martes, 20 de junio de 2017

Mi versión del asunto

(Los humedales de Ojeteperro VIII)
Salón Nueva York

Podría decir muchas cosas acerca de Érika, pero seguramente se me acusaría de desmesura. Por eso voy a atenerme simplemente a los hechos. Y nada más que a los hechos de aquella noche de los años ochenta.

 En principio quiero aclarar que no la llamo por su verdadero nombre, no porque me sienta un caballero ni tampoco porque sufra de amnesia, sino simplemente porque no quiero abonar a las malas interpretaciones sobre la vida y afectos de los escritores —desde Rubén Salazar Mallén, pionero de las malas palabras en la literatura mexicana, hasta Humberto Guzmán, narrador becketiano y fisicoculturista, pasando por el director y varios alumnos de la Escuela de Escritores—, que nos sentíamos imantados por la personalidad y el talento de la Reina Roja.


No voy a hablar de sus ojos verdes, de “esmeralda enferma”, —metáfora de uno de sus admiradores más abtrusos—, ni de su cabellera escarlata, “flama en la que se consume una silueta de gacela” (ídem); ni de su voz grave y tibia que sabía darle a las mentadas y a los “no-ma-mes” el exótico sabor del galicismo. Tampoco voy a mencionar su vida punk en Francia, de donde a los veintiséis años trajo ciertas costumbres un tanto disipadas. Ni voy a decir que sólo fui un amigo a quien le llevaba dos años y un mundo de experiencias, ni que mis encuentros con ella se redujeron a las ocasiones en que pasaba por mí para dar la vuelta en un datsun, invariablemente acompañada de una o dos botellas de vino que luego rematábamos con cervezas o anforitas de whisky o tequila.

No voy a contar sobre las diferencias que tuve con mis compañeros y amigos disputando el favor de sus atenciones. Ni tampoco de las veces en que nos detuvo la patrulla ni de aquella ocasión en que me bajé del auto y tuve que esquivar el botellazo que ella me arrojó a modo de despedida. Me limitaré, como ya dije, a contar los hechos escuetos de esa noche.

A fin de esclarecer este asunto, solamente agregaré que meses antes, en una reunión de amigos y en medio de la iluminación de la cannabis, Érika sintió el poderoso despertar de la espiritualidad. Con ojos encendidos nos confió que aunque le fascinaba leer, se dedicaba a la traducción y había pergeñado algunos poemas breves, le molestaba el acoso y la adulación de los compañeros de la escuela y ya no quería ser escritora.

Yo guardé silencio y le creí a medias. Los compañeros externaron una decena de argumentos para convencerla de que podía ser la Elena Garro de nuestra generación, pero ella afirmó que prefería ser la Jeanne D´Arc de la Condesa y cumplir con los reclamos del alma porque en cumplir las exigencias del cuerpo se le habían pasado los últimos diez años.

Así que, a menos de un mes de terminar el semestre, desertó de la escuela, vendió su coche, fue a sacar sus ahorros del banco y compró un boleto de avión para la India. Eso nos contaron las compañeras que la admiraban pero que en el fondo también sentían envidia de su absoluta determinación.

Para el siguiente periodo escolar, la mayoría de los compañeros la había olvidado, enfocando su atención en las estudiantes de nuevo ingreso, y si acaso la mencionaban al final de los tragos en el tapanco de una fonda donde solíamos reunirnos, era para dudar acerca de su viaje. Tal vez Ricardo Verde y yo también le hubiéramos rendido el mismo efímero homenaje, pero recibimos cartas desde Calcuta y Nueva Delhi, en el papel encerado y semitransparente de los hoteles, en las que la misma Reina Roja afirmaba que por fin su vida había encontrado un sentido y que pensaba ingresar a un convento en España, pero como aún tenía algunos pendientes profanos venía de vuelta a México.

