lunes, 29 de diciembre de 2025

De madrugada en ninguna parte. Capítulo 7. Ángel Cadena



7. La comprobación

El reloj de mi BlackBerry marcaba tres y cuarto. Desperté con un ligero dolor de cabeza. Estaba acostado con Karen en el sillón. La luz de la luna plateaba el contorno de las cosas. Los vasos sobre la mesita del living emitían un extraño resplandor. No recordaba haber apagado la luz. Me levanté con cuidado. No quería despertar a Karen que dormía vestida, con los ojos abiertos y una leve sonrisa satisfecha. Tampoco recordaba haber tenido sexo con ella. Le pasé la mano por encima de la cara tres veces pero seguía profundamente dormida.

Me asomé al balcón. Tenía la cabeza revuelta. Si bien podía recordar el lugar del estudio y hasta el nombre del hotel ahora tenía problemas para definir cuál era la realidad. ¿Lo que ocurría en mi sueño? ¿Lo que había visto en los grupos de enfoque? Ambas dimensiones estaban conectadas por la maldita pastilla. ¿Pero cómo era posible que no continuara dormido como Karen si había tomado más pastillas de Onirox que ella?



Repasando las imágenes entendí que cada vez que yo caía en un escenario de comercial aparecía el tipo de la cicatriz para mostrarme el trasfondo de las cosas. ¿Quién era aquel hombre y por qué me distraía de las experiencias del sueño artificial? La imagen del laboratorio había sido como de pesadilla, pero tan vívida como ese mismo momento en que veía los arbotantes encendidos de la avenida que pasaba debajo del hotel y sentía en pleno rostro la vaharada caliente del desierto. ¿Sería lo que llaman sueño lúcido? ¿Garzón y Keitel verdaderamente habían conseguido transmitir imágenes? La única manera de salir de la duda era constatar lo que había visto en sueños pero ahora con los ojos de la vigilia.

Saqué el dinero de la cartera, guardé la libreta del alcohólico y la BlackBerry en la caja fuerte, luego escondí mi notebook dentro del clóset. Destendí la cama, quité la colcha y cubrí a Karen. Después hablé a la administración para pedir un taxi que me llevara a la tierra de Nunca Jamás.

Mexicali es una ciudad asentada en un vergel en medio del desierto. Los laboratorios se hallaban en las afueras. No sólo por la tranquilidad que les permitía realizar sus experimentos sino por el sigilo con que debían desarrollarlos. Atravesé amplías avenidas donde sólo había luces de neón y enormes extensiones salpicadas de matorrales solitarios y cactos de silueta siniestra. El chofer era un joven de rostro infantil y bigotillo descuidado que a media noche usaba gorra de los Dodgers y lentes oscuros. Me preguntó a qué iba a los laboratorios.

—Estoy haciendo una investigación.

—¿Es usté policía? —me preguntó con desconfianza.

—Dios me libre —le dije para evitar el rechazo que esa profesión genera entre el ciudadano común—, soy investigador de mercado —le vi el gesto de no entender—, me encargo de hacer estudios de los nuevos productos que se lanzan a la venta.

—Ah, caray —exclamó por no dejar—. ¿Y se va a tardar mucho?

—No estoy seguro.

—Digo, porque si sale rápido, lo puedo llevar a conocer la vida nocturna de la ciudad. Hay dos o tres lugares en donde puede divertirse sin correr peligro.

—¿Mexicali es muy peligroso?

—Digo, porque es usté fuereño y no lo vayan a molestar. Aquí no quieren a los chilangos y menos cuando los ven solos.

Me extendió su tarjeta. “Taxicab 402. Jacinto Barquera, tourist guide”, decía.

—Guárdela porque por estos rumbos no es fácil agarrar transporte.

Llegamos en un santiamén. Le pagué a Barquera con un billete que casi doblaba el costo del pasaje y le di el cambio de propina. Me dejó frente a un edificio cuadrado de concreto y cristales que a la entrada tenía un letrero de granito con el nombre Medical Pax, alumbrado por reflectores. Eché un vistazo hacia las puertas de cristal. Aunque la recepción estaba iluminada no se veía un alma. No quise tocar. Preferí saltar los setos que enmarcaban el jardín, para rodear el edificio. Buscaba una ventana por dónde observar a mis anchas. Me detuve ante una angosta puerta de aluminio. Jalé la manija pero estaba cerrada con llave. Justo detrás de mí apareció un joven apuntándome con su Pietro Beretta.


