobillo, el peroné, el estómago, en la cabeza, en la espalda, en las pompas, en los muslos, en la rodilla, y en el corazón de los que cayeron muertos. En el lugar, miedo, gritos, angustia, llantos… yo recordé lo que he leído en la Noche de Tlateloloco de Elena Poniatowska; era la misma estrategia pero en pequeño: los francotiradores estaban en la azotea de los hoteles cercanos a la carretera, desde las barrancas, desde el interior del panteón. Creí que ahí íbamos a quedar todos muertos. Ahora que lo recuerdo, me da miedo; de verdad, pensando en que una bala pudo acabar con nuestra vida.
Algunos compañeros se dedicaron a recabar dinero para ir a comprar cohetes, todos los que pudieran encontrar para poder replegar a los policías. ¡Imposible! Las balas eran más poderosas. Mi hermano Javier nuevamente fue a buscar a mi hermano Enrique porque le llamaba por teléfono y ya no contestaba; eran como a las doce y media del día. Regresó y me dijo que mi hermano ya no estaba, no lo vio para nada. Nos preocupamos.
Otra lluvia de balas, nuevamente “¡al suelo!” En ese momento una bomba de gas lacrimógeno cayó justo en la espalda de una compañera maestra. Corrimos y, rápidamente, los compañeros taparon la bomba con cobijas mojadas para que no explotara, pero aun así los gases nos lastimaron los ojos, la cara… En ese momento empezaron a llegar en apoyo más pueblos desde Tlaxiaco, Huajuapan, Tamazulapan, Teposcolula, El Fortín, San Miguel Chicahua, Santa María Apasco, La Colonia Chindúa, Magdalena Zahuatlán, Tilantongo, Yanhuitlán, Sinaxtla, Sayultepec, Amatlán, entre otros pueblos. Empezaron a replegar a la policía con piedrazos y cohetones.
Llegaron otros helicópteros. Un dron sobrevoló todo el tiempo que duró la represión y empezó otra lluvia de bombas de gas lacrimógeno, pero al ver el número de personas la policía empezó a replegarse para alcanzar sus autobuses. Empezaron a gritar que avanzáramos hacia ellos, y avanzamos… Otra lluvia de balas, más heridos y muertos. Un señor con la bandera de México iba hasta enfrente. Los policías decidieron retirarse y en la autopista hubo otro enfrentamiento; en ese momento, cerca del puente, alguien me dice que fuera al hospital porque ahí estaba mi hermano herido. Me sentí muy mal, pensé lo peor, con tantas balas… ¡imagínense!
Dejé a mis compañeros, le pedí a una compañera una pila de emergencia, pues mi teléfono ya estaba descargado, y justo cuando iba doblando la esquina para el hospital, otros balazos. Un maestro y yo nos agachamos y nos protegimos atrás de un tráiler ya quemado. Agachada subí la calle hasta llegar cerca del hospital y ahí, en la puerta, ya estaba una lista de heridos. Busqué rápidamente y, efectivamente, estaba el nombre de mi hermano. No sé por qué, pero en ese momento no lloré; mi temor era que ya no estuviera con vida.
Entré y busqué a mi hermano entre los heridos; había muchos tirados en el suelo sobre puertas de madera, sobre colchonetas, en sillas, en camillas… Las enfermeras y doctores estaban nerviosos, ya no había medicamentos. Ahí, en un rincón, estaba mi hermano con la cabeza hinchadísima y la cara irreconocible. Me hinqué junto a él y le pregunté que le había pasado; “me golpearon los policías”. Apenas hablaba.
Me reporté con los doctores, que yo era su familiar por cualquier situación que se presentara. Nos dijeron que lo teníamos que trasladar a otro hospital, por la gravedad de los golpes. Le llamé por teléfono a mi hermano Javier para decirle que nuestro hermano Enrique estaba herido; fue buscarme y le dije que fuera a traer la ambulancia del municipio en donde era regidor de Educación y Salud, para trasladarlo. Nos enviaron a Huajuapan de León; nos acompañaron unos médicos voluntarios de la sierra de Oaxaca. Estábamos sin dinero porque jamás imaginábamos que nos iba a pasar esta situación. Nos fuimos y las carreteras ya estaban bloqueadas en todos los pueblos donde pasábamos. Llegamos a Huajuapan y ahí ya estaban los maestros esperándonos; nos ofrecieron ayuda, estuvieron vigilando por si llegaban los policías a intentaban llevarse a los heridos o interrogarlos.
