viernes, 28 de diciembre de 2018

Escribir por encima*

Eusebio Ruvalcaba nunca tuvo un título porque dejó trunca su carrera de historia. Sin embargo fue un reconocido MAESTRO. Esta palabra se le concede a la persona que demuestra un mérito relevante o que enseña una ciencia, arte u oficio. Eusebio fue, sin duda, un maestro, pero de varias disciplinas, artes y oficios.
Maestro del periodismo porque en sus columnas o colaboraciones para El Financiero, Vértigo, Siempre, Molino de Letras, Casa del tiempo o La mosca en la pared, entre otras publicaciones, demostraba siempre un dominio singular sobre el lenguaje, además de una erudición sobre los temas que abordaba. Esta doble condición de sus textos nunca lo volvió un escritor para especialistas, sino que el tono cordial y el sentido del humor a toda prueba lo volvieron interlocutor de jóvenes y adultos que sentían traslucir en sus palabras la verdad de lo que pensaban. Si a esto se añade un rasgo de provocación y cierta dosis de inconoclasia, se obtiene como resultado el que los lectores identificaran a Ruvalcaba como un cómplice de sus afanes más oscuros. De esta manera se entiende la oleada de simpatías y el consiguiente escándalo que ensayos de su autoría, como “Chavos, fajen, no estudien” suscitó entre sus seguidores y detractores.
 
Las columnas de Eusebio son de colección. “Erika”, “Con los oídos abiertos”, “Memorias de un becario”, etc., no solamente hablan por y con las palabras del lector sino que se convierten en una fuente de instrucción sobre la cultura y el arte. En particular, ofrecen un aporte muy valioso a la difusión de la música. Tal vez Eusebio sea uno de los escritores mexicanos que más sabe de música, conoce como muy pocos el repertorio de los grandes clásicos, los traduce a la escala de las emociones y los sentimientos humanos. En sus columnas se disfruta la compañía de Mozart como la de un viejo amigo de la infancia, se retrata a Bethoveen como a un portento de la naturaleza y se escucha a Brahms como a un atisbo del purgatorio o de la mismísima gloria.

Otra vertiente de su periodismo puede constatarse en las reseñas, comentarios y noticias acerca de escritores y libros. Eusebio habla de autores reconocidos, con los que incluso es exigente ―recuerdo cómo le corrige la plana a una antología de cuento de Tito Monterroso, o cómo se expresa con sarcasmo de los autores consagrados por las ventas―, pero presenta, valora y alienta los libros de escritores nuevos o desconocidos; se dedica, como él mismo señala, a “leer a quien nadie lee, de ponderar a quien nadie pondera, de descubrir la belleza donde permanece oculta para los comerciantes de la literatura”. Como no le parecen suficientes los espacios para realizar esta tarea, inventa otras columnas “La furia del pez” en El Financiero y “Las garlopas” en Molino de Letras, para dar a conocer a quienes casi nadie toma en cuenta. Somos decenas los autores que le agradecemos este gesto de enorme generosidad.


Eusebio también ejerció el magisterio de la literatura, en la enseñanza académica o en la formación de talleres de creación. Practicó la docencia en universidades como la Iberoamericana o la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, pero a la par ―y con auspicio de instituciones o sin éste― fundó, promovió y mantuvo talleres de creación literaria y de apreciación musical, lo mismo en Tlalpan que en el Casetón de Neza, en la Fonoteca Nacional que en el Reclusorio Norte. Incluso los hizo en su casa para el puro solaz y esparcimiento de sus cuates. Comenta Xavier Quirarte: “En su departamento en la colonia Roma organizaba las sesiones “Amigos casi solo de Brahms”, donde la música se escuchaba con reverencia y luego se comentaba al calor de unos tragos.”

Sus talleres son un espacio para el conocimiento de la literatura y de la música, así como para el cultivo de la amistad. Una especie de escuela multigrado, en la que el maestro atiende a estudiantes de distintos niveles con paciencia y sapiencia. No es el maestro que dicta desde la nube del Olimpo, sino alguien que, como ocurre con su literatura, busca siempre puntos de identificación con ellos y los hace sentir únicos en la expresión que van afinando.


