Ruin Andrade.
Editorial Escombros.
México, 2018.
Una fresca mañana de noviembre de 1519, el capitán-general don Hernando de Cortés, al mando de un ejército de españoles y sus aliados tlaxcaltecas, huexotzingas y cempoaltecas, entra en una ciudad que le maravilla. La describe así en sus cartas al emperador:
“Terná esta ciudad de Iztapalapa doce o quince mil vecinos; la cual está en la costa de una laguna salada grande, la mitad dentro del agua y la otra mitad en tierra firme. Tiene el señor de ella unas casas nuevas que aún no están acabadas, que son tan buenas como las mejores de España, digo de grandes y bien labradas (…)”
El soldado Bernal Díaz del Castillo, en su historia verdadera, refiere también estas visiones de “encantamiento”, de cosas “nunca oídas ni aun soñadas”:
“Después de bien visto todo aquello fuimos a la huerta y jardín, que fue cosa admirable verlo y pasearlo, que no me hartaba de mirar la diversidad de árboles y los olores que cada uno tenía, y andenes llenos de rosas y flores, y muchos frutales y rosales de la tierra, y un estanque de agua dulce, y otra cosa de ver: que podían entrar en el vergel grandes canoas desde la laguna por una abertura que tenía hecha, sin saltar en tierra, y todo muy encalado y lucido, de muchas maneras de piedras y pinturas en ellas que había harto que ponderar, y de las aves de muchas diversidades y raleas que entraban en el estanque (…)”
Para rematar esta increíble visita, el cacique de esta ciudad, Cuitláhuac, hermano de Moctezuma II ―y quien les hará pasar el trago más amargo de la conquista durante La Noche Triste― le regala a los españoles ropas de algodón, presentes de oro y esclavas jóvenes que a decir de Díaz del Castillo, conmueven tanto a Cortés que le agradece encarecidamente a su anfitrión y le muestra su “grande amor” a los habitantes de este pueblo obsequiándoles cuentas de vidrio y hablándoles de las bondades de la Santa Fe católica y del poder del emperador Carlos V de España.
Desde entonces a la fecha, Iztapalapa, que de acuerdo a su etimología, significa “el lugar donde las aguas se atraviesan”, ha suscitado las más diversas emociones entre quienes la visitan; y muchas, más profundas y enconadas, entre quienes deciden radicar en esta “Tierra Santa”.
Por una cruel paradoja del subdesarrollo, el vergel de Iztapalapa, la ciudad sobre el espejo del lago, se convirtió en un erial de cemento y smog, en el que la mayoría de sus casi dos millones de habitantes sufren por el desabasto del agua. Sin embargo, también resulta una mina de oro para líderes, comerciantes, hampones y políticos que siguen lucrando con la buena fe de quienes ahí conviven y sueñan.
Tal vez por este motivo, Ruin Andrade, toma esta demarcación y sus barrios como tema y escenario de su segunda novela. En su narración, Andrade la representa literalmente como el espíritu caótico, valemadrista y chingativo del chilango. Desde esta óptica se puede afirmar, parafraseando el slogan del viejo salón de baile, que quien no conoce Iztapalacra, como muchos la llaman, no conoce el verdadero desmadre de la Ciudad de México.
Para informar y sensibilizar, pero sobre todo para entretener y exemplificar, es que Andrade escribe una narración tragicómica que en 122 páginas conforma una Nueva Guía de Forasteros, que más que describir los sitios de visita y devoción de esta sacra zona, pinta un fresco de los tipos humanos que la habitan, una serie de cuadros de malas costumbres que exceden su marco por la desmesura de las intenciones y el patetismo de los logros de sus personajes. Un texto que sin rubor husmea en los entresijos de una máquina de sombras que se alimenta de corazones humanos.
A través de 13 capítulos, Andrade demuestra su ruindad, narrando el viacrucis de Octavio Enrique, El Tonteras, y la Chavelita, su jefecita no tan santa; dos emigrantes provincianos que intentan adaptarse al barrio, cumpliendo con los ritos iniciáticos de la banda y convirtiéndose en blanco de los chismes de la vecindad, y que finalmente se superan a golpes de abyección; todo ello contado por un narrador testigo, con un lenguaje que se apropia ágil y certeramente de las voces sórdidas y de los albures, calambures y retruécanos de una raza brava e indomeñable que sobrevive y se resiste al agandalle cotidiano de policías, rateros y políticos.
La Nueva Tierra Santa Iztapalapa propone un viaje al corazón de la jungla de asfalto, en el que desfila la fauna más correosa y panchera del barrio, trenzada en una “hermosa convivencia” de Semana Santa, en donde la lacra, las bandas uniformadas, los ciudadanos apacibles y buenos cristianos “caminan hombro con hombro, mientras el cristo cae siete veces al lado de los ladrones, borrachos y drogadictos que dedican ese día a expiar sus culpas”.
Una novela en la que la sicología de los personajes y la sociología del medio merecerían la eternidad semanal del cómic, pero solamente se apoya en las excelentes gráficas de José Luis Villa, un maestro consumado de ese arte. Todo ello aderezado con epígrafes del gran Cocodrilo Efraín Huerta y de Maurice Joly, ademas del soundtrack de grandes éxitos de Blues Boys y Tex Tex. Sin duda una combinación que puede mover a la lectura a personas que escasamente se detengan en el meme o el periódico deportivo.
Y por último, La nueva Tierra Santa es el argumento que mejor explica por qué en estas calles olvidadas de dios, donde el mal siempre triunfa, hay caminos que parecen no llegar a ningún sitio, pero que conducen a un espejo roto en el que todo chilango se puede contemplar de cuerpo entero.
*Palabras leídas en la presentación de La Nueva Tierra Santa Iztapalapa, en el Museo José Luis Cuevas, el jueves 30 de agosto de 2018.
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