—¿Qué quiere? —me preguntó un guardia delgado que nadaba en un uniforme de talla grande.

—Vengo a ver al doctor Lucién Garzón —dije para salir del apuro—. Soy Ángel Cadena, investigador de Seven Circle.

Llamó por su walkie-talkie sin dejar de apuntarme. Cuando le contestaron enfundó el arma y me pidió que lo siguiera. En la puerta principal estaba el otro guardia, mi viejo conocido de la segunda sesión. Sonrió al verme. En uniforme se veía más corpulento. Entramos a la recepción. Garzón me miró sorprendido.

—¿A qué debo el honor de su visita, señor Cadena? —su presencia de madrugada era la prueba irrefutable de que mi sueño había sido real.

—¿Le parece extraño? —sentí que yo era quien tenía que preguntar.

—Digamos que no es el horario más apropiado.

—¿Entonces qué hace usted aquí? —dije queriendo sorprenderlo.

—Es la hora en que todos duermen. Yo trabajo con el sueño.

—¿Acompañado de Keitel? —yo sabía más de lo que él podía imaginarse.

—¿Keitel?... Ayer se fue a la Ciudad de México —respondió con una flagrante mentira que francamente me inflamó el ánimo.

—Mire, Garzón, vamos a dejarnos de mascaradas, ya sé para qué quieren el estudio —le solté esperando su reacción—. Ustedes están transmitiendo anuncios por medio de Onirox. ¡Eso es peor que la publicidad subliminal!

—¿De dónde sacó esa idea? —dijo Garzón fingiendo una incredulidad exagerada.

—No crea que soy tan estúpido para tragarme sus patrañas sobre el motivo del estudio. Los invitados ya contaron de la música y las letras que ven con las pastillas. Está grabado en video. Les va a ser muy difícil mantenerlo en secreto.

—Se ve usted muy alterado, Cadena. ¿Por qué no nos sentamos a platicar un momento y aclaramos todas nuestras dudas? —me dijo con suavidad, intentando tranquilizarme, y dirigió una rápida mirada a los guardias que cautelosamente fueron colocándose a mi lado. Cuando noté, por el rabillo del ojo, que el más joven desenfundaba la pistola, me tapé la cara con las manos y empecé a reírme. Primero con ligeros espasmos y luego a carcajadas. Se miraron desconcertados. Me ayudaba a reírme el pensar en lo absurdo de la situación. Garzón les hizo la seña de que se apartaran un poco y avanzó hacia mí.

—Cálmese, Cadena, todo va a estar bien —y me palmeó ligeramente la espalda mientras el guardia más grande descolgaba el teléfono para hacer una llamada. Yo, con giró rápido, jalé la muñeca del guardia joven con la izquierda y levanté el codo derecho para conectarlo en la barbilla. Recogí la pistola del suelo y agarrando al doctor por la garganta, le apunté a la cabeza.

—Suéltala o lo mato —le dije al guardia mayor que sin salir del asombro tiró el arma que apenas estaba desenfundando. Le ordené que se recostara bocabajo en el piso. Levanté su Smith & Wesson y me la coloqué en la cintura.

Arranqué de un tirón un cable de teléfono y sin dejar de apuntar, le ordené a Garzón que le amarrara con doble cable las manos y los pies.

—Cadena, esto que está haciendo le puede traer problemas muy graves —dijo bastante pálido.

—Cállate, cabrón, ahora me vas a llevar al cuarto donde tienes la cabina de transmisión.

—¿De qué habla?

—No te hagas pendejo, Garzón, llévame a donde tienes al pelirrojo. Y no vayas a intentar nada si no quieres que te vuele la tapa de los sesos.

Me miró con ojos desorbitados y caminó delante de mí. Colocando su pulgar en los checadores biométricos fuimos trasponiendo las puertas automatizadas. Subimos un piso en elevador. Yo caminaba un paso atrás de él animándolo con la pistola. Al pasar por una puerta grande del primer piso, le pregunté:

—¿Hay otros guardias?