Tampoco es el ego creador que impone su tendencia de escritura, es natural y deja que sus alumnos lo sean. Al taller asisten lo mismo poetas que intentan el soneto que cuentistas de barrio o cronistas de la invasión zombi a la Ciudad de México. En todos descubre la chispa literaria y les hace observaciones que mejoran el texto pero respetan el estilo. Anima a quienes no saben cómo amigarse con las palabras y les baja los humos a quienes empiezan a volar muy alto porque ganaron algún premio. A los que llegan por primera vez les da la bienvenida con un vaso de vino. No les cobra a quienes no cuentan con recursos. A los que le caen en gracia y a los que llevan más tiempo los invita a comer. Apoya en la publicación de sus libros y también menciona a sus alumnos en entrevistas y los recomienda en editoriales. 


En sus talleres desarrolla métodos de enseñanza que luego ha de plasmar en libros como Primero la A (Palabra y realidad del magisterio, 2004), en el que hay ensayos probados para las clases de redacción. O los 52 tips para escribir claro y entendible (Lectorum, 2011); En ellos se aborda desde el trabajo elemental con la sintaxis, la puntuación y el uso de los acentos; hasta los misterios de la novela y el corazón del estilo.
 

Ruvalcaba es el mentor que inculca en los aprendices que el oficio de escritor requiere de una disciplina excepcional, pero también de una sencillez que lo pone en comunión con cualquier hombre. El preciso lector que desentraña el andamiaje técnico que hay en novelas, ensayos y sonetos; pero también en el equilibrio etéreo de la poesía, que de acuerdo con sus palabras significa “leer con el corazón y el pensamiento”.
 

Es una persona libre que publica donde quiere, sin encadenarse a los requerimientos de las grandes editoriales y, en ocasiones, llega a aceptar tratos con “amigos editores” a cambio de dos botellas de vino, tal como decía Ben Johnson que era el único pago que debían recibir los verdaderos poetas a cambio de su trabajo. 

A sus alumnos nos enseña que el primer y único deber de un escritor es escribir. Escribir por encima de las desgracias familiares, de los apuros económicos, de las desdichas amorosas, de las neurosis y las adicciones; por encima de las presentaciones, los reconocimientos y las publicaciones. Escribir por encima del ninguneo, pero sobre todo, por encima del éxito.
 


Eusebio juega con todas esas convenciones en varias entrevistas:
“―¿Maestro, por favor díganos en qué se inspiró para escribir su poemario?
―Es tan bella tu pregunta que no quiero ultrajarla con mi respuesta.”
“―Sr. Ruvalcaba, dicen que su literatura abunda en malas palabras y se regodea en la inmundicia y las deposiciones, ¿se considera el mayor exponente del realismo sucio en México?
―Mejor hablemos solamente de las deposiciones.”
“―Maestro, usted que ha ganado el Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez, en 91, el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí, en 92 y el Premio Internacional de Cuento Charles Bukowski de Anagrama, en 2004, ¿qué les puede aconsejar a los escritores jóvenes?
―Como me dijo un chinito: ¡Nunca tomalse en selio!”
 


Aparte de los más de sesenta libros ―entre novelas, aforismos, poemas, epístolas, ensayos y cuentos― que tuvo a bien escribir, Ruvalcaba también ejerció a fondo el magisterio de la amistad, esa flor preciosa que cultivó como nadie. Lo saben y pueden dar fe de ese don inconmensurable, los cantineros y meseros que siempre le invitaban las de la casa; el tortillero de su colonia, que recibió uno por uno de manos del autor la colección completa de sus libros; o los perros de la Carrasco que alborotaban los rabos y se asomaban por el pretil de la azotea cuando Eusebio salía de la cantina La Perla para saludarlos a ladridos; lo sabemos los amigos que lo seguimos extrañando.

El recuerdo de sesenta y cinco años de una vida derramada en la creación, difícilmente puede sintetizarse en unos cuantos párrafos. Me basta decir que, como ocurre a muchos otros de sus alumnos y amigos, la presencia de Eusebio Ruvalcaba sigue vigente en mí a través de sus certeras palabras y su luminosa memoria, que me invitan reiteradamente a disfrutar la inmensidad de cada minuto en este monstruoso e increíble mundo. 



Gracias Eusebio. Dios y tus lectores te concedan larga vida.


*Palabras pronunciadas el 6 de febrero de 2018, en el homenaje a Eusebio Ruvalcaba en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes.

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