Así, con un plural aumentado, se designa al grupo de amigos, la flota, la pandilla o la banda, con quienes uno comienza a aprender, a disfrutar y a conocer el mundo y sus placeres. Son los amigos a quienes en la madurez nos ligan el montón de recuerdos, buenos y malos, que van haciendo la médula de la existencia.
Lo malo, es que en algunas ocasiones estas compañías no son las más recomendables, las más positivas; es más, a veces resultan totalmente lo contrario. Como ejemplo, nada más habría que imaginar el séquito que acompañaba a cantinas y piqueras a Rubén Olivares y José José, insignes campeones de la vida airada.
Henry Valentine Miller, escritor gringo, publicó su penúltimo libro a los 84 años, un ejercicio memorístico en donde hace el retrato teñido de nostalgia de siete amigos, ninguno conocido, que constituyeron las compañías que lo formaron a lo largo de una vida llena de aventuras: El libro de mis amigos (1976). Entre sus primeros compañeros, recuerda a Joe O´Reagan, miembro de una pandilla de chiquillos del barrio de Brooklyn a principios del siglo XX. Un rufián de 10 años que le enseña al pequeño Henry a mentir, pelear y robar, y que en una escena inolvidable mata a otro niño a pedradas. Un modelo de carácter que lo hace entender que para sobrevivir en ese infame país de las barras y las estrellas "Uno ha de tener la moral de una comadreja, la agresividad de un perrito faldero, la insensibilidad de un asesino y la dureza de corazón de un magnate, y además de todo eso, un montón de suerte”.
En el caso de Miller como en el de muchos otros, las malas compañías, definen al hombre en que uno se convierte. Y si no lo definen, por lo menos son mucho más interesantes que aquellas que dan buenos consejos y buenos ejemplos. Son el reverso de la moneda, el lado oscuro, los que nos invitaron a irnos de pinta por primera vez, los que nos enseñaron a mirarles los calzones a las niñas con un espejito en los zapatos, los que nos pagaron la primera puta, nos invitaron el primer vodka de la mañana o los que nos enseñaron a ponchar el gallo posprandial. Personajes a veces siniestros pero memorables.
El escritor argentino Roberto Artl, afecto a frecuentar la compañía de tipos torvos y de mala catadura, abrevó de las experiencias de los bajos fondos para extraer los temas, personajes y anécdotas de su literatura. En una de las crónicas de sus Aguafuertes porteñas, comenta que “A veces, cuando estoy aburrido, y me acuerdo de que en un café que conozco se reúnen algunos señores que trabajan de ladrones, me encamino hacia allí para escuchar historias interesantes.”
Joan Manuel Serrat los describe con aguda mirada, en la canción “Malas Compañías”, que para muchos resulta una especie de himno: “Mis amigos son unos sinvergüenzas/ que palpan a las damas el trasero,
que hacen en los lavabos agujeros/ y les echan a patadas de las fiestas.”
Amigos de los que hay que cuidarse. Como afirmaba la mamá de mi compadre Manolo cuando nos veía preparándonos para una fiesta que luego se convertía en parranda de tres días: “No hay compadre que no haga daño”.
Me gustaría decir como Mick Jagger o como Hank Bukowski que siento más simpatía por el diablo y que me parece más interesante estar allí abajo ardiendo entre las llamas, pero con el tiempo me he vuelto más prudente o más miedoso.
Sin embargo, puedo alegar a su favor que las malas compañías nos enseñan el arte de sobrevivir, de resistir ante la peor adversidad y de sacar provecho hasta de los peores momentos, pero sobre todo nos dejan la mejor materia prima para escribir: la experiencia que proviene de la verdadera intensidad de la vida.
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