lunes, 14 de diciembre de 2015

Viaje sentimental por las calles y avenidas del pensamiento

Crónicas de una mujer pequeña.
Aydeé Bravo.
Vodevil Ediciones.
México, 2015.

La crónica es un género metamórfico y huidizo como un camaleón. Hay autores que opinan que en la crónica literaria predomina sobre todo el estilo del autor por encima de la observación. Este es precisamente el caso de las Crónicas de una mujer pequeña de Aydeé Bravo. Desde su título prepara al lector para un texto sumamente peculiar, pero de una profundidad muy humana.

De acuerdo con Renato Leduc, la crónica es como una “historia de lo inmediato”, que se ocupa de días especiales e irrepetibles que marcan la memoria colectiva, como un desfile, el robo a un banco, la disputa de un campeonato deportivo, un terremoto. En fin. Todos aquellos sucesos en que se muestra el carácter y el ánimo de una sociedad en movimiento.
En estas crónicas también se muestra esa sociedad en movimiento, pero no como una multitud arrebatada por una misma emoción frenética y banal, sino como un desfile de individuos que comparten el desánimo y la soledad del desastre universal. A veces pasan como esas sombras -las que dice Joseph Roth que somos todos- que luego van encarnándose a través del tierno escrutinio de la autora.
En este sentido, cabe aclarar que no se entiende el epíteto de “pequeña” como una referencia física aunque pueda coincidir con la estatura de la escritora. Este adjetivo en realidad se refiere a su mirada. Se podría decir que es pequeña por ser “sensible”, pero en el caso de una mujer suena a pleonasmo y además menoscaba la verdadera condición de una voz valiente y honesta que evita los lugares comunes y los chantajes sentimentales de la literatura femenina. De una mujer que se atreve a caminar desnuda, en una especie de “exhibicionismo emocional”, entre los seres y sensaciones más amenazantes.

Otra constante en el tono de los textos es la tristeza; esa "enfermedad" de la que habla Robert Burton en su clásica Anatomía... en donde explica que “los melancólicos son sujetos en los que la abundancia del humor maligno llamado melancolía o bilis negra causa tal trastorno que les hace perder la razón y desvariar en muchas cosas o en todas.” (Robert Burton. Anatomía de la melancolía, pag. 26.)

No obstante, el estilo de la autora, que en ocasiones hace alarde de ingenio y chispa, corresponde más al tipo de melancólicos que, dice Hércules de Sajonia, se distinguen por “su buen talante y sus atrevimientos”; personas que asumen su depresión como “otro modo de amar la vida”, según Eusebio Ruvalcaba. Así, con un exótico humor engendrado en la tristeza, Aydeé Bravo realiza el recorrido sentimental de varias calles y avenidas de la Ciudad de México.

Comienzando por Calzada de Tlalpan, y a lo largo de tres recorridos por distintas vías, la cronista describe e interactúa con la fauna urbana. Pareciera que se trata de la gente común y corriente, pedestre, anodina, agresiva, estólida; aquella que va arrastrando sus vidas sin ningún sentido: el microbusero, la vendedora, el burócrata, la indigente, el teporocho; personas que uno puede encontrarse en cualquier momento sin prestarles mayor atención, o en el peor de los casos, reconociéndolas entre la multitud, con el fin de evitarlas. Sin embargo, la mirada de la cronista las singulariza, las destaca del contexto, las descifra y se identifica con ellas para componer el retrato de un paisaje sentimental. Con una fidelidad a uno de los principios que expresa en el texto y que supone el motor de una búsqueda estética:
“Aunque la vida no tenga sentido en general, en particular sí que lo tiene. Es decir, cada quien está en lo suyo y sufre o llora o se desespera o es indiferente o se ríe o lo que sea, pero cada uno es la persona más importante del universo. Cada uno es protagonista de una historia apasionante.” (Aydeé Bravo. Crónicas de una mujer pequeña. Pag. 68).
En la segunda parte, la polisémica “Corazón Periférico”, la cronista se sirve del paisaje exterior para expresar la historia de sus propias emociones. Pensamientos y deseos que descubren a un narrador en la plenitud de sus contradicciones.
“He heredado el «Gracias, Dios» de mi familia protestante y no puedo evitar pensarlo, incluso si hago cosas reprobadas por los protestantes, como beber alcohol o fornicar. Pienso: Gracias, Dios, porque puedo beberme estas chelas frías tan ricas o gracias, Dios, porque puedo coger tan sabrosito.” (Aydeé Bravo. Crónicas de una mujer pequeña. Pag. 68).
Con la referencia de distintas obras musico-literarias (David Bowie, Camilo Sesto, Vicente Garrido, Ray Lóriga, Max Rojasy John Fante, entre otros), el lector asiste a la eclosión de diversos estados de ánimo que alcanzan su clímax en una declaración de amor-odio por la infame ciudad, que incluye un acto de contrición en el Periférico.
Cógeme, invito a la ciudad en un susurro. Cógeme, puta, métemela hasta el pecho. Me siento en la parada de camiones que está frente a la Ollin Yoliztli y le doy permiso a mi mente de echar rienda suelta a las malas emociones, a la culpa de los errores pasados, al desamor de mis padres, al desprecio de mis compañeros de escuela, a los manoseos de mi maestro de tercero de primaria, a los actos cometidos que no me atrevo a mencionar porque me llenan de vergüenza.” (Aydeé Bravo. Crónicas de una mujer pequeña. Pag. 57). 

“En el centro del caos”, tercera parte del libro, resulta la más introspectiva; de la observación pasa a la reflexión para desembocar en el aforismo. Por el tono recuerda El libro vacío de Josefina Vicens. En esa misma necesidad de comunicarse hondamente con el otro, más allá de las palabras. No es un plagio sino una coincidencia, una afinidad entre dos voces distantes en el tiempo pero afinadas con el diapasón del soliloquio.
 Finalmente, en estas crónicas se esconde el ejercicio permanente del Carpe Diem, el que convierte las migajas del día en el alimento más nutricio. Las horas del traslado, el sinsentido del ocio, transformados en pensamiento luminoso o simplemente en una sinestesia de las emociones en la que el dolor puede causar placer o viceversa.
“Lloro porque me gusta llorar, porque hace tiempo intento obligarme a ser como los demás me sugieren ser, y no parece justo hacerme eso. Lloro porque la vida me duele y también lloro porque me gusta vivir y me da miedo la muerte, aunque también la ansío. Lloro porque quiero.
Lloro porque puedo llorar”. Aydeé Bravo. (Crónicas de una mujer pequeña. Pag. 100).


No hay comentarios:

Publicar un comentario