Hasta ese momento recordé que ni siquiera habíamos comido en todo el día. Entonces decidimos avisarle a mi mamá de lo que había pasado, pensando en que podría ponerse mal porque ella es de la tercera edad, y además es muy nerviosa. Aguantando el dolor y la tristeza le tuve que dar la mala noticia; ella lloraba sin control y me dijo: “Dime la verdad, ¿tu hermano vive o ya está muerto?” Se me hizo un nudo en la garganta; aguantándome para no llorar tuve que ser fuerte para explicarle lo que había pasado.
Mi hermano Javier se regresó a Nochixtlán a dejar a los doctores que nos habían apoyado en el traslado, y yo me quedé con mi hermano herido. Fue entonces que no pude contener el llanto, el coraje, la impotencia, el dolor no sólo por mi hermano, sino por todos quienes estuvimos en el enfrentamiento; por los jóvenes que murieron… Eran las doce de la noche y no dejaba de sonar mi teléfono; familiares, conocidos, compañeros que se habían enterado por el Facebook me llamaban para darme palabras de consuelo. Después de tres días regresé a Nochixtlán; un escalofrío recorrió mi cuerpo: el Palacio Municipal, el hotel Juquila, el destacamento de la PFP y el rancho de los Hermanos Cuevas, políticos del PRI, quemados. No soporté, una tristeza enorme me invadió; me regresé a la casa a ver a mis padres, mientras mi hermano se quedó hospitalizado en Huajuapan de León. A partir de ese día hemos iniciado un viacrucis con nuestras víctimas por su salud, la reparación de daños y la justicia, que sabemos llegará cuando al estado mexicano se le dé la gana.
Ahora, después de siete meses, escribo estas palabras cargadas de dolor, de indignación, ¿hasta cuándo? Vivo para contar esta historia, pero desgraciadamente los jóvenes tiñeron de rojo la carretera, quedaron inertes, ofrendaron su vida por un poco de justicia y de libertad para nuestra patria. ¿Y las viudas?, ¿y huérfanos?, ¿y las madres desoladas sin sus hijos que claman justicia?
Nochixtlán quedó herido, la maldita ambición por el dinero y poder. ¿Hasta cuándo van a seguir matando inocentes? Y nosotros, ¿hasta cuándo vamos a seguir permitiéndolo? En otros lugares de nuestro país imperan la corrupción, el crimen organizado, las mafias en el poder, la sumisión de los gobiernos ante los poderes económicos del mundo y del país en su máximo nivel. ¿Valdrá la pena la sangre de los caídos ante tanta corrupción cínica?
Aún se nos hace un nudo en la garganta cuando recordamos este fatídico día, jamás lo olvidaremos. La sangre de los caídos salpicará a los responsables de esta masacre hasta el día de su muerte.
Carta a un compañero caído
Para Diego, que se nos adelantó a tomar el cielo
Anónimo
Nos conocimos poco, las palabras no fueron necesarias, bastó encontrarnos entre el humo del gas lacrimógeno y balas de goma, para hacernos hermanos, para hacernos camaradas.
Duele tu partida, molesta que te hayas adelantado a tomar el cielo.
Tu mirada reflejaba la visión de transformar el mundo y te abalanzabas cual corcel iracundo a desafiar al tirano.
Ahora tus pasos marcharán a nuestro lado, tu voz se escuchará en las consignas y tu bandera la empuñaremos todos.
Ahora eres una pinta en el cielo; descansa el vuelo hermano.
Muchos dirán: ¡Que Dios te bendiga Diego!
Yo te digo: ¡Hasta la Victoria Siempre, Diego!