Antes de contestarme sonaron las alarmas y las luces empezaron a parpadear. Garzón aprovechó para echar a correr entre los escritorios, como un galgo, hacia las oficinas del fondo. Yo jalé del gatillo pero hasta entonces me di cuenta que el arma estaba descargada. Le aventé la Beretta sin acertarle. Saqué la Smith & Wesson e intenté regresar por donde había llegado. Me detuve ante la puerta gruesa de cristal que estaba cerrada. Me encarreré para embestirla pero salí rebotado. De la mano se me soltó la pistola que fue a dar debajo de un escritorio. La alarma seguía sonando. Me sentí como un ratón atrapado en un laberinto. Entré en una oficina. Encontré una ventana y salí por ella en el preciso momento en que dos patrullas se estacionaban frente al edificio. Parado en una cornisa, a más de dos metros del suelo, vi cómo los policías municipales corrían con el arma en la mano. Sin pensarlo salté sobre unos setos. Además de rasguñarme la frente, los antebrazos y las manos, me lastimé un tobillo. Casi a rastras me desplacé por la grama y luego entre la arena. Todavía se escuchaba el escándalo. Cuando salí a un lado de la carretera se enfrenó un coche. Era el taxi 401. Se abrió la puerta.

—Súbase rápido.

Entendí este auxilio inesperado como un acto del destino. Sentí, por primera vez, que estaba llamado a cumplir una importante misión. Barquera avanzó por la avenida desierta con las luces apagadas y luego se metió a una brecha en donde el taxi iba dando tumbos. Solamente alguien que la conociera muy bien podía adivinar el camino y esquivar los arbustos y cactos. Me llegó un olor conocido. Por instinto abrí el cenicero. No había nada. Barquera me miró sonriente.

—En mi panza, creatura —dijo sobándose la incipiente barriga—, de noche siempre se antoja uno, ¿no cree? Estaba fumándomelo en un clarito de la carretera cuando vi venir a los municipales a todo mecate. Tuve que tragarme lo que sobraba y luego me arranqué. Entos me lo hallé a usté... ¿Pos qué hizo, creatura?

—Lo peor que puede hacer un investigador de mercado como yo —le dije buscando concitar su interés—, querer tumbarle el negocio al cliente.

—Ah, caray, ¿pos cómo está eso?

—Descubrí que los laboratorios producen un medicamento muy dañino. Están a punto de lanzarlo a la venta, seguramente coludidos con las autoridades.

—Pues ya se metió usté en un lío gordo.

— Tal vez sí o tal vez no. Si consigo pruebas puedo armar una denuncia bien fundamentada y mandarla a los periódicos de la capital.

—O también puede llegar a un arreglo con los laboratorios, creatura —dijo Barquera sibilinamente—, esos batos tienen a lot of money.

Se hizo un silencio grave. Si el proceso de pensar emitiera algún sonido, en ese momento se habría escuchado el chirriar de cientos de engranes que estarían calculando todas las probabilidades de solución para el problema. Con incentivos monetarios en el cerebro de Barquera y con afanes justicieros en el mío.

—Ahora estoy en sus manos. Puede entregarme o ayudarme —dije en tono melodramático.

—Hombre, no pida tanto, creatura —respondió mientras estacionaba el coche entre unos árboles, al pie de un cerro—, lo único que puedo hacer por usté es serenarle el resuello.

Se quitó la gorra y del forro sacó un pitillo burdamente envuelto. Me lo extendió y me ofreció un encendedor desechable para prenderlo. El cielo empezó a incendiarse de tonos rojos y azules cada vez más claros hasta que de pronto, detrás del cerro, salió el sol.


Llegué al hotel a cambiarme. Barquera me esperaba en el taxi con el motor encendido. No había nadie en la habitación. Todo permanecía impasible, como si no hubiera pasado nada. La cama estaba tendida y no había rastro de Karen. Aunque por un momento pensé en la posibilidad de que me estuviera esperando la policía, luego concluí que a nadie de los que estábamos involucrados en aquel asunto nos convenía una investigación a fondo. De la caja fuerte saqué mi notebook, la BlackBerry, el pasaporte, tarjetas de crédito y el calcetín con mi última provisión de hierba. Por una inspiración a la que raramente obedecía, también cargué con la libreta del alcohólico. En la BlackBerry se iluminó el número de la oficina de Joy. No quise contestar. Tampoco el teléfono del cuarto que sonó insistentemente.

Dejé mi maleta de piel y mi portafolio de aluminio; un traje café Hugo Boss y otro negro a rayas, Versace; dos corbatas Brioni de seda, tres camisas Pau & Bob, un par de zapatos Salvatore Fierroguano; la rasuradora Desert´s Sheik que me había acompañado a tantos estudios y mis lociones X-Men y Britany. Me lavé la cara, me puse una camiseta verde que compré en un tianguis de pueblo, metí mis cosas en una bolsa de plástico negro en que guardaba la ropa sucia. Me la colgué al hombro y salí a cumplir con la misión que la vida me tenía encomendada.

