domingo, 13 de septiembre de 2009

19 de septiembre

Ropa limpia, recién lavada. Una falda gris con arrugas en la cintura, un suéter azul rey todavía húmedo, un delantal a cuadros rojos salpicado de minúsculas manchas de grasa y una bata blanca sembrada de verdes tréboles. Ropa seca, lista para plancharse.


Uniforme de colegiala que arregazada mostraba sus piernas pálidas y escurridizas a las ansias del novio adolescente; vestido de ama de casa que recordó su boda mientras fregaba platos percudidos; atuendo de bella durmiente que soñó, en lecho desvencijado, convertirse en princesa y tener un deslumbrante ajuar.

Ropa para la escuela, para la casa, para la cama, para soñar. Ropa diaria que a diario se ensucia, que luego se lava y se vuelve a usar. Ropa para siempre: mameluco o mortaja. Ropa que nos cubre del frío, que nos disfraza, que nos caracteriza como los personajes de este absurdo teatro. Pero hoy no hay función aunque haya ropa. El vestuario está colgado en sus ganchos. Muy ordenado, pende de los alambres. Está dentro de una jaula cerrada con candado. Junto a más jaulas con candado. Y más allá los lavaderos y un cuarto de azotea. De lo que era una azotea. De lo que hoy, después del derrumbe, es una enorme lápida bajo un cielo de polvo.

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