Una tarde fría vimos llegar a casi 800 padres de familia del distrito de Tlaxiaco, hombres, mujeres y algunos niños, pernoctaron con nosotros apoyando el bloqueo dispuestos a lo que fuera, por si había represión. Pasó lunes, martes, miércoles… cada vez más tensión, miedo e incertidumbre; sabíamos que en cualquier momento el gobierno le apostaría más a la represión que al diálogo. Uno de esos días del bloqueo llegó un convoy de militares y quisieron pasar, pero los padres y madres de familia los enfrentaron con palabras: “aquí no pasan, está cerrado”, “estamos reclamando al gobierno nuestros derechos, por una educación pública y gratuita”…
Llevábamos ya tres días de bloqueo total. Los choferes de autobuses, de carros de carga y particulares tuvieron que permanecer día y noche; compartíamos con ellos un poco de café y pan. Cada vez se unía más gente y junto con esa unidad se intensificaba el rumor de un desalojo. Llegó el fin de semana, que es cuando somos más vulnerables, puesto que el número de manifestantes se regresa a su lugar de origen a descansar un poco; los maestros van para ver a sus hijos, o para resolver algunas necesidades de la casa. Los 800 padres de fueron; llegó viernes y, por la noche, nada, todo tranquilo. Sábado, día y noche, nada de presencia de policías. ¡Ufff!, respiramos tranquilos, no hubo desalojo. Pero jamás imaginamos que el gobierno represor ya tenía su plan y justo el día domingo 19 de junio, como a las 7 de la mañana, cuando se realizaba el cambio de guardia llegaron en muchos autobuses y helicópteros la policía federal y la gendarmería a desalojar la carretera. Los compañeros eran pocos, por eso los policías bajaron luego de sus autobuses y, sin protocolos, llegaron golpeando. Los que pudieron corrieron el centro de la población, llegaron a la iglesia del pueblo en donde pidieron permiso al sacerdote, que en ese momento oficiaba una misa, para subir al campanario y tocar las campanas para llamar a la población a que apoyara. Ante el peligro la gente comenzó a bajar a la carretera.
Eran las siete y media de la mañana y los mensajes de ayuda empezaron a llegar en los celulares. Yo estaba en la casa, resolviendo unos asuntos del pueblo porque se acercaba la fiesta patronal y, como era agente municipal, nos correspondía organizar la fiesta. Cuando vi en mi celular “compañeros nos están desalojando”, me puse muy nerviosa. Sentí coraje y temor, porque ya sabemos cómo se vive una represión, ya pasé la represión del 2006 en la capital de Oaxaca. Tomé las llaves de mi carro y le dije a mi hija Arissa: “me voy, no sé si regrese al rato a la casa, o tal vez mañana, pero yo te hablo más tarde” (parecía que adivinaba lo que nos iba a pasar con mi hermano). Le expliqué: “entró la policía en Nochixtlán a desalojar el bloqueo”, porque nuestros hijos desde temprano edad van asimilando la idea de que nos vamos a las manifestaciones y los riesgos que esto conlleva.
Cuando llegué a Nochixtlán dejé estacionado mi carro a un costado de la terminal de autobuses y me fui caminando hacia la autopista. Eran como las ocho y media de la mañana; a esa hora ya había varios compañeros y compañeras golpeados y gaseados, un carro de pollos envuelto en llamas –los pollos se quemaban vivos–, bombas de gas lacrimógeno… Recibí una llamada de mi hermano Javier preguntando que en dónde estaba; le explique que ya estaba en Nochixtlán y lo que estaba pasando. Él me contestó: “ahorita voy para allá a buscarte”. Le pedí que no lo hiciera por el peligro y, además, él nunca ha participado en este tipo de movimientos. La situación estaba muy difícil, insistió en llegar. Colgué y empecé a buscar a mis compañeros de la delegación sindical de mi zona y de otras zonas y niveles educativos; la gente del pueblo, taxistas, los de Bienes Comunales y varios más que valientemente iban hasta enfrente y regresaban gaseados. La gente corría, llevaba agua, vinagre, limones, coca cola para amortiguar un poco los gases lacrimógenos; llevaban cobijas mojadas, sábanas, cobertores para contener la explosión de las bombas de gas. Fue cuando me di cuenta que mi hermano Javier ya estaba junto a mí; me fue a buscar. Hablamos de lo que estaba pasando y decidió ir hasta enfrente donde estaba el punto más fuerte del enfrentamiento; le sugerí no lo hiciera porque él no ha participado en esto, no sabe lo que significa y el riesgo. Aún así decidió ir. Yo me quedé con mis compañeros; algunos nos animaban a avanzar para replegar a los policías. Cuando empezamos a hacerlo se escucharon las denotaciones, que no eran parecidas a las de los cohetones. Gritaron: “¡Compañeros, están disparando balas!, ¡tírense al suelo!”
Nos dejamos caer, no sabíamos de dónde venían las balas; si venían de enfrente, de atrás o del panteón. En ese momento mi hermano regresó de donde estaba el enfrentamiento y me informó que mi hermano mayor, que se llama Enrique, andaba ahí apoyando a los maestros; que le dijo que se regresara y no lo quiso hacer. Otra ráfaga de balas, nuevamente “¡compañeros, al suelo!” Mi hermano, todos los que estábamos cerca de un comedor de madera nos dejamos caer. Gritos, angustia… Algunos compañeros señalaban los hoteles “Juquila”, “Merli”, “Fandangos” que están junto a la carretera, “¡de ahí están disparando, compañeros!” Y justo enfrente, en la carretera, cayó herido de bala un joven y empezaron los gritos: “¡Aquí compañeros, aquí un herido!… ¡rápido, un taxi!”