Caminé hacia el salón de sesiones. Abrí la puerta con mi mejor sonrisa. Los invitados me vieron con curiosidad. ¿Qué hacía un tipo, con rasguños evidentes en la cara, interrumpiendo la sesión? Abigael, sentado a la cabecera de la mesa, me miró estupefacto sin atinar a decirme nada.

—Vine a advertirles —me dirigí a los participantes en voz alta— que han sido los conejillos de indias de un experimento que además de servir a los peores propósitos puede perjudicar muy seriamente su salud.

No terminé de hablar cuando ya tenía a Abigael sacudiéndome de la camiseta.

—¡Quién carajos te dejó entrar!

Como no traía mi traje Versace y todo tiene un límite, le di un empellón que lo desbalanceó. Me mandó un golpe que rebotó contra la bolsa de la notebook que alcé para cubrirme. Le contesté con un derechazo que lo tumbó como res en matadero. Los invitados se levantaron consternados. Se hizo el caos. Yo salí hacia el cuarto contiguo donde Karen me miró con ojos de espanto.

—¿Qué hiciste, Ángel?... —dijo con tono de niña mientras retrocedía al fondo. —Te anda buscando el doctor Garzón. Llamó Joy, dice que le urge que te reportes.

—Vengo a despedirme.

La vi tan vulnerable, tan ingenua, que me acerqué para rodearle la cintura con el brazo y la besé en la boca para saciar mi sed de peregrino. Sentí que se aflojaba y suspiraba. Luego fui hacia la grabadora y saqué el disco de la sesión. Lo guardé en la bolsa entre los restos de mi notebook. Karen se quedó de pie como congelada mientras yo me iba caminando tranquilamente por el pasillo hasta la salida del hotel.


De Mexicali a Tijuana hay 163 kilómetros que Barquera y yo atravesamos midiéndonos mutuamente. Me contó su vida y yo le conté parte de la mía. Me dijo que había vivido en Oxnard, California, más de cuatro años. Se había casado con una pocha que lo había abandonado por un filipino que se la llevó de vacaciones a Hawai. Dijo que hacía dos años de eso, pero el gesto se le ensombreció como si aún le doliera. Yo le confié que también era divorciado porque mis obligaciones laborales se habían vuelto incompatibles con mi vida conyugal y mi ex mujer no soportaba mis prolongadas ausencias. Barquera mencionó, como buscando solidarizarse conmigo, que las mujeres eran incapaces de comprender los impulsos de un hombre. Entonces pensé en Joy. Siempre la consideré una gran conocedora de los impulsos masculinos, de los cuales se servía para manipular a los hombres que la rodeaban, llámense agentes, clientes o admiradores.

—Cuando dos hombres hablan de sus mujeres ya pueden ser compadres —Barquera hizo la observación con una mano en el volante para, enseguida, extraer con la mano libre un carrujo de su zapato y señalarme el encendedor—, ¿could you to switch on this rocket, partner?

Por influencia del segundo detonador de ese día, el taxista que horas antes me era un perfecto desconocido, intercambiaba intimidades conmigo. De manera natural me estaba aplicando una de las técnicas de rapport más usadas por nosotros los MA, como se dice en el argot, “metía hilo para sacar hebra”. De acuerdo con lo que me siguió contando, además de regresar a México a convertirse en taxista y guía de turistas, era un tipo que había enfocado su talento en satisfacer el llamado de la vida loca de la frontera.

Era fácil entender que, por su idiosincrasia, la relación conmigo dependía totalmente de las posibilidades de ganancia que yo pudiera reportarle. Por este motivo decidí que había que tratarlo con tacto, alimentar sus esperanzas pero sin inmiscuirlo totalmente en el asunto. Aunque intentó sondearme respecto al problema con los laboratorios, le compartí únicamente generalidades, me reservé mencionar la pastilla por su nombre. Le dije que se trataba de un medicamento muy dañino para el consumidor, sin entrar en detalles. Sin embargo noté que mientras más evadía el tema más aumentaba su curiosidad.

En los cursos de la agencia había aprendido que las relaciones profesionales se daban sobre la base de la ganancia mutua. Para mí Barquera era un medio de apoyo a quien podría beneficiar, tal vez no de la manera ni en la cantidad que él esperaba, pero probablemente enviándole algún dinero a cambio de sus servicios o consiguiéndole clientes entre los demás MA que visitaran la frontera. Nada espectacular. Pero tampoco yo esperaba obtener ningún recurso económico de este asunto. Por primera vez en la vida, mi interés estaba fundado en una búsqueda interior que, sin saber a dónde podía conducirme, me transmitía la clara sensación de que me llevaba hacia un camino ya marcado para mí.

