Cuando Panchito Madero publicó
el famoso plan que detonó la Revolución, Panchita Luna acababa de cumplir 10
años. De su origen se ignora casi todo, menos que fue hija natural. En el
misterio que siempre la rodeó se engendraron muchas leyendas. Se dice que María
Francisca Ernestina Moya Luna fue el fruto de los amores de su mamá y un
sobrino, o que su padre fue un alcohólico que abandonó a su madre, o inclusive llegó
a decirse que era hija del mismísimo Pancho Villa.
Al igual que otra gran escritora mexicana, Juana de
Asbaje, a María Francisca Luna, también conocida como “Xica”, la iba a criar su
papá grande. El abuelo Mateo -ranchero de Villa Ocampo, Durango- fue quien le
enseñó a amar la libertad y la naturaleza, a montar a horcajadas, a dormir
sentada y despertar cantando alabanzas a la aurora y, sobre todo, a hacerse de
un carácter fuerte e independiente desde muy pequeña.
A la muerte de su abuelo, Xica se trasladó a vivir con
su mamá a Hidalgo del Parral. Y desde la ventana del número 21 de la calle Segunda
del Rayo vio pasar las esperanzas desbocadas y la tragedia diaria de la
Revolución, mientras cuidaba de sus cuatro hermanitos porque mamá tenía que
trabajar. De su mamá, de sus manos que simbolizan la labor continua dentro y
fuera del hogar, María Francisca ha de hacer una evocación constante en su
literatura:
“Recuerdo sus
manos, sus valientes manos, las que nacieron para darnos y señalar; sus manos
de mujer, sus compañeras, sus mejores camaradas. Nos inclinamos a rezar.
Son las que nos levantaron y nos enseñaron el
camino. El mejor, el que va derecho, a través de la nieve, los cerros, las
canteras, el lodo, los ríos azules, las chozas mugrosas y los camposantos.
Son las que nos entregaron a la vida. Son las que
trenzaron nuestro cabello, las que lavaron nuestra cara y nos secaron los ojos.
Son las que hicieron la señal de la cruz en nuestra
frente y las que hicieron florecer el trigo en racimos de tortillas. Era
adorable, dulce el movimiento de sus manos: semejaban la caída de las flores en
las aguas que bajan de la montaña. (“Carta para
‹‹Usted››”. Las
manos de mamá).
De su primera juventud, a María Francisca le quedaron
recuerdos tristes, los amoríos con un hombre casado y el hijo que murió a
temprana edad. Tal vez por eso decidió emigrar a la Ciudad de México a
principios de los años veinte y empezó a usar el “Nellie” que en el mundo de la
danza y en el de la literatura cobraron enorme fama. Pero incluso a este
cariñoso sobrenombre se le atribuyeron distintos orígenes que ella se encargó
de difundir para crear una gran confusión entre sus biógrafos.
A pregunta expresa de Emmanuel Carballo, en su libro Protagonistas de la literatura mexicana,
ella manifestó que su nombre completo era Nellie Francisca Ernestina, pero aclaró
que le llamaban Nellie “por una perrita que tenía mamá. Yo deseaba que me
dijesen Francisca. Mi primer libro, Yo,
así lo firmé. Me llaman, sin embargo, Nellie.” El Campobello lo tomó de uno de
los apellidos del segundo esposo de su madre.
Por esta acostumbrada ambigüedad que le hacía caer en
contradicciones, sus interlocutores nunca estuvieron seguros de la veracidad de
Nellie. Ella fue siempre mitad mujer y mitad leyenda. Aunque se consideraba una
parlanchina a veces se ponía seria y hablaba con la brusca sinceridad que usan
los hombres del norte. “Cuando hablo, la gente dice que cuento mentiras. No
puede creer que alguien diga, sin inmutarse, que dos y dos son cuatro”.
En pleno auge del nacionalismo cultural de los veinte,
Nellie, junto con su hermana Gloria, integraron un dueto que además de
dedicarse al rescate de las danzas autóctonas, se dio a la tarea de
presentarlas en distintos escenarios dentro y fuera del país. Así que si nunca
hubiera escrito un solo párrafo literario, de todos modos sería recordada como la
gran investigadora, bailarina y coreógrafa que llevó el arte y la cultura nacionales
más allá de nuestra patria.
Sin embargo, Nellie decidió también ser escritora, y
en algún momento de regreso de una estadía en Cuba comenzó a redactar lo que a
la postre sería su mejor libro: Cartucho,
relatos de la lucha en el Norte de México (1931). De este libro ha dicho la
crítica Irene Matthews que es “una serie de estampas basadas en la biografía y
en la historia oral, incluyendo poemas y canciones al estilo popular del
corrido”.
Nellie dijo que lo había escrito para vengar una
injuria porque las novelas de entonces estaban repletas de mentiras contra los
hombres de la Revolución, principalmente contra Francisco Villa. Así que en un
intento de reivindicación del Centauro del Norte, la Campobello dio rienda
suelta a sus intenciones de “abrir los nudos vírgenes de la naturaleza” para
referirse a la entraña de las cosas y ver con ojos limpios el espectáculo que
la rodeaba, aunque ese “espectáculo” fuera el de una de las revoluciones más
cruentas de la historia.
“No me
saltó el corazón, ni me asusté ni me dio curiosidad, por eso corrí. Los
encontré uno al lado del otro. Zequiel boca abajo y su hermano mirando el
cielo. Tenían los ojos muy abiertos, muy azules, empañados, parecía como si hubieran
llorado. No les pude preguntar nada, les conté los balazos, volteé la cabeza de
Zequiel, le limpié la tierra del lado derecho de su cara, me conmoví un poco y
me dije dentro de mi corazón tres y muchas veces: "Pobrecitos,
pobrecitos",
La
sangre se había helado, la junté y se la metí en la bolsa de su saco azul de
bordón. Eran como cristalitos rojos que ya no se volverían hilos calientes de
sangre.” (“Zafiro y Zequiel”. II Fusilados. Cartucho).
Así que con ese tono natural y franco del norteño, Nellie
cuenta las historias más atroces y violentas, inconcebibles para una pluma femenina
que en otros libros se había dedicado a eternizar la belleza efímera de los
cuerpos en movimiento. Con esa imaginación que le hacía convertir todo en
imágenes, Nellie narra la realidad más brutal desde los ojos de una niña a
quien le bastaba abrir su ventana para sentir el rozón de las balas de
villistas y carranclanes, o para extasiarse con la danza que ejecutan los
ahorcados mecidos por el viento.
Nellie Campobello narra en su tragedia la tragedia de
un pueblo que se ha visto condenado a repetir su historia como farsa. Habla de
una Revolución de sangre y alarido que acabó en macabra risotada. Sin embargo,
con su prosa sencilla, de sustantivos y verbos, retrata el alma diáfana y
atormentada del mexicano. Hoy la celebramos con una invitación a encontrar en
sus palabras vivas, llenas de fuerza y de ternura, la lucha de un pueblo que quizá
no supo ganar pero que tampoco, nunca, ha
sabido rendirse.
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