Aquella noche, Erika pasó por mí como a las siete. La vi cambiada, con una sonrisa discreta pero como siempre luminosa, sin el escote de vértigo que acostumbraba y, cosa inusitada en ella, con un vestido largo y un velo. En medio de la frente relucía un punto amarillo. Era su bindi, me explicó. Una señal que se aplican en la India los devotos de algunas deidades. Luego me lanzó una mirada beatífica que a cualquier otro le habría parecido una expresión rodeada de un halo místico, un guiño hacia una dimensión sutil, menos a mí. Tampoco me gustaba el fuerte aroma a incienso que se respiraba en el auto, porque siempre lo he asociado con tiendas naturistas o con burdeles.

Yo estaba renuente a la cita porque la última vez nos habíamos despedido de muy mala manera, pero quien me convenció fue Ricardo, amigo de la escuela y de parrandas, treintañero que siempre llevaba una botella en la cajuela de su coche y a la menor provocación la ofrecía para brindar por su desempleo o su divorcio.

El hecho es que asistí, primero para corroborar si realmente se había operado ese cambio espiritual en ella, y después porque no pensaba dejarla sola en manos de Ricardo Verde, quien nunca perdía oportunidad de cogerle la mano, abrazarla o intercambiar besos furtivos, según se lo permitiera el ánimo de la Reina.

Érika se detuvo afuera de su casa y me pidió que la esperara un momento mientras iba a cambiarse. Me quedé en el coche oyendo la radio. Abrí las ventanillas para disipar el olor del incienso que sentí que se impregnaba en mi camisa. Me di cuenta que en el asiento de atrás había un cuaderno mediano de papel grueso. Lo abrí y de golpe no entendí qué representaban los dibujos a lápiz. Se me figuraron troncos de árbol o raíces, pero luego me di cuenta que eran fragmentos de miembros viriles trazados al detalle desde distintos ángulos, con sus tallos brotando de la pelambre, sus venas gruesas y arborescentes trepando por el tronco, y las venas delgadas formando una telaraña casi traslúcida; coronados con la reluciente aparición de glandes henchidos y relucientes, el finis coronat opus de la salud sexual. Ni yo que también tenía una verga la había observado con tanto detenimiento.

Érika regresó a encontrarme absorto en los dibujos. ¿Te gustan?, preguntó. Me sorprende el ojo del artista, respondí. Favor que me haces, dijo esbozando una sonrisa. ¿Y cómo te pudiste imaginar tantos detalles? No me los imaginé, le pedí a los modelos que posaran un buen rato. ¿Con la verga parada? Era necesario para darle un impacto visual a ese pálpito de vida. ¿Los dibujaste antes de tu viaje? No, son modelos de allá. Pensé que ibas a cumplir con un llamado espiritual. En la India, la experiencia sexual también es un ejercicio del espíritu.

Era mejor beber que discutir con ella. Afortunadamente había regresado con unos jeans y una blusa de seda, pero llevaba el pelo envuelto en una pañoleta. Vamos a dejar mi coche porque Ricardo se ofreció a llevarnos en el suyo. ¿Y a dónde vamos?, pregunté. Al Nueva York, dijo con el mayor desenfado.

Ya habíamos estado en alguna ocasión en ese antro. Atrás de la placita de la Santa Veracruz. Aunque ahí se ubicaban la parroquia de la Santa Veracruz y el templo de San Juan de Dios, definitivamente no íbamos a rezar ni a admirar sus fachadas barrocas ni tampoco las pinturas de German Gedovius. El Nueva York era un salón de baile que se abrió con el furor de la salsa: una mezcla de son, rumba, conga, merengue, cumbia, jazz y todos los ritmos tropicosos que el dominicano Johny Pacheco y el italoamericano Jerry Masucci habían lanzado con enorme éxito a principios de los setenta en la Gran Manzana.

Aquí en México, los músicos nacionales ni siquiera necesitaron adaptar o rebautizar esos ritmos porque desde los años veinte llegaban directamente desde Cubita la bella al bullicioso Veracruz, y habían tomado carta de naturalización en todos los salones de baile de la capital. Los chilangos sacudíamos los hombros y quebrábamos las caderas sin ninguna inhibición ante el ritmo tropical que nos pusieran enfrente.

