Ella
El
amor te invadió como un virus. Como si aquella noche fría, al
despedirte, anduviera flotando en el ambiente. Y en el cálido
encuentro de las manos o en la saliva del beso que de la mejilla
resbaló hacia la boca, hubiera penetrado directamente en tu torrente
sanguíneo.
Salías
por tercera vez con Paco. Te habían advertido que era tremendo.
Nunca hablaba en serio y cambiaba de pareja como de calcetines.
Siempre tuviste reticencias para sus invitaciones. Por principio
rechazabas a tus alumnos. No te gustaba que las demás maestras
murmuraran a tus espaldas. ¿Entonces por qué hiciste una excepción
con Francisco Téllez?
A
la hora de decidirte no pesó el hecho de que se tratara de un
lisonjero experto, ni tampoco del Camaro que manejaba, ni del aroma
tan especial que lo envolvía, sino de que había pronunciado el
nombre muy suavemente cuando le preguntaste. Fleurs
du Mai,
dijo en el francés que tú le habías enseñado. Su voz tan cerca
del oído te hizo sentir cosquillas en la base del cuello y un ligero
rubor te encendió las mejillas. En ese momento debieron encenderse
tus señales de alerta pero la desfachatez y la insistencia con que
Paco te provocaba, poco a poco, fueron minando tus defensas.
Ya
no eras la adolescente que se impresionaba con cualquiera. Pero
Francisco era un hombre que andaba por la vida pidiendo lo que creía
merecer y que tan fácilmente se le ofrecía. Tú quisiste
demostrarle que a tu manera, con 35 años y divorciada, también
sabías jugar con fuego sin quemarte. Pero te quemaste con la llama
de aquel beso, con la hoguera de aquel cuerpo y con el incendio de
ilusiones que al final también fue tu pira funeraria.
Tú,
la muchacha de barrio que ganó una beca de Letras Modernas y que
siempre soñó vivir en Francia, conoció París aquella noche en las
palabras encendidas de su amante, quien la llevó del brazo por los
laberintos de calles estrechas y llenas de farolas. El siguiente año
nuevo lo vamos a recibir brindando con champaña desde el mirador de
la Torre Eiffel. Y no tuviste que esperar el invierno ni la alfombra
de hojas pardas de los champs
elysées porque
esa misma noche, en ese instante, tú bebías el champagne
de su saliva y sentías el tremor de las doce campanadas en medio de
las piernas.
Te
entregaste a tu aventura a pesar de todas las advertencias. De
quienes lo conocían, de las que te hablaban por experiencia y de las
que desde la primera impresión supieron que Paco nada más estaba
jugando contigo. Pero qué podían comprender ellas sobre lo que te
hacía sentir en lo más hondo. De que a su lado respirabas hasta un
aire distinto. Y de que la sola mención de su nombre te ocupaba por
completo como una tribu bárbara ocupa una ciudad.
Por
eso cuando dejó de ir a las clases y ya no contestaba a tus llamadas
un escalofrío te recorrió la espalda. Y cuando lo viste entrar del
brazo de una fulana en el Mocambo, el demonio de los celos se apropió
de tu cuerpo. Si hubieras tenido una pistola, en ese momento los
hubieras matado a los dos. Y luego el infierno que no habías vivido
ni siquiera con tu ex esposo. Del abismo del odio al viacrucis de las
dudas. ¿Me engañaba desde un principio? ¿Es que dejé de gustarle?
¿En qué me equivoqué? La bandera de tu orgullo como trapo de
cocina y la letanía de los mensajes por celular, las amenazas para
su contestadora y luego, al último, los ruegos por internet. Pero
nunca una respuesta. Un silencio pesado como lápida. Un frío que se
colaba por los intersticios del alma. Una ciudad en ruinas. Y cuando
por fin aceptaste su abandono también te abandonaste tú.
¿Por
qué no me esperaste?
¡carajo! ¡Bravo, maestro Borja!
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