Los taxis que se solidarizaron; iban y venían llevando heridos, uno tras otro. Empezamos a llorar cuando dijeron: “Compañeros, ya están cayendo, los están matando… Por favor, repliéguense”. La gente ya no escuchaba, ya estaba enardecida, más balas. Nos metimos atrás del restaurante pero con miedo no sabíamos si atrás también nos dispararían. Un grupo de mujeres decía: “No se vale que el presidente Daniel Cuevas, el Presidente Municipal del PRI, no haya defendido a su pueblo. ¡Vamos a quemar el palacio municipal!” Y nos llamaban, “¡vamos maestras!” Se fueron al centro de la población.
En la confusión, cuando nos tirábamos al suelo, me acordé de Rigoberto González Nicolás; él y otros maestros de la Ciudad de México conocen medios de comunicación para que difundieran lo que estaba pasando. No contestó. Le marqué a Roberto Pulido, me contestó y rápidamente le expliqué lo que estaba pasando y que llamara a medios de comunicación; me dijo que iba a ver esa posibilidad. Mi teléfono se empezó a descargar, las llamadas no entraban la señal era lenta… No sé quién me prestó un machete y corté los hilos de un anuncio que nos estorbaba cuando nos tirábamos al suelo. La carretera quedó semi-desierta, todos nos resguardamos en las orillas; las balas seguían pasando.
Empezaron a llegar las ambulancias de los pueblos vecinos; no eran suficientes. “¡Heridos, aquí hay un herido!”, gritaban los compañeros. Las ambulancias prendieron sus sirenas, iban y venían entre los disparos y se llevaban a los heridos de balas, de cohetones, de gases lacrimógenos. Las balas empezaron a incrustarse en el hombro, la clavícula, la pierna, el tobillo, el peroné, el estómago, en la cabeza, en la espalda, en las pompas, en los muslos, en la rodilla, y en el corazón de los que cayeron muertos. En el lugar, miedo, gritos, angustia, llantos… yo recordé lo que he leído en la Noche de Tlateloloco de Elena Poniatowska; era la misma estrategia pero en pequeño: los francotiradores estaban en la azotea de los hoteles cercanos a la carretera, desde las barrancas, desde el interior del panteón. Creí que ahí íbamos a quedar todos muertos. Ahora que lo recuerdo, me da miedo; de verdad, pensando en que una bala pudo acabar con nuestra vida.
Algunos compañeros se dedicaron a recabar dinero para ir a comprar cohetes, todos los que pudieran encontrar para poder replegar a los policías. ¡Imposible! Las balas eran más poderosas. Mi hermano Javier nuevamente fue a buscar a mi hermano Enrique porque le llamaba por teléfono y ya no contestaba; eran como a las doce y media del día. Regresó y me dijo que mi hermano ya no estaba, no lo vio para nada. Nos preocupamos.
Otra lluvia de balas, nuevamente “¡al suelo!” En ese momento una bomba de gas lacrimógeno cayó justo en la espalda de una compañera maestra. Corrimos y, rápidamente, los compañeros taparon la bomba con cobijas mojadas para que no explotara, pero aun así los gases nos lastimaron los ojos, la cara… En ese momento empezaron a llegar en apoyo más pueblos desde Tlaxiaco, Huajuapan, Tamazulapan, Teposcolula, El Fortín, San Miguel Chicahua, Santa María Apasco, La Colonia Chindúa, Magdalena Zahuatlán, Tilantongo, Yanhuitlán, Sinaxtla, Sayultepec, Amatlán, entre otros pueblos. Empezaron a replegar a la policía con piedrazos y cohetones.
Llegaron otros helicópteros. Un dron sobrevoló todo el tiempo que duró la represión y empezó otra lluvia de bombas de gas lacrimógeno, pero al ver el número de personas la policía empezó a replegarse para alcanzar sus autobuses. Empezaron a gritar que avanzáramos hacia ellos, y avanzamos… Otra lluvia de balas, más heridos y muertos. Un señor con la bandera de México iba hasta enfrente. Los policías decidieron retirarse y en la autopista hubo otro enfrentamiento; en ese momento, cerca del puente, alguien me dice que fuera al hospital porque ahí estaba mi hermano herido. Me sentí muy mal, pensé lo peor, con tantas balas… ¡imagínense!
