Viuda de Romero
No, amiga, cuando me casé ni siquiera sabía lo que era un bisexual. Yo creí
que era como un fenómeno de circo o algo así. Nunca me pasó por la cabeza que
yo pudiera vivir con una persona semejante.
A Manuel lo conocí en mis épocas de secretaria. El día
que lo presentó el director me causó una grata impresión. Un joven robusto, con
barba de candado y soltero. Un poco atolondrado pero con muchas ganas de
trabajar. Mi compañera de turno me dijo en el baño: “¿ya viste qué mangazo nos
mandaron?” Y lo primero que pensé fue ‹‹ésta lagartona se lo quiere tragar
vivo››. Y un poco por advertirle y otro poco porque me entró la curiosidad, me
fui directo a su oficina a presentarme personalmente. A las dos semanas ya
estábamos saliendo juntos, y pasados los seis meses nos casábamos en el templo
de la Soledad.
Has de decir que fui muy rápida, pero no te creas,
amiga. Yo llegué virgen al matrimonio. Dos de los subdirectores con los que
salía se quedaron con las ganas porque nada más me querían para jugar y yo, si
no era con boda de por medio, nunca habría dado mi brazo a torcer. Manuel, en
cambio, siempre fue muy formalito. Quiso conocer a mis papás desde un
principio. Fue a la casa a pedirles permiso para andar conmigo. Habló de las
buenas intenciones que tenía y dijo que desde el primer momento supo que yo
provenía de una familia honesta y trabajadora. Hasta dijo una frase muy bonita
de San Pablo sobre el amor. Era muy culto, leía mucho y siempre consultaba en
un diccionario el significado exacto de las palabras, nunca pronunciaba una
grosería y menos habiendo una dama presente. Mis papás quedaron encantados con
él. Era un hombre pulcro en su apariencia e impecablemente vestido. De camisas
hechas a la medida, saco y corbata de colores serios e infaltables
mancuernillas. Siempre puntual para ir a recogerme, y luego dejarme en casa a
buena hora. Me saludaba y se despedía con un beso en la boca, solamente uno,
muy respetuoso. Yo hubiera querido un poco más de acercamiento entre nosotros,
pero pensaba que mi novio era así porque venía de una buena familia y se había
educado en un colegio católico. ¿A poco tú no hubieras pensado lo mismo, amiga?
Manuel me trató con tantas consideraciones y me
cumplió tantos caprichos que pensé que por fin había encontrado al hombre
ideal. Una persona organizada, atenta y detallista que tenía todo planeado para
nuestras salidas, los boletos del cine o del teatro ya comprados, la mesa del
restaurante reservada, los vinos que se debían servir con cada platillo y hasta
los libros que me regalaba al final de la cena: Anhelo de mujer, El sueño de
una madre y Caldito para el alma; historias
ejemplares y consejos edificantes que comentábamos en la siguiente ocasión.
Para el pedimento de mano, mis suegros, siempre tan
distinguidos, fueron a mi casa. Por primera vez en mi vida me sentí avergonzada
de tener unos papás tan rústicos y francotes. Después de que mi suegro expresó
muy bellas y conmovedoras palabras sobre su hijo como alguien trabajador y con
ambiciones de formar una familia, a mi papá solamente se le ocurrió preguntar
que para cuándo era la boda. Yo quería que me tragara la tierra cuando mi mamá
sacó una botella de sidra Santa Clos para brindar. Por suerte Manuel, siempre
tan previsor, llevaba una Veuve Clicquot y hasta unas copas champañeras. Eso nos salvó la
noche. ¡Ay, amiga, todos decían que éramos la pareja perfecta!
A Manuel no le importó gastarse en la fiesta lo que
había ahorrado durante cuatro años. Foto, video, iglesia, pastel, mariachi y
orquesta hasta las seis de la mañana. Nos acompañaron los amigos y parientes
que más queríamos y, por supuesto, las envidiosas de mis compañeras que pelaban
tamaños ojotes viendo cómo me había casado con el jefe. Yo me la pasé nerviosa
pero más que por la fiesta por lo que venía después. Ya sabes, amiga, es algo
para lo que una se prepara toda la vida. Yo había ido con una tía a comprar un baby doll y lencería, y en la despedida
de soltera no faltaron los consejos de las amigas. Incluso había leído a
escondidas un libro que se llamaba Hágalo
feliz en la cama. Pero lo que viví superó todas mis expectativas. Manuel no
sólo era un hombre fuerte y viril. Era, cómo decirlo para que no suene tan
grotesco, pues muy desenvuelto a la hora de la relación. Al principio fue muy
tierno y hasta paciente conmigo. Me llenó de besos y de caricias y me hizo
sentir cosas que yo nunca había sentido. Me convirtió en mujer de la manera más
delicada, como un experto maestro que conduce a su alumna al umbral del
paraíso. La verdad es que ni me dolió, y poco a poco me llevó hasta las nubes.
En ese momento me sentí enteramente suya. Me dejé conducir e hice todo lo que Manuel me pedía. El problema fue que en una sola noche quiso darme el curso completo, posiciones que yo ni siquiera me imaginaba que se pudieran hacer, trucos que francamente me dieron asco y al final quería que le hiciera cosas que me parecieron de lo más indecorosas e inapropiadas para una pareja de recién casados. Cuando escuché sus exigencias me caí de las nubes de un sopetón. Tuve que detenerme para preguntarle con incredulidad.
¿Que
te meta qué cosa?
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