viernes, 23 de diciembre de 2016

No haremos obra perdurable (Carta a Renato Leduc)*

Ciudad de México
16 de noviembre de 2016
Gran Jefe Pluma Blanca:

¿O cómo prefiere que le diga, Maestro Leduc? ¿Leyenda del Periodismo Mexicano o Poeta del porvenir color permanganato, como usted mismo se nombraba en verso? ¿O simplemente: amigo Renato? Disculpe la impertinencia, pero hablando en plata, hay asuntos que quisiera comentarle que requieren la intimidad del licor. ¿De qué otra manera le puede hablar un hombre a otro cuando se trata de mujeres, y en especial de la mujer propia?


No está usted para saberlo, ni yo para contarlo, maestro Renato, pero la necesidad de ahogar un recuerdo que flota como corcho en mi memoria, me ha traído hoy a escribir y a libar a esta cantina de Tlalpan, donde dicen que usted nació hace 109 años. Porque su casa ahora se llama La Jaliscience, y en homenaje a su natalicio pedí dos caballitos de Siete Leguas: uno para usted, que voy a tener el honor de beberme en su representación, y otro para mí, con el que voy a brindar por su leyenda… ¡Salud, Maestro!

Para mi mala fortuna no poseo esa habilidad extraordinaria de masticar las copas que lo hizo famoso en las fiestas de París, ni tampoco bailo los danzones con esa cadencia que le ganó la simpatía de muchas daifas y la amistad de André Bretón en La cabain cubane, pero puedo decirle que compartimos algunas costumbres de ese siglo desquiciado que amancebó prodigios con tragedias.

En principio, le confieso que a mí también me tocó estrenarme, no con las poules de luxe de Ruth Delorche o de Graciela Olmos, La Bandida, sino con las humildes meretrices de la Calle de la Amargura, en las costillas de Plaza Garibaldi. También fui conducido de la mano al templo de Venus, por una morena, chaparrita y trompuda con ojazos de acerina que se llamaba Esther. De no mediar por lo menos setenta años entre esta generosa muchacha y la que usted describe en su autobiografía, yo hubiera jurado que gozamos de la misma. Aunque pensándolo bien, ¿la que yo menciono no sería tal vez bisnieta de la que usted evoca? En fin, el resultado fue semejante, unas purgaciones que yo quise emparentar con la Rosa de Vietnam, de heroico linaje en los sesenta, y que a usted le diagnosticaron como la Gota de soldado, que el doctor Paquito Franco le curó con masajes de permanganato, el año en que reventó La Bola.

Otra costumbre en que coincidimos es la frecuentación a las cantinas que usted alguna vez llamó universidades porque en ellas se aprende la ciencia que no aparece en ningún libro, la de convivir con espíritus afines y la de combeber hasta con el enemigo. Por eso usted supo apreciar a las personas no por sus palabras o por sus ideas, sino por su carácter. Cuando se acude íngrimo y con ojos atentos a estos refugios del alma, es posible abrevar de personajes y situaciones insólitas, o hacer incluso la calistenia de la pluma que en ocasiones produce obras excepcionales; así es como dicen que López Velarde escribió La Suave Patria en La Rambla, o como afirman que usted afinó el “Prometeo Sifilítico”, en la Puerta del Sol. Eso merece un brindis… ¡Caray, Maestro!, como veo que usted no va a escanciar de su caballito, con todo respeto, voy a hacerlo yo en su insigne representación: ¡A su salud, Poeta!


Las cantinas, sobre todo en las mañanas en que se sufre los rigores de la incontinencia alcohólica, también son un excelente lugar para leer. En cada una debería haber una mínima biblioteca, por lo menos, en la que se pudieran leer sus poemas y sus crónicas, textos en los que se mezcla la tibia oscuridad de la melancolía con el fogonazo del sarcasmo y de la palabra viril.

A pesar de que usted declaró que intentaba hacer una poesía ríspida y dura porque le encabronaban las pendejadas del Romanticismo, en realidad fue un autor deliberadamente romántico -como el título de su mejor poemario- a quien varios críticos consideran uno de los escritores de transición entre el Modernismo y los Contemporáneos.

Usted fue un poeta que se burlaba de su herencia literaria, de los colegas de su tiempo por su actitud amanerada y alejada de la vida del México real. Un tipo recio que coronó con un apodo, al más ínclito poeta y cronista de los Contemporáneos: “Nalgador Sobo”. Esa afrenta que los hijos y entenados de Novo no olvidaron y que le costó a usted, querido Maestro, ser arrojado del Olimpo de la poesía mexicana. Yo sé que esto finalmente le valió madres. Y por eso lo admiro sin ambages. Y le invito estos dos fogonazos de Siete Leguas que nos acaba de traer el mesero. ¡A su salud, mi querido Renato!

¡No haremos obra perdurable. No
tenemos de la mosca la voluntad tenaz.

Mientras haya vigor
pasaremos revista
a cuanta niña vista
y calce regular…

Le aclaro que yo disfruto de sus poemas como de una conversación íntima entre viejos; y de sus crónicas, como de una plática entre cábulas y cabrones. Maestro del coloquialismo más ameno y de la procacidad convertida en preciso remate, sus textos han sido para mí el tósigo y el cauterio de las peores resacas amorosas que, me imagino, usted también sufrió en silencio.

Con sus palabras comprendí que el problema no consiste en perderlas porque eso es parte de la vida, sino en deshacerse de ellas. ¿Cómo hizo usted para aceptar tan tranquilamente el divorcio de Leonora Carrington, esa condenada preciosidad, a quien usted se refería como la imaginación misma? ¿Cómo pudo rechazar la oferta de matrimonio de ese majestuoso volcán conocido como María Félix? Tal vez como yo, también pudo consolarse con poemas o con tequilas.







“Y muchachos, queremos que transcurra la vida
por tener automóvil y dinero y querida
y los ácimos frutos de la fruta prohibida.

Pero viejos, lloramos por las cosas que fueron
y las dueñas que amamos y que no nos quisieron.
Tal rezaba una copla… mis oídos la oyeron.”

¿Se da cuenta cómo hasta me sé de memoria sus poemas? Entiendo que eso tampoco le importa. Bueno, por lo menos no dirá que no sigo sus consejos y mando al averno ese pinche recuerdo:

“A la verga mandar amor y llanto,
panneau decorativo, hoja de acanto;
cuanto en la vida pone falso y grave
sabor de caramelo o de jarabe.

Mandar todo a la verga y entre tanto
golpearse el pecho
                          Santo… santo… santo.”

Hay tantas cosas que quisiera decirle, querido Renato, pero por el momento sólo puedo decirle una: ¡Salud, Cabrón Maestro!

Atentamente
Jorge Arturo Borja


*Carta del libro Posdata/Post Mortem. Vodevil Ediciones. México, 2016.

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