Dejé a mis compañeros, le pedí a una compañera una pila de emergencia, pues mi teléfono ya estaba descargado, y justo cuando iba doblando la esquina para el hospital, otros balazos. Un maestro y yo nos agachamos y nos protegimos atrás de un tráiler ya quemado. Agachada subí la calle hasta llegar cerca del hospital y ahí, en la puerta, ya estaba una lista de heridos. Busqué rápidamente y, efectivamente, estaba el nombre de mi hermano. No sé por qué, pero en ese momento no lloré; mi temor era que ya no estuviera con vida.
Entré y busqué a mi hermano entre los heridos; había muchos tirados en el suelo sobre puertas de madera, sobre colchonetas, en sillas, en camillas… Las enfermeras y doctores estaban nerviosos, ya no había medicamentos. Ahí, en un rincón, estaba mi hermano con la cabeza hinchadísima y la cara irreconocible. Me hinqué junto a él y le pregunté que le había pasado; “me golpearon los policías”. Apenas hablaba.
Me reporté con los doctores, que yo era su familiar por cualquier situación que se presentara. Nos dijeron que lo teníamos que trasladar a otro hospital, por la gravedad de los golpes. Le llamé por teléfono a mi hermano Javier para decirle que nuestro hermano Enrique estaba herido; fue buscarme y le dije que fuera a traer la ambulancia del municipio en donde era regidor de Educación y Salud, para trasladarlo. Nos enviaron a Huajuapan de León; nos acompañaron unos médicos voluntarios de la sierra de Oaxaca. Estábamos sin dinero porque jamás imaginábamos que nos iba a pasar esta situación. Nos fuimos y las carreteras ya estaban bloqueadas en todos los pueblos donde pasábamos. Llegamos a Huajuapan y ahí ya estaban los maestros esperándonos; nos ofrecieron ayuda, estuvieron vigilando por si llegaban los policías a intentaban llevarse a los heridos o interrogarlos.
Hasta ese momento recordé que ni siquiera habíamos comido en todo el día. Entonces decidimos avisarle a mi mamá de lo que había pasado, pensando en que podría ponerse mal porque ella es de la tercera edad, y además es muy nerviosa. Aguantando el dolor y la tristeza le tuve que dar la mala noticia; ella lloraba sin control y me dijo: “Dime la verdad, ¿tu hermano vive o ya está muerto?” Se me hizo un nudo en la garganta; aguantándome para no llorar tuve que ser fuerte para explicarle lo que había pasado.
Mi hermano Javier se regresó a Nochixtlán a dejar a los doctores que nos habían apoyado en el traslado, y yo me quedé con mi hermano herido. Fue entonces que no pude contener el llanto, el coraje, la impotencia, el dolor no sólo por mi hermano, sino por todos quienes estuvimos en el enfrentamiento; por los jóvenes que murieron… Eran las doce de la noche y no dejaba de sonar mi teléfono; familiares, conocidos, compañeros que se habían enterado por el Facebook me llamaban para darme palabras de consuelo. Después de tres días regresé a Nochixtlán; un escalofrío recorrió mi cuerpo: el Palacio Municipal, el hotel Juquila, el destacamento de la PFP y el rancho de los Hermanos Cuevas, políticos del PRI, quemados. No soporté, una tristeza enorme me invadió; me regresé a la casa a ver a mis padres, mientras mi hermano se quedó hospitalizado en Huajuapan de León. A partir de ese día hemos iniciado un viacrucis con nuestras víctimas por su salud, la reparación de daños y la justicia, que sabemos llegará cuando al estado mexicano se le dé la gana.
Ahora, después de siete meses, escribo estas palabras cargadas de dolor, de indignación, ¿hasta cuándo? Vivo para contar esta historia, pero desgraciadamente los jóvenes tiñeron de rojo la carretera, quedaron inertes, ofrendaron su vida por un poco de justicia y de libertad para nuestra patria. ¿Y las viudas?, ¿y huérfanos?, ¿y las madres desoladas sin sus hijos que claman justicia?
Nochixtlán quedó herido, la maldita ambición por el dinero y poder. ¿Hasta cuándo van a seguir matando inocentes? Y nosotros, ¿hasta cuándo vamos a seguir permitiéndolo? En otros lugares de nuestro país imperan la corrupción, el crimen organizado, las mafias en el poder, la sumisión de los gobiernos ante los poderes económicos del mundo y del país en su máximo nivel. ¿Valdrá la pena la sangre de los caídos ante tanta corrupción cínica?