En los ochenta, el Nueva York ya tenía fama entre los jóvenes clasemedieros y universitarios de ser un antro donde podía uno ir a “desgastar la suela”, “pulir la duela” o “regar la polilla” —según la edad y la habilidad de la pareja— y también a beberse varias cubas o el menjurje que mejor le asentara mientras disfrutaba de buenas orquestas.

Dice José Luis Martínez en sus memorias de noctámbulo: “...paso por Santa Veracruz y Eje Central. En esa esquina estaba el Salón Nueva York, donde tocaban el Grupo Sabor, La Nueva Familia y Recuerdos del Son. Siempre estaba repleto. Llegaban muchachas hermosas, estudiantes de la Ibero muchas de ellas, vestidas a la última moda; me encantaba verlas bailar. Las veía e imaginaba que vencía la timidez y que en la pista, con algunas de ellas —la más bonita—, era blanco de todas las envidias y las miradas. Puras tonterías. Nunca me atreví a nada”.

Los que si nos atrevimos esa noche fuimos Érika, Ricardo y yo. En una mesa para cuatro nosotros tres tratábamos de acomodarnos. O nos sobraba uno o nos faltaba otro, pues los tríos siempre resultan disparejos. Total que ella decidió quedar en medio de los dos. No bailábamos pero nos desquitábamos bebiendo Flor de Caña e intercambiando saluces. Una botella que Ricardo había pedido con los restos de la liquidación de su último trabajo.

Para no ser menos, además de apurar los brindis, al arranque del piano y los bongós, saqué a bailar a la Reina Roja. Atravesé la pista para quedar lejos de la mirada de Ricardo. Como se dice en buen mexicano “ya se me quemaban las habas” por hablar a solas con ella aunque fuera en los arrimones y las vueltas de la salsa.

Tú me quemas
tu hierves en mi sangre al mirarte, nena
me vuelves loco y no combino mis ideas
no sé lo que me pasa y pierdo la cabeza
en tus brazos, tú me quemas...


¿Y qué vamos a hacer después?, le dije al oído mientras la abrazaba a media pista. ¿Después de qué?, preguntó ella. Del baile, respondí. Vamos a beber, ¿pues qué otra cosa?, dijo al separarse para iniciar la siguiente vuelta. Se la di con holgada elegancia, una vuelta, y media vuelta más, para quedar de pie a sus espaldas atrapando entre mis dedos las manos de sus brazos cruzados. Estuvo su cuello al alcance mi lengua. Hace calor, ¿no?, dijo Érika, vamos por un trago. Y justo cuando terminaba la canción nos dirigimos a la mesa. Aún no habíamos llegado cuando empezó a sonar la siguiente melodía y Ricardo me la arrebató para regresarla de la mano al centro de la pista.

Quítate tú pa ponerme yo.
Quítate tú…
Ciudad de México, hermana,
es la salsa nuestra unión
te dedico este montuno
con sincero corazón

La verdad es que Ricardo nunca supo bailar, y sus intentos por aparentarlo siempre resultaron ridículos. Sin embargo suplía su falta de gracia con un desparpajo y un cinismo que muy poco disimulaban su afán por volver horizontal ese burdo meneo vertical. Tenía apergollada de las caderas a la Reina, casi en los límites de la cintura, poco faltaba para que la llevara de las nalgas. Lo peor es que ella correspondía con sonrisas a esa danza de apareamiento. Lo que más me molestaba es que sin atender a la música, de pronto se detenían a hablarse al oído y que la Reina Roja se carcajeaba de lo que le decía el viejo Verde. Me parecía que la pieza que bailaban duraba por lo menos el doble de la que yo había bailado antes con ella.

Quítate tú pa ponerme yo.
Quítate tú…
Yo no me voy a quitar
aquí me voy a quedar
y a la reina de la salsa
yo la voy a homenajear.