Llegamos a Tiyei después del mediodía. Una ciudad desordenada y polvorienta pero un magnífico escondite, el último lugar del mundo en donde alguien que conociera mis hábitos me habría buscado. En este mare mágnum, el “socio” se movía como pez en el agua demostrando renovadas energías cuando me acompañó a sacar efectivo del cajero. Mi Virgilio podía encontrar sin titubeos, entre el laberinto de calles de la Sin City, los criaderos de bull terriers de pelea o el picadero más elegante atendido por verdaderos orientales.

Nos detuvimos en un subterráneo de la famosa avenida “Revo”, que parafraseaba la maldición bíblica en su nombre: el Se doma y De gorra era un bar húmedo y caliente en que servían una cerveza por un dólar y vendían libremente drogas de última generación. En ese ass hole tenía lugar la más extraña convivencia que he atestiguado. Dos marines altos y rubios, representantes de la sana juventud de América, se alternaban para besar y manosear a la misma suripanta morena y desdentada. En otra mesa un gringo albino y sudoroso le hablaba al oído a un adolescente de facciones indígenas que muy probablemente buscaba pasar al otro lado.

En tanto Barquera bailaba al compás de una rockola con una blonda cuarentona a quien había encontrado bebiendo en solitario, yo me dedicaba a reflexionar sobre los últimos acontecimientos. ¿Me estaría buscando la policía? ¿Qué habrían declarado sobre mi visita Garzón y los vigilantes? ¿Hasta qué punto podrían acusarme sin incriminarse ellos mismos? Yo contaba con el disco de la sesión de Abigail como prueba en contra de Medpax. Finalmente, podría argumentar a mi favor que los MA también teníamos una ética que estaba por encima de los intereses de las agencias que nos contrataban. ¿Pero si, como le había dicho a Barquera, la policía y los laboratorios ya estaban coludidos? Entonces necesitaba a alguien de influencia que pudiera ayudarme. Por medio de Seven Circle había conocido personas importantes a quienes habría podido acudir si Joy no estuviera siguiéndome la pista.


La cerveza y el calor me produjeron una inmediata somnolencia. A fin de cuentas la noche anterior no había dormido más de cuatro horas. Miraba a Barquera, como entre brumas, sopesando los glúteos de su pareja. Un pestañeo me sumergió en una especie de duermevela en que oía el bullicio del antro como un murmullo lejano. Abrí los ojos para encontrar sentado a la mesa al tipo de la cicatriz. No era un sueño porque lo vi vestido con pantalón de mezclilla y camisa de manta. Llevaba el pelo y la barba enmarañados y desprendía un olor agrio, a sudor de varias semanas. Me sobresalté como si hubiera visto un fantasma. El hombre solamente me palmeó el dorso de la mano para comprobar su corporeidad.

—¿Cómo te sientes? —me dijo en tono paternal.

Yo no acertaba a contestar. El tipo sonrió y vi que le faltaba un diente. A sus pies estaba echado un perro negro muy flaco que no me pareció fuera de lugar porque en ese antro lo mismo se asomaba un burro pintado con rayas de cebra que, atrás de la barra, chillaba un mono capuchino con camiseta de Black Sabbath.

—No te preocupes, siempre cuesta un poco de trabajo despertar —me consoló el tipo.

Para ser una alucinación estaba demasiado descuidada; más que temor producía lástima.

—Bueno, las cosas no son como yo pensaba —respondí con reticencia.

—La vida se encarga de desengañarnos a todos —dijo antes de dar un ruidoso y largo sorbo al tarro de cerveza oscura que había dejado Barquera.

—Oye, yo sé que te he visto, que nos conocemos, pero nunca me has dicho tu nombre —le pregunté para tantearlo; a fin de cuentas un sueño es una cuestión muy íntima y las relaciones que se establecen en él muy raramente se reproducen en la vigilia.

El tipo se limpió la boca con el dorso de la mano, miró hacia arriba como buscando las palabras para responderme y comenzó a frotarse la barba con los dedos.
En ese momento, Barquera llegó con la gringa.

Ashley, he´s Ángel, my partner. Ángel, ella es Ashley, mi novia —dijo guiñándome un ojo.


—Mucho gusto —dije, y cuando quise volverme a presentar al hombre que había estado hablando conmigo, ya no había nadie.

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