Aún se nos hace un nudo en la garganta cuando recordamos este fatídico día, jamás lo olvidaremos. La sangre de los caídos salpicará a los responsables de esta masacre hasta el día de su muerte.
Carta a un compañero caído
Para Diego, que se nos adelantó a tomar el cielo
Anónimo
Nos conocimos poco, las palabras no fueron necesarias, bastó encontrarnos entre el humo del gas lacrimógeno y balas de goma, para hacernos hermanos, para hacernos camaradas.
Duele tu partida, molesta que te hayas adelantado a tomar el cielo.
Tu mirada reflejaba la visión de transformar el mundo y te abalanzabas cual corcel iracundo a desafiar al tirano.
Ahora tus pasos marcharán a nuestro lado, tu voz se escuchará en las consignas y tu bandera la empuñaremos todos.
Ahora eres una pinta en el cielo; descansa el vuelo hermano.
Muchos dirán: ¡Que Dios te bendiga Diego!
Yo te digo: ¡Hasta la Victoria Siempre, Diego!
A manera de informe
Vicenta Guerra
Oaxaca
“No lloro porque me deje el marido,
lloro porque se me queme el arroz”
Bella dama sin piedad
Rosario Castellanos.
Quienes afirman que las mujeres sólo servimos para el metate y pal’ petate se equivocan total y absolutamente… Eso lo recontra afirmamos las mujeres que en esta ocasión nos organizamos para cocinar para nuestros compañeros activos, movilizados en los distintos frentes de lucha… Pero de que en la cocina la hacemos más que ellos no hay duda; sólo que hay que reconocerles que sin ellos (los hombres) no la haríamos: que bajen la olla, que vayan al mercado, que córrele por otro aceite, que les toca repartir el agua y bueno, un sin fin de ve, corre y hazlo…
No crean que todas las que participamos para cocinar teníamos experiencia para la elaboración de grandes cantidades de sopa caldosa o de arroz. Y menos para la hechura de las lentejas, y qué decir de los frijoles revolucionarios (para no decir charros). O de los chiles en rajas con ajos y cebollas, que se volvieron la especialidad de Luz del Carmen. Qué decir de las lloradas de Celia al rebanar las cebollas, o de los pleitos de Vicenta de que no le echaran ojo al arroz para que no fuera a perderse el cocimiento de tan sagrados alimentos…
Sin que parezca presunción podemos decirles que mitigamos el hambre y la sed de innumerables compañeros que en los distintos momentos y frentes de lucha se encontraban movilizados. Tal vez coincidimos con nuestros hijos y con los suyos, tal vez no; lo que sí sabemos es que todos los movilizados en este gran movimiento magisterial y popular son nuestros hermanos de lucha, que todo aquel que se acercó a pedir un plato de comida y un vaso con agua sabía que llevaba condensado aparte del pollo (por lo poquito), el cariño y la conciencia de los jubilados, de todos aquellos que desprendiéndose de un poquito se transformó en un torrente de agradecimientos como: “gracias, estuvo muy sabroso”, “gracias, que Dios les dé más…” y así, expresiones de agradecimiento.
Compañeros y compañeras jubilados… son muchos nombres de mujeres y hombres de este glorioso Sector Número1 que unimos dinero, víveres, esfuerzos y camionetas para participar en esta noble labor. Para evitar que alguien nos falte obviamos los nombres, pero nuestro más sincero reconocimiento a todos y todas los participantes y los invitamos para seguir impulsando la lucha magisterial y popular…
¡¡¡ VIVA LA LUCHA MAGISTERIAL Y POPULAR!!!
¡¡¡ PRESOS POLITICOS LIBERTAD!!!
¡¡¡ LOS JUBILADOS PRESENTES EN LA LUCHA DE LA CNTE!!!
Tres décimas mortuorias contra la reforma educativa
Marco Tulio Lailson
Ciudad de México
II
En sarcófago profundo
la reforma ahora yace,
con sus despojos complace
a los gusanos inmundos.
Pertenece al otro mundo
donde ya no causa daño,
porque los muertos de antaño
enseñan a los menores
que calidad es amores
y no cifras con engaño.
III
Llora Nuño, llora Peña,
la señora Marinela
gime como Magdalena,
Claudito equis se desgreña;
la reforma que no enseña
y quiso privatizar
la educación popular,
se encuentra en el camposanto
por la lucha sin quebranto
del magisterio ejemplar.
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