Ya con ganas de levantarme para quitársela de los brazos al encimoso, terminó la canción y regresaron a la mesa. Con un nuevo brindis la Reina aplacó mi encono. Entonces Érika sacó de su bolso un pastillero de aluminio con pájaros pintados en la tapa. Y de un montoncito de chochos de colores extrajo tres. Para que disfrutes la música, me dijo cuando me regaló uno. Le dio otro a Ricardo y se echó el tercero a la boca para pasárselo con un trago de ron. Lo dudé un instante, pero como Ricardo ya había engullido el suyo, quise demostrar que también yo estaba a la altura de cualquier viajero.

En realidad no sentí nada especial. Sólo una oleada de calor y cierto relajamiento que me fue ganando con la reverberación de la música, cada vez más rítmica y más intensa, que iba diluyéndose en el rumor de las conversaciones de las parejas. Los colores se apastelaban y en la frente de Érika su bindi parecía encenderse y apagarse como una luz de neón. Sabor cereza con kiwi, dijo Ricardo mientras alzaba su copa para brindar. Sus labios empezaron a estirarse y retorcerse en una mueca de payaso que me provocó unas carcajadas incontenibles. Los tres empezamos a reír. Érika se volvió a abrazar a Ricardo y le plantó un beso en la boca. No sé por qué eso se me hizo más gracioso aun, pero el caso es que se me salían las lágrimas de la risa. Érica se volvió para besarme a mí también.

Ahora sí vámonos, dijo Érika. ¿A dónde?, pregunté yo. A donde podamos compartir el paraíso sin hacer preguntas pendejas, dijo ella. Luego le susurró algo a Ricardo en el oído, y él se apuró a pedir la cuenta.

En la ruta del placer, entre las penumbras del auto, íbamos apretados los tres en los dos asientos de adelante. Érica en medio, alternando los besos para Ricardo y para mí. Mientras ella y yo chupábamos nuestras lenguas, Ricardo, con singular pericia aprovechaba para buscarle los pezones por debajo de la blusa sin descuidar el volante. Cuando en algún semáforo en rojo los labios de Érica se prodigaban con Ricardo, yo metía la mano adentro de los apretados jeans de ella para calar sus tibias humedades. La Reina sopesaba, por encima del pantalón, el poder de nuestras armas ya listas para el combate.

En el estacionamiento del motel ella besó largamente a Ricardo para soltarlo con brusquedad cuando él le desabrochó el pantalón e intentó bajarle el cierre de los jeans. Gracias por traernos, le dijo. No, replicó él, quedamos en venir los tres, tú nos das batería a nosotros y a otros diez, remató Ricardo. Pues eso depende de mi antojo, dijo la Reina y me hizo señas para que me adelantara por la llave. La vi tan decidida a cortarlo que los dejé solos. Fui a la recepción a pedir un cuarto sencillo. Lo pagué con el dinero que me sobraba para otro trago y para mi regreso.

Volví con la llave justo cuando el auto de Ricardo iba en reversa. Érica se hallaba de pie, con los brazos cruzados. Ricardo abrió la ventanilla para gritarle ¡Putaaa!, y se arrancó hacia la salida. Yo me sentí como pavorreal. Por primera vez la vi de arriba abajo imaginándola desnuda entre mis brazos. Pal vencedor, me dije casi relamiéndome los bigotes. Quise abrazar a la Reina, subirla cargando hasta el cuarto 408, pero ella me esquivó e intempestivamente se dirigió a la salida.

Por un momento pensé que se había equivocado. Ella aprovechó mi distracción para apresurarse. Cuando la alcancé en la puerta, ya estaba en la calle, estirando el brazo y apuntando con el índice. Como en la irrealidad de una película, en esa madrugada y afuera del motel se detuvo un minitaxi. Lo abordó y se fue. Por la ventana se volvió a sonreírme elegante, luminosa, como una actriz consumada que recibe los aplausos del público. Yo me quedé en medio de la calle gritándole ¡Espérate, cabrona, espérate!

Entonces, a mis espaldas, se frenó una patrulla y bajaron dos policías a detenerme por andar escandalizando en la vía pública a altas horas de la noche.



































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