No
muchas aves cantan en la oscuridad.
Enrique
Ramírez G.
Gorrión
Editorial
México,
2016
La
labor del poeta es la minuciosidad de un imposible. Una especie de
relojero del alma. No porque se encargue de reacompasar esta
sustancia, sino porque es capaz de fabricar el artefacto verbal que
la expresa. De los materiales más sublimes o de los más burdos, o
de la conjunción de ambos, como del ala de una mosca panteonera, el
poeta obtiene ese atisbo de lo intangible que distingue su trabajo.
El resultado es insólito. ¿Pero cómo lo logra?
Puede ser que alguien de gran sensibilidad como Eusebio Ruvalcaba, en lo más despiadado de una resaca, se conmueva hasta las lágrimas por ver un elote tirado a media calle, mordisqueado, con unos cuantos granos cubiertos de mayonesa y queso, y envuelto en los verdes girones de su hoja. ¿Se le cayó a alguien? ¿Tal vez a un niño? ¿Lo soltó cuando venía un automóvil? Para la mayoría ese objeto no sería más que basura. Para Eusebio, esa materia profanada, es la imagen viva de su infancia perdida.
Entonces podríamos decir que el poeta es un loco que se la pasa imprimiendo en la realidad la huella de su imaginación desbordada. O también podríamos considerarlo como un hipersensible ―y máxime si esa facultad está exacerbada por la cruda― capaz de significar hasta las cosas más insignificantes en su derredor. El problema es que no es suficiente con estar crudo ni con imaginarse cosas para ser poeta. Esto apenas es el comienzo de este oficio. Después viene la palabra. La verdadera piedra alquímica que sacraliza los objetos y puede transmutarlos en sensación o emoción pura.
El poeta es alguien que vive al acecho, como dice César Fernández Moreno: “ser permanente y obligado espectador de sus propias emociones, lo que comporta, en virtud de una ley sicológica, destruirlas o al menos falsearlas o desviarlas.” Sin embargo, en el trabajo de la palabra las recrea, les vuelve a dar vida para poder transmitirlas como experiencia a través de un proceso endiabladamente difícil, pues como sabemos, las emociones, al igual que los sueños, se alteran cuando quieren contarse o explicarse por medio del lenguaje.
En
este sentido, entre las recomendaciones del maestro Ruvalcaba había
una que varios de sus talleristas tratamos de seguir sin ningún
éxito: llegar al centro de la experiencia y expresarla desnuda, más
allá de los filtros del artificio, hasta donde se pueda escuchar el
frágil latido del corazón de un hombre,
del corazón del poeta.
Esta es una misión de veras heroica en la que se aúnan vida, emoción y palabra para engendrar el poema, que en resumidas cuentas no es más que otra forma de la experiencia. Este era el principio que Eusebio proclamaba en su magisterio. Que un poema debería acercarse más a la verdad de la vida que a la “belleza” de la palabra.
Para
Ruvalcaba, en el oficio de poeta era más importante una auténtica
actitud de confrontación existencial que el dominio absoluto de la
retórica. Se trataba de exprimir las emociones y las sensaciones,
especialmente las más dolorosas, como quien exprime repetidamente un
forúnculo con el único fin de dejarse una cicatriz en el rostro. El
maestro proponía asumir una labor de gambusinos, como dice Gabriel
Trujillo Muñoz, de buscadores de la belleza que hay en la verdad;
aunque la verdad, en la mayoría de las ocasiones resulte ser
monstruosa.
Así lo aprendió Enrique Ramírez, quien ya había trabajado las palabras en los talleres de Pterocles Arenarius y Ricardo Yáñez. Y quien, en su faceta de artista plástico ha sabido extraer la belleza de la fealdad, por ejemplo en los retratos que pinta. Y lo digo, con conocimiento de causa, porque yo he sido uno de sus modelos.
Enrique Ramírez ha reunido el resultado de su trabajo escritural en este libro, No muchas aves cantan en la oscuridad, que hoy nos reúne. De estos textos, ha dicho Eusebio Ruvalcaba, que están “cargados de sentimientos punzantes. De ideas atroces. Que dejan muy atrás la cardiología poética de innumerables poetas”.
Sin duda no es un libro de fácil complacencia, sino de búsqueda. En primer lugar de la propia verdad del poeta, su materia elemental, y después de las palabras, sus herramientas de trabajo. Así lo enuncia el poema que le da entrada.
“He
nacido
muerto
a
destiempo
sin
saber que he nacido
para
copular con quien no tengo
y
beber cerveza de vasos rotos
para
andarme buscando
he
nacido triste
sin
sentido
desganado
con
falta de humanidad
bajo
la luna de san Juan”.
En
las páginas de No
muchas aves cantan en la oscuridad
campea
la desolación únicamente salvada por el deseo. Y hasta las aves
sapientes, símbolo de otras herencias poéticas, aquí solamente
ululan en un feroz ritornello.
“Hay
un búho haciendo odas
en
las noches
cuando
salen los grillos.
En
las mañanas a veces despierta y
recita
la siguiente sonata: “hijos de puta
/
“hijos de puta”.
Le
reprocha al mundo estar enjaulado.”
Dijo
Ruvalcaba que prefería la poesía que reflejara dolor,
desesperación, desasosiego, la que pareciera provenir de una lápida.
En los versos de Enrique Ramírez se distinguen esas emociones pero
no como en un retrato inmóvil, definitivo, sino como en un espejo de
pureza a través del cual podemos contemplar el verdadero y cambiante
rostro de nuestra pobre humanidad.
“Mírate
en el retrete
el
alcohol me da aquella certeza
de
encontrar lo bello en ceniceros con colillas deshechas
hace
verme en el agua del retrete
y
saber que soy hermoso
pese
a que María
ha
partido a buscar un hijo
de
otro
ya
viste
ya
te viste en el escusado
¡qué
hermoso eres!
como
un demonio
bañándose
con las llamas del infierno
riendo
del fuego que consume la sangre”.
Con
la singular aparición de estos pájaros siniestros que no mudos,
esperamos que la vida continúe infectando a la poesía hasta que las
aves del exquisito parnaso mexicano caigan enfermas de
tiricia.
¡Salud
por eso, amigos!
*Palabras
pronunciadas en la presentación del poemario No
muchas aves cantan en la oscuridad, de
Enrique Ramírez G.,
en
la Pulquería Los Insurgentes, el miércoles 15 de febrero de 2017.
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